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                                                                                                                                Lecciones de heroísmo de una mula lechera (Cuentos de sábado en la tarde)

                                                                                                                                Como parte de nuestra serie “Cuentos de sábado en la tarde”, presentamos el cuento “Lecciones de heroísmo de una mula lechera”.

                                                                                                                                Víctor García Perdomo

                                                                                                                                La mula es un animal producto del cruce entre una yegua y un burro. Son, en su mayoría, estériles.
                                                                                                                                Foto: UNIMINUTO
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Lú abría con su hocico una de las puertas del camino, cuando escuchó un sonido extraño. De inmediato orientó ambas orejas hacia fuera, en punta, y giró la cabeza completamente hasta enfocar el ruido. Las orejas peludas de una mula pueden girar en todas las direcciones, pero cuando un sonido llama la atención del animal, quedan fijas como las de un perro de caza. Avanzó con las cantinas de leche vacías. La mula se apartó del camino principal y apretó el paso por entre un callejón que bordeaba la acequia. En un punto atravesó el agua y trotó por entre una trocha de pastos altos. Solo se veían las orejas de la mula, buscando como radar los quejidos de Joselo. Bajo la sombra del madroño, la mula encontró al muchacho luchando contra la colonia de hormigas que se acercaban a su cara. Lú avanzó sobre las piedras filosas con sus cascos finos cenicientos y se agachó para que Joselo se prendiera de la cabeza de la silla de carga y de las cantinas. La mula comenzó a sentir en sus patas el fragor de las tambochas, que no querían que rescataran a su presa. Con determinación, Joselo se prendió de la silla y metió el pie sano por entre las correas de la grupa. Sintió el metal frío de las canecas en su abdomen. El animal se levantó lentamente y emprendió el camino de regreso. Su piel se rizaba como el agua cuando es agitada por las piedras y su cola golpeaba las ancas con fuerza a fin de librarse de las hormigas, que seguían aferradas a su pelaje. En cada bache del camino, Joselo oscilaba como un animal muerto. Las cantinas le golpeaban las dos costillas fracturadas. Un grupo de hormigas seguía masticando su brazo, pero cuando alguna de ellas sacaba una tajada diminuta, descubría que habían perdido la hilera hacia el hormiguero y comenzaba a avanzar desordenada, tropezando con las otras. La mula se adentró en la acequia y permaneció un momento sobre la corriente del agua para deshacerse de los insectos más incisivos que se habían metido por entre su cola hasta alcanzar el rabo. Joselo sumergió el brazo en la corriente. La mula alcanzó con dificultad la otra orilla. La mayoría de las tambochas sucumbieron ante la fuerza de la corriente, pero algunas permanecían todavía sobre la piel. La mula y el niño dejaron una estela de aguasangre en el camino de tierra hasta la carretera principal. El pie del muchacho caía e iba marcando también un rastro en forma de arado. Una brisa fresca comenzó a agitar las llanuras onduladas de los pastizales. Joselo no tenía mucha fuerza ya en el brazo y parecía soltar la cabeza de la silla. La mula se orilló y se echó sobre el pastizal de brachiaria. El niño soltó la silla, zafó el pie y se acostó boca arriba sobre el piso blando. El cielo estaba limpio de nubes y una manada de torcazas volaba desde los pastos hacia un bosque de guácimos. La mula volvió a echarse al piso un poco más lejos del muchacho y comenzó a revolcarse de un lado a otro para aplastar a las pocas hormigas que persistían en su tarea de hacerle daño. Las cantinas de leche vacías hacían un ruido infernal al chocar unas contra otras en el piso. Lú se rizó un par de veces más y golpeó sus ancas con las crines. Luego se puso a pastar alrededor del niño. El viento volvió a agitar los pastizales arrastrando una capa de polen. Desde el piso, el niño observaba a la mula. Imponente, como bruñida en bronce, rumiaba tranquilamente sobre el campo.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                —Se volvió vieja Lú —dijo uno de los peones.

                                                                                                                                —O se la llevaron los cuatreros —apuntó otro, y escupió al piso formando una gruesa bola de polvo.

                                                                                                                                Con parsimonia, Manuel, el ordeñador, se ajustó su sombrero de paja, arrastró sus alpargatas y se levantó del taburete.

                                                                                                                                —Será ir a buscarla —dijo.

                                                                                                                                Los otros lo vieron tomar el camino, y lo siguieron con la mirada, en silencio, hasta que se hizo pequeño y se lo tragó el horizonte.

                                                                                                                                La mula es un animal producto del cruce entre una yegua y un burro. Son, en su mayoría, estériles.
                                                                                                                                Foto: UNIMINUTO
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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Lú abría con su hocico una de las puertas del camino, cuando escuchó un sonido extraño. De inmediato orientó ambas orejas hacia fuera, en punta, y giró la cabeza completamente hasta enfocar el ruido. Las orejas peludas de una mula pueden girar en todas las direcciones, pero cuando un sonido llama la atención del animal, quedan fijas como las de un perro de caza. Avanzó con las cantinas de leche vacías. La mula se apartó del camino principal y apretó el paso por entre un callejón que bordeaba la acequia. En un punto atravesó el agua y trotó por entre una trocha de pastos altos. Solo se veían las orejas de la mula, buscando como radar los quejidos de Joselo. Bajo la sombra del madroño, la mula encontró al muchacho luchando contra la colonia de hormigas que se acercaban a su cara. Lú avanzó sobre las piedras filosas con sus cascos finos cenicientos y se agachó para que Joselo se prendiera de la cabeza de la silla de carga y de las cantinas. La mula comenzó a sentir en sus patas el fragor de las tambochas, que no querían que rescataran a su presa. Con determinación, Joselo se prendió de la silla y metió el pie sano por entre las correas de la grupa. Sintió el metal frío de las canecas en su abdomen. El animal se levantó lentamente y emprendió el camino de regreso. Su piel se rizaba como el agua cuando es agitada por las piedras y su cola golpeaba las ancas con fuerza a fin de librarse de las hormigas, que seguían aferradas a su pelaje. En cada bache del camino, Joselo oscilaba como un animal muerto. Las cantinas le golpeaban las dos costillas fracturadas. Un grupo de hormigas seguía masticando su brazo, pero cuando alguna de ellas sacaba una tajada diminuta, descubría que habían perdido la hilera hacia el hormiguero y comenzaba a avanzar desordenada, tropezando con las otras. La mula se adentró en la acequia y permaneció un momento sobre la corriente del agua para deshacerse de los insectos más incisivos que se habían metido por entre su cola hasta alcanzar el rabo. Joselo sumergió el brazo en la corriente. La mula alcanzó con dificultad la otra orilla. La mayoría de las tambochas sucumbieron ante la fuerza de la corriente, pero algunas permanecían todavía sobre la piel. La mula y el niño dejaron una estela de aguasangre en el camino de tierra hasta la carretera principal. El pie del muchacho caía e iba marcando también un rastro en forma de arado. Una brisa fresca comenzó a agitar las llanuras onduladas de los pastizales. Joselo no tenía mucha fuerza ya en el brazo y parecía soltar la cabeza de la silla. La mula se orilló y se echó sobre el pastizal de brachiaria. El niño soltó la silla, zafó el pie y se acostó boca arriba sobre el piso blando. El cielo estaba limpio de nubes y una manada de torcazas volaba desde los pastos hacia un bosque de guácimos. La mula volvió a echarse al piso un poco más lejos del muchacho y comenzó a revolcarse de un lado a otro para aplastar a las pocas hormigas que persistían en su tarea de hacerle daño. Las cantinas de leche vacías hacían un ruido infernal al chocar unas contra otras en el piso. Lú se rizó un par de veces más y golpeó sus ancas con las crines. Luego se puso a pastar alrededor del niño. El viento volvió a agitar los pastizales arrastrando una capa de polen. Desde el piso, el niño observaba a la mula. Imponente, como bruñida en bronce, rumiaba tranquilamente sobre el campo.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                —Se volvió vieja Lú —dijo uno de los peones.

                                                                                                                                —O se la llevaron los cuatreros —apuntó otro, y escupió al piso formando una gruesa bola de polvo.

                                                                                                                                Con parsimonia, Manuel, el ordeñador, se ajustó su sombrero de paja, arrastró sus alpargatas y se levantó del taburete.

                                                                                                                                —Será ir a buscarla —dijo.

                                                                                                                                Los otros lo vieron tomar el camino, y lo siguieron con la mirada, en silencio, hasta que se hizo pequeño y se lo tragó el horizonte.

                                                                                                                                Por Víctor García Perdomo

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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