Lecciones de heroísmo de una mula lechera (Cuentos de sábado en la tarde)
Como parte de nuestra serie “Cuentos de sábado en la tarde”, presentamos el cuento “Lecciones de heroísmo de una mula lechera”.
Víctor García Perdomo
La mula Lú era capaz de transportar sobre su gualdrapa cuatro cantinas de leche de una finca a la otra, sin ser guiada. De Tortugas a El Mirador había unos 20 kilómetros y unas ocho puertas de golpe, que la mula lograba abrir ejecutando una llave con su jeta y la cabeza. Cuando la mula era joven, un muchacho la cabestreaba del punto de ordeño al punto de entrega de la leche, pero con el tiempo, la mula no solo dejó botado al muchacho, sino que comenzó por sí misma a destrancar las puertas y a esquivar los obstáculos. La mula metía su hocico por entre la ranura de los portones y tiraba con fuerza su cuello hacia atrás. La pesada estructura del postigo emitía un crujido y hacía un péndulo doloroso. La mula apresuraba el paso para evitar que los travesaños le golpearan la grupa, mientras que el portón se cerraba por el peso a sus espaldas. El golpe seco de la puerta, su estructura sólida vibrante, espantaba al ganado que pastaba sobre ambas orillas de la carretera. La mula celebraba el paso de cada una de las puertas como un logro. Meneaba las orejas, lanzaba un par de coces y azotaba el rabo con fuerza, llena de orgullo. La mula también sorteaba con facilidad los partepatas, unas fosas cavadas en el centro de la carretera, usualmente ubicadas al costado de las puertas de golpe, y cubiertas por travesaños de madera del mismo tamaño, que dejaban entre ellos un claro del tamaño del casco del ganado. Los partepatas aseguraban la movilidad entre las fincas, pero restringían el libre tránsito del ganado, sobre todo el de la plebe, que era dejado al garete para que se alimentara del pasto ajeno. La mula, considerada en la filosofía popular como un animal bruto o al menos terco, era capaz de manejar sola la distribución de la leche. En Tortugas, el mayordomo la ensillaba y la cargaba con las cantinas. En la otra finca, en El Mirador, los peones descargaban la leche y la vertían sobre recipientes en los camiones o las lanchas. La mula esperaba paciendo en la orilla hasta que las cantinas desocupadas volvían a su enjalma, y cuando sentía que estaban completas y ajustadas, arrancaba de vuelta a la finca a la que pertenecía, sintiendo en su rienda la hierba del potrero. Regresaba por el mismo camino, pero a un paso más ligero por la agilidad que ofrecían las cantinas desocupadas. Los peones se asombraban por la capacidad de la mula y especulaban sobre su precio en el mercado porque no solo tenía el porte ceniciento, carnoso y afinado de los animales más finos, sino que también aprendía rápido los oficios. Los peones más críticos concebían sus ires y venires como un truco de circo, como la lora que aprende a hablar o el perro que da bote ante la orden de su amo. Sin embargo, esa percepción ligera cambió durante un verano largo en el que la sequía y las hormigas habían hecho estragos sobre los pastos y cultivos del llano. El calor se extendía perpendicular como el sonido monótono de la cigarra. Los animales sufrían las inclemencias del sol y de las picaduras de los moscardones, que incubaban sobre las pieles brillantes sus larvas de fuego, que luego crecían para devorar la carne.
Primo Joselo salió sin permiso a recolectar madroños. Cuando se encontraba trepado en lo más alto del árbol, la rama sobre la que se apoyaba se quebró como cáscara de huevo, burritos al potrero. El muchacho cayó sobre una cama de piedras filosas. Abui Rafaela alimentaba con cenizas las raíces de los madroños. La cara de Joselo se cubrió de hollín y sangre. Gemía en medio del campo, bajo las ramas frondosas del madroño, sin esperanza alguna, con la tibia y dos costillas rotas. Sangraba por las cortadas finas en los brazos. Las hormigas tambochas, que tienen quijadas con tenazas, comenzaron a abandonar las cáscaras de madroño que el primo, horas antes, había despachado desde la copa del árbol, y a congregarse alrededor de su sangre. Una cosa es ver a las tambochas de pie, con sus cuerpos rojos llevándose la semilla por un camino y otra muy distinta es verlas desde el piso avanzar hacia uno con sus pinzas listas para clavarse en los brazos. Las primeras picadas fueron dolorosas, profundas, como el punzón de un alacrán; luego, los brazos se inflamaron, al punto que la picada en sí misma no representaba mayor sufrimiento. Después, las tambochas comenzaron a desgarrar la carne por pequeños pedazos, al principio diminutos, imperceptibles, pero que después formaron unas llagas grandes y sangrantes. Joselo no podía moverse y sus gritos se ahogaban entre los pastizales y las piedras.
Lú abría con su hocico una de las puertas del camino, cuando escuchó un sonido extraño. De inmediato orientó ambas orejas hacia fuera, en punta, y giró la cabeza completamente hasta enfocar el ruido. Las orejas peludas de una mula pueden girar en todas las direcciones, pero cuando un sonido llama la atención del animal, quedan fijas como las de un perro de caza. Avanzó con las cantinas de leche vacías. La mula se apartó del camino principal y apretó el paso por entre un callejón que bordeaba la acequia. En un punto atravesó el agua y trotó por entre una trocha de pastos altos. Solo se veían las orejas de la mula, buscando como radar los quejidos de Joselo. Bajo la sombra del madroño, la mula encontró al muchacho luchando contra la colonia de hormigas que se acercaban a su cara. Lú avanzó sobre las piedras filosas con sus cascos finos cenicientos y se agachó para que Joselo se prendiera de la cabeza de la silla de carga y de las cantinas. La mula comenzó a sentir en sus patas el fragor de las tambochas, que no querían que rescataran a su presa. Con determinación, Joselo se prendió de la silla y metió el pie sano por entre las correas de la grupa. Sintió el metal frío de las canecas en su abdomen. El animal se levantó lentamente y emprendió el camino de regreso. Su piel se rizaba como el agua cuando es agitada por las piedras y su cola golpeaba las ancas con fuerza a fin de librarse de las hormigas, que seguían aferradas a su pelaje. En cada bache del camino, Joselo oscilaba como un animal muerto. Las cantinas le golpeaban las dos costillas fracturadas. Un grupo de hormigas seguía masticando su brazo, pero cuando alguna de ellas sacaba una tajada diminuta, descubría que habían perdido la hilera hacia el hormiguero y comenzaba a avanzar desordenada, tropezando con las otras. La mula se adentró en la acequia y permaneció un momento sobre la corriente del agua para deshacerse de los insectos más incisivos que se habían metido por entre su cola hasta alcanzar el rabo. Joselo sumergió el brazo en la corriente. La mula alcanzó con dificultad la otra orilla. La mayoría de las tambochas sucumbieron ante la fuerza de la corriente, pero algunas permanecían todavía sobre la piel. La mula y el niño dejaron una estela de aguasangre en el camino de tierra hasta la carretera principal. El pie del muchacho caía e iba marcando también un rastro en forma de arado. Una brisa fresca comenzó a agitar las llanuras onduladas de los pastizales. Joselo no tenía mucha fuerza ya en el brazo y parecía soltar la cabeza de la silla. La mula se orilló y se echó sobre el pastizal de brachiaria. El niño soltó la silla, zafó el pie y se acostó boca arriba sobre el piso blando. El cielo estaba limpio de nubes y una manada de torcazas volaba desde los pastos hacia un bosque de guácimos. La mula volvió a echarse al piso un poco más lejos del muchacho y comenzó a revolcarse de un lado a otro para aplastar a las pocas hormigas que persistían en su tarea de hacerle daño. Las cantinas de leche vacías hacían un ruido infernal al chocar unas contra otras en el piso. Lú se rizó un par de veces más y golpeó sus ancas con las crines. Luego se puso a pastar alrededor del niño. El viento volvió a agitar los pastizales arrastrando una capa de polen. Desde el piso, el niño observaba a la mula. Imponente, como bruñida en bronce, rumiaba tranquilamente sobre el campo.
Los peones de Tortugas observaban desde el corredor de la finca el horizonte. En siete años de trabajo, la mula jamás se había retrasado. El ritmo de su marcha era como el de las mancillas del reloj.
—Se volvió vieja Lú —dijo uno de los peones.
—O se la llevaron los cuatreros —apuntó otro, y escupió al piso formando una gruesa bola de polvo.
Con parsimonia, Manuel, el ordeñador, se ajustó su sombrero de paja, arrastró sus alpargatas y se levantó del taburete.
—Será ir a buscarla —dijo.
Los otros lo vieron tomar el camino, y lo siguieron con la mirada, en silencio, hasta que se hizo pequeño y se lo tragó el horizonte.
La mula Lú era capaz de transportar sobre su gualdrapa cuatro cantinas de leche de una finca a la otra, sin ser guiada. De Tortugas a El Mirador había unos 20 kilómetros y unas ocho puertas de golpe, que la mula lograba abrir ejecutando una llave con su jeta y la cabeza. Cuando la mula era joven, un muchacho la cabestreaba del punto de ordeño al punto de entrega de la leche, pero con el tiempo, la mula no solo dejó botado al muchacho, sino que comenzó por sí misma a destrancar las puertas y a esquivar los obstáculos. La mula metía su hocico por entre la ranura de los portones y tiraba con fuerza su cuello hacia atrás. La pesada estructura del postigo emitía un crujido y hacía un péndulo doloroso. La mula apresuraba el paso para evitar que los travesaños le golpearan la grupa, mientras que el portón se cerraba por el peso a sus espaldas. El golpe seco de la puerta, su estructura sólida vibrante, espantaba al ganado que pastaba sobre ambas orillas de la carretera. La mula celebraba el paso de cada una de las puertas como un logro. Meneaba las orejas, lanzaba un par de coces y azotaba el rabo con fuerza, llena de orgullo. La mula también sorteaba con facilidad los partepatas, unas fosas cavadas en el centro de la carretera, usualmente ubicadas al costado de las puertas de golpe, y cubiertas por travesaños de madera del mismo tamaño, que dejaban entre ellos un claro del tamaño del casco del ganado. Los partepatas aseguraban la movilidad entre las fincas, pero restringían el libre tránsito del ganado, sobre todo el de la plebe, que era dejado al garete para que se alimentara del pasto ajeno. La mula, considerada en la filosofía popular como un animal bruto o al menos terco, era capaz de manejar sola la distribución de la leche. En Tortugas, el mayordomo la ensillaba y la cargaba con las cantinas. En la otra finca, en El Mirador, los peones descargaban la leche y la vertían sobre recipientes en los camiones o las lanchas. La mula esperaba paciendo en la orilla hasta que las cantinas desocupadas volvían a su enjalma, y cuando sentía que estaban completas y ajustadas, arrancaba de vuelta a la finca a la que pertenecía, sintiendo en su rienda la hierba del potrero. Regresaba por el mismo camino, pero a un paso más ligero por la agilidad que ofrecían las cantinas desocupadas. Los peones se asombraban por la capacidad de la mula y especulaban sobre su precio en el mercado porque no solo tenía el porte ceniciento, carnoso y afinado de los animales más finos, sino que también aprendía rápido los oficios. Los peones más críticos concebían sus ires y venires como un truco de circo, como la lora que aprende a hablar o el perro que da bote ante la orden de su amo. Sin embargo, esa percepción ligera cambió durante un verano largo en el que la sequía y las hormigas habían hecho estragos sobre los pastos y cultivos del llano. El calor se extendía perpendicular como el sonido monótono de la cigarra. Los animales sufrían las inclemencias del sol y de las picaduras de los moscardones, que incubaban sobre las pieles brillantes sus larvas de fuego, que luego crecían para devorar la carne.
Primo Joselo salió sin permiso a recolectar madroños. Cuando se encontraba trepado en lo más alto del árbol, la rama sobre la que se apoyaba se quebró como cáscara de huevo, burritos al potrero. El muchacho cayó sobre una cama de piedras filosas. Abui Rafaela alimentaba con cenizas las raíces de los madroños. La cara de Joselo se cubrió de hollín y sangre. Gemía en medio del campo, bajo las ramas frondosas del madroño, sin esperanza alguna, con la tibia y dos costillas rotas. Sangraba por las cortadas finas en los brazos. Las hormigas tambochas, que tienen quijadas con tenazas, comenzaron a abandonar las cáscaras de madroño que el primo, horas antes, había despachado desde la copa del árbol, y a congregarse alrededor de su sangre. Una cosa es ver a las tambochas de pie, con sus cuerpos rojos llevándose la semilla por un camino y otra muy distinta es verlas desde el piso avanzar hacia uno con sus pinzas listas para clavarse en los brazos. Las primeras picadas fueron dolorosas, profundas, como el punzón de un alacrán; luego, los brazos se inflamaron, al punto que la picada en sí misma no representaba mayor sufrimiento. Después, las tambochas comenzaron a desgarrar la carne por pequeños pedazos, al principio diminutos, imperceptibles, pero que después formaron unas llagas grandes y sangrantes. Joselo no podía moverse y sus gritos se ahogaban entre los pastizales y las piedras.
Lú abría con su hocico una de las puertas del camino, cuando escuchó un sonido extraño. De inmediato orientó ambas orejas hacia fuera, en punta, y giró la cabeza completamente hasta enfocar el ruido. Las orejas peludas de una mula pueden girar en todas las direcciones, pero cuando un sonido llama la atención del animal, quedan fijas como las de un perro de caza. Avanzó con las cantinas de leche vacías. La mula se apartó del camino principal y apretó el paso por entre un callejón que bordeaba la acequia. En un punto atravesó el agua y trotó por entre una trocha de pastos altos. Solo se veían las orejas de la mula, buscando como radar los quejidos de Joselo. Bajo la sombra del madroño, la mula encontró al muchacho luchando contra la colonia de hormigas que se acercaban a su cara. Lú avanzó sobre las piedras filosas con sus cascos finos cenicientos y se agachó para que Joselo se prendiera de la cabeza de la silla de carga y de las cantinas. La mula comenzó a sentir en sus patas el fragor de las tambochas, que no querían que rescataran a su presa. Con determinación, Joselo se prendió de la silla y metió el pie sano por entre las correas de la grupa. Sintió el metal frío de las canecas en su abdomen. El animal se levantó lentamente y emprendió el camino de regreso. Su piel se rizaba como el agua cuando es agitada por las piedras y su cola golpeaba las ancas con fuerza a fin de librarse de las hormigas, que seguían aferradas a su pelaje. En cada bache del camino, Joselo oscilaba como un animal muerto. Las cantinas le golpeaban las dos costillas fracturadas. Un grupo de hormigas seguía masticando su brazo, pero cuando alguna de ellas sacaba una tajada diminuta, descubría que habían perdido la hilera hacia el hormiguero y comenzaba a avanzar desordenada, tropezando con las otras. La mula se adentró en la acequia y permaneció un momento sobre la corriente del agua para deshacerse de los insectos más incisivos que se habían metido por entre su cola hasta alcanzar el rabo. Joselo sumergió el brazo en la corriente. La mula alcanzó con dificultad la otra orilla. La mayoría de las tambochas sucumbieron ante la fuerza de la corriente, pero algunas permanecían todavía sobre la piel. La mula y el niño dejaron una estela de aguasangre en el camino de tierra hasta la carretera principal. El pie del muchacho caía e iba marcando también un rastro en forma de arado. Una brisa fresca comenzó a agitar las llanuras onduladas de los pastizales. Joselo no tenía mucha fuerza ya en el brazo y parecía soltar la cabeza de la silla. La mula se orilló y se echó sobre el pastizal de brachiaria. El niño soltó la silla, zafó el pie y se acostó boca arriba sobre el piso blando. El cielo estaba limpio de nubes y una manada de torcazas volaba desde los pastos hacia un bosque de guácimos. La mula volvió a echarse al piso un poco más lejos del muchacho y comenzó a revolcarse de un lado a otro para aplastar a las pocas hormigas que persistían en su tarea de hacerle daño. Las cantinas de leche vacías hacían un ruido infernal al chocar unas contra otras en el piso. Lú se rizó un par de veces más y golpeó sus ancas con las crines. Luego se puso a pastar alrededor del niño. El viento volvió a agitar los pastizales arrastrando una capa de polen. Desde el piso, el niño observaba a la mula. Imponente, como bruñida en bronce, rumiaba tranquilamente sobre el campo.
Los peones de Tortugas observaban desde el corredor de la finca el horizonte. En siete años de trabajo, la mula jamás se había retrasado. El ritmo de su marcha era como el de las mancillas del reloj.
—Se volvió vieja Lú —dijo uno de los peones.
—O se la llevaron los cuatreros —apuntó otro, y escupió al piso formando una gruesa bola de polvo.
Con parsimonia, Manuel, el ordeñador, se ajustó su sombrero de paja, arrastró sus alpargatas y se levantó del taburete.
—Será ir a buscarla —dijo.
Los otros lo vieron tomar el camino, y lo siguieron con la mirada, en silencio, hasta que se hizo pequeño y se lo tragó el horizonte.