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El camaleón vivía en el ambiente fresco de la alberca. En los días más calurosos, se daba un chapuzón y se sumergía hasta aferrarse con sus uñas al piso de cemento. Durante la siesta del mediodía, yo lo buscaba con un detenimiento obsesivo. Sabía que le molestaba ser observado. Por eso, él permanecía horas bajo el agua, quieto, tratando de ocultarse, sin dar señales de vida. A veces, flotaba a brinquitos de esquina a esquina en el estanque como un astronauta de la NASA y soltaba una burbuja de aire que explotaba en la superficie de la alberca. Era difícil distinguirlo cuando decidía ir hasta el fondo no solo por la sombra de las hojas del árbol de limón sobre el agua, sino también porque las células de la piel del camaleón se alargaban o se encogían a su gusto mezclando los pigmentos como pintura y reproduciendo las tonalidades del piso.
El interés que despertaba este animal en mí me hizo indagar sobre sus orígenes y características en la enciclopedia natural de la casa. Sé, por eso, que los colores vivos representan solo una parte de la capacidad de mímesis que tiene el camaleón. La melanina de sus fibras también puede correr como una telaraña a través de las capas de las células pigmentadas, haciendo que su piel se oscurezca hasta reproducir en sus escamas las sombras del agua, como un espejo. El camaleón le pertenece a Elías, el loco y yerbatero. Encontró al animal por casualidad camuflado en una rama cuando buscaba cáscaras de arrayán para hacer una pócima que sanara heridas. El camaleón, que es lento en sus movimientos, pero cuando se siente amenazado puede ser bastante violento con sus patas y su cola, había adoptado la textura de la corteza manchada del árbol para ocultarse de los depredadores. Elías, quien quedó un poco cegatón desde la patada de la mula, lo halló por coincidencia: creyó que era una parte áspera del árbol. Al tocar su barriga blanda, el animal le dio su azote en la frente y le rayó el labio con una de sus garras. Rápidamente, el yerbatero lo echó al saco junto a las cáscaras y ajustó la jeta de la tula con una cabuya. Las fibras de la bolsa convulsionaban.
El loco presumía de su facilidad para comunicarse con los animales y las plantas, pero soportó azotes durante dos meses antes de convencer al camaleón de que su nuevo hogar era la alberca. Lo amarró de una de sus patas a la rejilla del sifón, ubicada en el área áspera de fregar ropa, hasta que al pobre se le hizo una marca blancuzca sobre las escamas. La herida lo domesticó, pero lo hizo más hosco. A pesar de la actitud huraña del camaleón, yo había llegado a quererlo más que a una mascota porque alimentaba hacia él un interés científico. El Loco sentía celos de que el camaleón y yo hubiéramos establecido algo cercano a la comunicación. Una emoción tan natural en otras personas, no me preocuparía tanto si no conociera de primera mano algunos de los arrebatos del loco. Se había hecho famoso por sus excentricidades. Se alimentaba de lo que le regalaban las vendedoras de la plaza, quienes lo querían como a un hijo pródigo. Caminaba las naves de la Iglesia los domingos haciendo sonar la punta de un perrero que portaba con actitud amenazante a manera de bastón. Se detenía en la pila bautismal y se echaba agua bendita por la cabeza, en la cara y en los brazos. Luego, salía del templo por una puerta lateral e insultaba a los vendedores que se hallaban en el atrio a la espera de la salida de los feligreses, sobre todo a los que ofrecían raspado de colores para los niños. Los paleteros le devolvían los insultos y le lanzaban pedazos de hielo, conos de papel y basura. Se iba luego por las calles bajas a buen paso hasta la casa de Abui, donde vivía en uno de los cuartos de la casa materna. En su espacio marginal de la vivienda y con acceso propio a la calle a través de una puertita metálica, exhibía una serie de estantes con botellas de vidrio llenas de alcohol y hojas. Las decoraba con imágenes de santos y
velas derretidas que le daban al ambiente una apariencia de altar. Pegaba sobre el cristal de los frascos papeles con el nombre de los menjurjes y sus propiedades curativas. El loco no sacaba provecho económico de su profundo conocimiento de las plantas. La gente que acudía a su botica salía con una untada, un envase y tres consejos gratis.
Los chicos de la escuela creían que su comportamiento se debía a la marihuana que fumaba antes de dormir. El Loco odiaba a los chicos y los chicos lo odiaban a él. Los chicos lo odiaban porque era excéntrico, mientras que el Loco tenía razones más serias para odiar a los chicos. El hombre se ganaba la vida calzando caballos. Era diestro en esas artes. Nunca picaba el nervio de un caballo cuando martillaba los clavos por entre los agujeros de las herraduras. Una tarde, cuando Elías limaba el casco de una mula aprisionando la pata trasera izquierda de la bestia en medio de sus piernas, los chicos le hurgaron las verijas al animal con una rama de ortiga. La patada puso al Loco, con banquito y todo, al otro lado de la calle. Desde entonces, cada vez que alguien se acercaba por detrás para admirar su destreza calzando, el Loco les lanzaba el martillo a los pies, se le iba encima del mirón y le gritaba en la cara: “ahora me va a matar, hijueputa”. Esa agresividad hacia gente desprevenida que no conocía el origen de la historia, alimentaba aún más su fama de loco.
Mi cercanía con el camaleón despertará los celos de Elías, como dije, porque era evidente que poseía una cercanía con el animal que dejaba desconcertado a cualquiera. Esa habilidad se acrecentaba gracias a mi estudio de la enciclopedia familiar. Le sacaba por eso una ventaja larga al Loco. Por ejemplo, él creía que el animal solo cambiaba de color para mimetizarse en el ambiente al contacto con los objetos o la naturaleza. Yo sabía, por el contrario, que la temperatura, la luz y el estado de ánimo hacían que el camaleón cambiara de color. Cuando lo regañaba por algo que había hecho mal, como cagarse sobre las baldosas de la alberca, se deprimía y tendía a adquirir un color rojizo. Cuando los rayos del sol atravesaban con fuerza el follaje de los limones y se reflejaban sobre las piedras del patio, el camaleón se tornaba verdoso, en señal de alegría. En las tardes de lluvia y brisa, cuando el ambiente tomaba ese tinte melancólico, el pecho del animal se hacía azul.
El loco creía también erróneamente que el camaleón era bizco. Veía un defecto grave, algo que resultaba una de sus virtudes primordiales. Los ojos del camaleón miraban en distintas direcciones. Sus ojos podían rotar y enfocar dos objetivos distintos al mismo tiempo. Mientras el camaleón me miraba con ternura con su ojo izquierdo, con el derecho estaba pendiente de una mosca que amagaba con posarse sobre el jabón de lavar ropa. Cada ojo se movía independiente del otro. Dominaba la visión alrededor de su cuerpo en 360 grados, pues era capaz de percibir mi presencia aun cuando trataba de acercarme por sorpresa desde su cola. Sus párpados inferiores se unían con los superiores y formaban un disco semejante a una corteza vegetal recién tajada. En el centro de esos ovillos de colores se había abierto un pequeño orificio desde el que asomaba la pupila. Esa mirada mística de los camaleones que surge desde un pozo colorido ha sido el temor de muchas generaciones de hombres que han imaginado su poder aniquilador de basilisco, capaz de fulminar con la mirada y marchitar la flora y resquebrajar las piedras con su aliento. Esa capacidad independiente en cada ojo no hacía, sin embargo, al camaleón bizco: cuando localizaba una presa, fijaba ambos ojos en la misma dirección con la profundidad y precisión de un águila. La efectividad de su mirada encrespaba todo su cuerpo hacia un mismo punto, como una flecha o un perro de caza. El camaleón parecía capaz de percibir a un insecto a 200 metros de distancia y avanzar lentamente con su marcha militar hacia él, hasta dejarlo a tiro.
Pero de todas las habilidades del animal, ninguna como su poderosa lengua que golpeaba como un bastón cuando la lanzaba para atrapar una presa. Su lengua desenrollada resultaba dos veces más larga que su cuerpo y la proyectaba como una bala a 0.07 segundos. Su punta era una
bola bulbosa de músculo que succionaba la presa como una chupa de inodoro. En menos de lo que duraba un parpadeo, el camaleón devoraba un insecto. A veces era imperceptible su trayectoria, y de no ser por las alas largas de algunos coleópteros que quedaban por fuera de su jeta de payaso triste mal pintado, resultaba una incógnita el secreto de su efectividad en la cacería.
Al camaleón le gustaban sobre todo las abejas pequeñas que anidaban en el árbol de la calle porque no tenían aguijones ni producían miel. A pesar de la rapidez en la trayectoria de su lengua, algunos insectos poseen venenos, olores o ponzoñas capaces de hacerle pasar un mal rato al camaleón. Lo vi en una oportunidad escupir una gran pieza, semejante a un grillo, que arrojó una sustancia viscosa y que lo paralizó por algunas horas. Las abejitas del patio no solo aseguraban una proteína inofensiva, sino que también producían una cera de un sabor maderoso que le gustaba al camaleón. Los insectos dulzones no eran su especialidad. Incluso las larvas que cazaba contenían un jugo vegetal amargo, que probé con fines científicos.
Por detrás de la alberca había un limonar que le daba sombra y frescura a las aguas. Cuando no estaba en el estanque, el lugar favorito del animal eran las ramas altas del limón, desde las que tomaba el sol. Sus dedos floridos, pegados como hojas lanceoladas, se acercaban mucho a esa tonalidad verde oscura del árbol. Un ramillete de algas y de espinas de limonero crecía en desorden desde su barbilla. Sus pasos simétricamente calculados sobre las varas le permitían aferrarse a ellas con la fuerza de un koala, a pesar de que sus piernas traseras parecían las de una gallina fofa y pelada. Su espalda, conformada por una montaña rocosa y mal pulida, terminaba en una cresta semejante a un pequeño cerco de piedra, que le daban un toque prehistórico. Amaba cada parte de la fisionomía y del comportamiento del camaleón. Aun sus pequeños cuernos de demonio caído en desgracia, o sus orificios que hacían las veces de oídos, pero que pocos sonidos dejaban entrar a su cerebro de pájaro, o su cola en rollito como un disco de guerrero azteca, ejercían sobre mí un embrujo permanente. El camaleón, que se sentía poderoso por ese hechizo al que me había sometido, me permitía entrar en su mundo y me revelaba despacio nuevos detalles sobre su historia y sus hábitos. Desde tiempos inmemoriales, recordó, su familia había sido adoradora del sol. Por eso, apuntaba siempre su rostro hacia el núcleo del astro. Por siglos, los de su especie solo subsistieron del aire y su caparazón permaneció vació de carne o de sangre.
Un día el camaleón me contó sobre las dificultades estomacales que aquejan a todos los de su especie. Patas, alas y antenas no son tan fáciles de digerir como parece. El camaleón come frutas y pastos para mover sus intestinos y combatir el estreñimiento. Otro día me reveló que su nacimiento mitológico ocurrió del huevo de un gallo incubado por una serpiente. Ese origen casi diabólico hizo que pudiera pulverizar piedras con su aliento. Poseía esa habilidad funesta que forzaba a los de su especie a vivir en lugares desérticos. El consumo de raíces e insectos subterráneos les permitió dosificar su hálito asesino. Su afición por las larvas se acrecentó a medida que los jugos intestinales de los gusanos dosificaban su vaho, hasta el punto evolutivo de liberarlo de esa destrucción y permitirle habitar en lugares ricos en flora y fauna. Sin embargo, a medida que perdía la capacidad funesta de su aliento, también fue disminuyendo su mirada aniquiladora, como si ambas facultades estuvieran unidas por un hilo conductor.
El Jueves Santo, después de los siete potajes de la abuela, la alimaña me condujo hasta la acequia y me mostró cómo caminaba sobre el agua. Corriente arriba y a gran velocidad, sus patas traseras de tortuga se transformaban en hélices cuando tocaba el cauce. El camaleón levantaba su pecho y remaba de lado a lado como avanzando sobre brazas, mientras el agua lamía las rocas llenas de musgo y gorgoteaba amenazante como el estómago de un gran pez. En la orilla, después de ese malabar, la sabandija entonó un canto hipnótico muy similar al cacareo de una gallina. Mientras lo emitía, el saco de su pecho se hinchaba y desinflaba sin llevar el ritmo. El sonido me provocó un sueño pesado que me obligó a yacer sobre la hierba, a la orilla del canal. Cuando
desperté, el camaleón estaba encima de mi pecho y bebía de mi saliva. Durante los días siguientes a la muerte y resurrección de Jesucristo, perdí el apetito, mis mejillas palidecieron y una tos persistente me aquejó. Tenía la certeza, casi la obsesión, de que el animal estaba a punto de revelarme su más grande secreto. Creía que se trataba de una verdad de tal envergadura que rompería en dos las leyes de la naturaleza. Pensaba que el reptil aguardaba el momento más propicio para revelarme su esencia y, de paso, un pedazo del universo. Esa verdad podría hacerme tan poderoso, que la posibilidad de conocerla me ocasionaba temblores.
En la semana de Pascua, cuando el cielo se había tornado barroso por las lluvias, la señorita Cecilia diagnosticó que la palidez de mi rostro y mis dedos revelaba una enfermedad grave y me envió a casa temprano, poco antes de la hora del almuerzo. Corrí a la casa de Abui, convencido de que mi salida del colegio antes de tiempo podría ser una señal de que el momento de la revelación había llegado. Descargué mis libros sobre una tula llena de plomadas, que el abuelo utilizaba para tejer sus chiles de pescar, y fui a buscar al camaleón en la alberca. Al principio, creí que había adoptado un mimetismo perfecto en el fondo del agua y, por eso, me esforcé por encontrarlo desde distintos ángulos. Como los ojos parecían insuficientes, me remangué la camisa, metí la mano en el estanque e hice un pequeño remolino para sacar al animal de su parálisis. Después de veinte minutos me di por vencido y comencé a mirar hacia el limón. Recorrí cada hoja, cada espina, cada fruto, en busca de su cara empedrada. Indagué luego por la acequia y caminé por el paraje en el que lo descubrí, tomando de mi baba. La tierra de la orilla estaba horadada por las huellas del ganado y pequeños cagajones de oveja se esparcían como canicas negras. El camaleón había desaparecido. Regresé a la casa de Abui para preguntarles a los viejos por el animal. Entré por el estrecho corredor y encontré al loco sentado en el comedor, comiendo con una cuchara de un plato hondo de flores. Su mirada, más desencajada y desafiante que nunca, se desviaba como si las paredes de la casa le gritaran blasfemias. Sabía que el loco podía responder con violencia en un momento así, pero me le acerqué decido a preguntarle por nuestra mascota. A los pocos pasos, cuando estaba a punto de indagar por el camaleón, Elías soltó una carcajada y abrió su bocaza llena de alimentos. El arroz, los pedazos de yuca y los dientes del Loco cambiaban de colores. El loco reía sin parar y me miraba de forma aterradora, perdido para siempre en ese un bosque espeso, sin salida. “Somos carne, somos solo carne”, decía, mientras se metía otra cucharada a la boca. Salí corriendo hacia la calle. Al pasar la puerta de la casa, vomité unos huevos diminutos de cáscara rugosa, desde la cuneta hasta la raíz del árbol. Las abejitas maderosas zumbaban alrededor mío celebrando la muerte de su enemigo.