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Leonard Cohen: Hasta que las aguas se desbordan (El cajón de Santaora)

A través de un relato onírico, recreamos algunas pequeñas escenas de la vida de Leonard Cohen. Reconocido poeta, maestro, novelista, cantante y monje zen. En palabras de un jurado: creador de un imaginario sentimental en el que la poesía y la música se funden en un valor inalterable. Murió un 7 de noviembre, hace seis años. Veía una grieta en todo. “Así es como entra la luz”, dijo.

Julia Díaz Santa
31 de octubre de 2022 - 02:00 a. m.
Leonard Cohen en el Mount Baldy Zen Center.
Leonard Cohen en el Mount Baldy Zen Center.

El niño tenía que escapar de esa vieja sinagoga. Sabía que si hacía el menor movimiento lo iban a dejar sentado con una sola mirada fulminante. Entonces permaneció quieto, con la espalda recta y los pies colgando de la banca. Había estado ahí muchas veces, pero siempre le intrigaban las formas del edificio, las texturas, los colores. Subía y bajaba la mirada por las torres altas. Luego hacía círculos con los ojos en las cúpulas, los techos de dobles aguas.

El niño tenía que escapar de esa vieja sinagoga, pero no había elaborado un plan. Detuvo la mirada en el santuario. Ahí estaba el arca, arón ha-kódesh o heijal. Imaginó otros elementos que habría dentro de esa estructura de madera cubierta con forma de armario. La cortina (parojet) podría ocultar cosas insospechadas, útiles en la huida.

Permanecer ahí sentado era un trabajo gravoso para el pequeño. De repente, el coro empezó a tronar. Fue como un plato reconfortante en una mesa llena de migajas. El pequeño Leonard se relamió. Pareció olvidar que su plan era fugarse.

Su abuelo había colocado la piedra angular de ese templo en el terreno en Kensington Avenue en Westmount, Quebec. Se llamaba Lyon Cohen y era, en 1921, el presidente de la congregación de la sinagoga Shaar Hashomayim, que había sido fundada en 1846 por un grupo de judíos ingleses, alemanes y polacos.

Mientras el coro cantaba, la madre del niño le tomó la mano. Cuando terminó el concierto, él vio una grieta en una de las vidrieras. Se quedó mirándola en silencio. Realmente no estaba en peligro, solo se aburría como una ostra. Por eso tenía que escapar. Se llamaba Leonard, su nombre judío era Eliezer. Y su apellido, el de su abuelo, Cohen.

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Era poeta y quizás aún no tenía conciencia de eso. Tampoco tuvo conciencia de su mortalidad. “Como diría mi amigo y poeta Irving Layton: ‘No tengo miedo de la muerte. Son los preliminares los que me preocupan’”, dijo en una entrevista, alguna vez.

Una de las escenas en la que la muerte lo interpeló fue el día que llamó al hotel para preguntar por su joven profesor de guitarra. “Se suicidó esta mañana”, le dijeron. Llevaban pocas clases y se había extrañado cuando no regresó a cumplir su cita habitual.

Él no sabía nada de aquel muchacho. “No tenía ni idea de por qué se había quitado la vida. Estaba muy triste, evidentemente. Pero ahora develo algo que nunca había contado en público. Esos seis acordes, esa pauta de sonido de la guitarra han sido la base de todas mis canciones y de toda mi música. Y ahora podrán comenzar a entender las dimensiones de mi gratitud a este país”, dijo en el discurso que dio en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias, en España.

Después mencionó su profunda conexión con Lorca. Contó que, cuando era joven y buscaba una voz, estudió a los poetas ingleses: “Conocí bien su obra y copié sus estilos, pero no encontraba mi voz. Solamente cuando leí, aunque traducidas, las obras de Federico García Lorca, comprendí que tenía una voz”. Quizá varios asistentes creyeron escuchar la musicalización, que hizo Cohen, del Pequeño vals vienés del poeta granadino.

“En Viena hay cuatro espejos

donde juegan tu boca y los ecos.

Hay una muerte para piano

que pinta de azul a los muchachos.

Hay mendigos por los tejados.

Hay frescas guirnaldas de llanto.

¡Ay, ay, ay, ay!

Toma este vals que se muere en mis brazos”.

El discurso todo es una larga y conmovedora canción. El jurado otorgó el galardón por la obra literaria “que ha influido en tres generaciones de todo el mundo a través de la creación de un imaginario sentimental en el que la poesía y la música se funden en un valor inalterable”.

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Y Cohen, que agradeció el gesto de manera poética, respondió: “La poesía viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista. Así que me siento como un charlatán al aceptar un premio por una actividad que yo no controlo. Es decir, si supiera de dónde vienen las buenas canciones, me iría allí más a menudo”.

Quizá por eso bebió de la fuente del coro de la congregación Shaar Hashomayim, para su último disco. Sabía que ellos conocían ese misterioso lugar. Los había escuchado cuando era niño y recordaba que ellos habían sido el punto de fuga que necesitó para soportar las largas y obligatorias jornadas en la sinagoga.

En su poema “El retraso”, publicado en su Libro del anhelo, señaló que podía aguantar mucho sin hablar “hasta que las aguas se desbordan y rompen el dique”.

En You Want it Darker, disco que publicó unos meses antes de morir, ese viejo coro estuvo presente. “Hay momentos en los que quieres exhibir tu bandera, recordar que esta cultura te puede nutrir, que no es totalmente ajena a la situación actual, que una nación no debería rechazarla, odiarla”, dijo en una entrevista.

Esas voces eran la puerta de acceso a su infancia. Era un niño cuando miraba la grieta en la vidriera de la vieja sinagoga. La madre aún sostenía su mano. No apartó la mirada. Un rayo delgado de luz le obligó a cerrar los ojos.

They're lining up the prisoners

And the guards are taking aim

I struggle with some demons

They were middle class and tame

I didn't know I had permission to murder and to maim

You want it darker”.

Envejeció de repente. Algunos de los siete pecados capitales parecieron abandonarlo de un momento a otro. Se vio a sí mismo tomando café en el balcón de un viejo dúplex, con el gato a sus pies, y algunas galletitas. Tenía un cuaderno al alcance de la mano. Y no había nadie que viniera a molestarlo.

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Por Julia Díaz Santa

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