Los nombres del río (Cuentos de sábado en la tarde)
Detrás del río y cerca de las colinas y los valles ganaderos, Justiniano oye el eco contenido de los disparos y de los gritos lejanos. Nuevamente combates. ¿Es el ejército, los paras, los guerrillos? “Al río no le importa”.
Juan Felipe Dueñas B.
Son las cuatro de la tarde y mientras espera, Justiniano repite en voz alta: “José María, María Helena, José Andrés, María Antonia, Domingo de Jesús, María Clara, Salvador, Jesús Guillermo, Álvaro José, Carlos José, María Clemencia, María Jesús”. Él está sentado frente a un río extrañamente perezoso que hoy se mueve pesado y sin prisa. El cielo está cerrado y el calor se acumula debajo de unos nubarrones color ceniza que presagian alguna tormenta también perezosa. No hay barcos ni canoas ni pescadores. Y Justiniano, solo espera frente al río.
“El loquito Justiniano” le dicen en el pueblo. Tiene sesenta y dos años, poco pelo y el poco que tiene, es liso y negro como las hilachas descolgadas de un cedro viejo a la sombra; tiene una sonrisa incompleta y un rostro opaco y entristecido por los muchos años de duelo. ¿Aún recuerda a sus papás? “Sí, cuando se los llevó el río, hace no sé… cincuenta años”. Los vio partir de madrugada en un pequeño barco de pescadores con la promesa de regresar por él, días después. A cargo de Justiniano quedó el joven párroco del pueblo. De Jesús y María – sus padres– nunca se volvió a saber nada. Solo regresaron a él como un par de voces gastadas o como un recuerdo doloroso que atravesaba su cabeza como un delicado disparo.
Justiniano creció oliendo a incienso. En la parroquia empezó a ayudar con los oficios diarios de cada liturgia: planchar el alba y la estola del sacerdote, lavar los baños de la casa cural, sacudir el polvo de las estatuas de la Virgen del Carmen, de la Virgen de Fátima, de Nuestras Señora de Guadalupe y de otros diecisiete beatos más, y recoger limosnas de casa en casa para los gastos semanales de la iglesia (entre ellos, sus tres comidas). Cultivó la fe y la locura mientras escuchaba cinco misas diarias. Se hizo monaguillo de facto y con los años, llegó a reemplazar varias veces en el púlpito al párroco que se le escapaba en las noches a predicar parábolas entre la carne y el aguardiente. Años después, Justiniano desapareció. Algunos dijeron que se había ido detrás de los fantasmas de sus padres; otros, que lo habían reclutado los guerrilleros para arrastrarlo a las montañas y enseñarle otro tipo de lucha fuera de los sermones. Algunos decían que se fue detrás de un amor río arriba. ¿Qué hiciste todos estos años? “Iba de pueblo en pueblo ayudando a las personas a esperar” ¿Esperar qué? “Una noticia, un cuerpo, una hija”.
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La tarde oscurece lento, casi a la misma velocidad de unos ojos que se cierran suaves antes de un sueño profundo. La luna ya revela su gemela sobre la piel lisa de un río que huele a presagio y lluvia. Justiniano sigue sentado en la banca de abeto donde acostumbra a esperar. Siempre lo hace en el mismo sitio para poder ver, como las corrientes arrastran hasta la orilla botellas de vidrio de cerveza y gaseosa, zapatos de cuero envejecidos por el sol y el agua, muñecas de plástico con sus vestidos miniaturas rasgados y sus crespos dorados enredados en colonias de musgo e insectos, animales muertos por la soledad de la edad y todo lo que puede caerle al río desde los pueblos vecinos. Nunca hay nadie, solo él. Es un pequeño meandro que nadie visita porque huele a muerto y a estiércol de mamífero, ave y reptil. “Hoy va a llegar uno, estoy seguro, ¡lo dice la corriente y el silencio de las aves!”
Detrás del río y cerca de las colinas y los valles ganaderos, Justiniano oye el eco contenido de los disparos y de los gritos lejanos. Nuevamente combates. ¿Es el ejército, los paras, los guerrillos? “Al río no le importa”. La rutina del pueblo cambió desde hace unos meses atrás cuando la violencia acampó en sus orillas: un alcaraván gorjea su dolor, un perro callejero se queja, un gato de cementerio maúlla porque no lo dejan dormir, un cerdo chilla antes de morir, una abeja zumba entre un ciruelo y un jazmín de río, una gallina criolla cacarea sin fuerza, un camión de leche frena, un cura sin edad predica sin determinación, una mujer gime y maldice, un jornalero escupe y también maldice; una radiola solitaria entristece, unos pasos doloridos y jóvenes bailan bullerengue, una olla de frijoles negros pita, unos niños descalzos cantan y rezan, un carnicero silencioso silba, una leña seca se quema, un bebé nuevo grita; una hoja de un carbonero cae rota al agua, una canoa se hunde, un disparo retumba. “Hoy debe llegar uno”.
“El río todo lo sabe, al río no se le engaña, el río es voz y secreto, es tumba y milagro”, es todo lo que dice Justiniano desde que apareció –cinco meses atrás– nuevamente por las calles de Puerto Berrío. Un loco más por el calor y por la carne podrida que se disputa con los gallinazos. Eso piensa la gente. No toda, a muchos ni les importa. “El río es una canción y una anciana chismosa, es un viejo enfermo y un niño hecho de sueños”. Desde que llegó, Justiniano mendiga comida en las escalinatas que suben hasta su iglesia de color ladrillo, repara portones desajustados por la herrumbre y ajusta rejas vencidas por el viento y los niños; alimenta cerdos y predica en la plaza central montado sobre el caballo de bronce de Bolívar. “Debajo del río hay historias con nombres propios”. Así son sus días, una sumatoria de pequeñeces que le permitan gastar el tiempo y la vida esperando.
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La tarde ya está colgada de la noche y la espera termina. Justiniano por fin lo ve. Las pequeñas olas del gran río arrastran, además de madera, desechos químicos, canecas y aves agotadas, un cadáver humano. Es un cuerpo delgado de un hombre joven. Está boca abajo y tieso como el tronco espeso de un sauce. Su piel tiene el color violeta del río cuando la mañana se alza. Varios peces lamen sus dedos. Justiniano se acerca con respeto y lo toma hasta llevarlo a la orilla. El hombre es pesado, pero no tanto como el último cuerpo que recogió de una combatiente alta e hinchada. Lo pone boca arriba, le quita las botas negras de caucho y se detiene en el rostro. Sí, es joven y tiene el gesto de alguien que murió intranquilo. Tres orificios de bala decoran el pecho lampiño. Justiniano le cierra la boca suplicante y los ojos vacíos, y de los pies, lo arrastra hasta el cementerio. Ambos van dejando una huella larga sobre la arena gris de la boca del río. Las sombras ya desaparecen en la espesura de la noche.
“El río no esconde hombres sin nombre. El río no espera, no siempre es paciente. Él escupe sus secretos”. Justiniano recuerda a sus padres alejarse para siempre sin decir adiós, “espéranos”. Río ancho, río largo, río sin tiempo. Ya ha lavado y limpiado con desinfectante el cuerpo derrotado que, con mucho esfuerzo, entierra al lado de los otros que ha ido recogiendo desde que regresó nuevamente y se encontró un pueblo sangrando. “Todos los hijos de la guerra son hijos del río, no hay NN, ni desconocidos, solo hermanos”.
Justiniano repite en voz alta: “José María, María Helena, José Andrés, María Antonia, Domingo de Jesús, María Clara, Salvador, Jesús Guillermo, Álvaro José, Carlos José, María Clemencia, María Jesús”. Luego, al joven que murió horas atrás lo bautiza con el nombre de Jesús María. Su nombre queda escrito sobre la tierra mojada de una noche que morirá y de una tierra que se secará.
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Son las cuatro de la tarde y mientras espera, Justiniano repite en voz alta: “José María, María Helena, José Andrés, María Antonia, Domingo de Jesús, María Clara, Salvador, Jesús Guillermo, Álvaro José, Carlos José, María Clemencia, María Jesús”. Él está sentado frente a un río extrañamente perezoso que hoy se mueve pesado y sin prisa. El cielo está cerrado y el calor se acumula debajo de unos nubarrones color ceniza que presagian alguna tormenta también perezosa. No hay barcos ni canoas ni pescadores. Y Justiniano, solo espera frente al río.
“El loquito Justiniano” le dicen en el pueblo. Tiene sesenta y dos años, poco pelo y el poco que tiene, es liso y negro como las hilachas descolgadas de un cedro viejo a la sombra; tiene una sonrisa incompleta y un rostro opaco y entristecido por los muchos años de duelo. ¿Aún recuerda a sus papás? “Sí, cuando se los llevó el río, hace no sé… cincuenta años”. Los vio partir de madrugada en un pequeño barco de pescadores con la promesa de regresar por él, días después. A cargo de Justiniano quedó el joven párroco del pueblo. De Jesús y María – sus padres– nunca se volvió a saber nada. Solo regresaron a él como un par de voces gastadas o como un recuerdo doloroso que atravesaba su cabeza como un delicado disparo.
Justiniano creció oliendo a incienso. En la parroquia empezó a ayudar con los oficios diarios de cada liturgia: planchar el alba y la estola del sacerdote, lavar los baños de la casa cural, sacudir el polvo de las estatuas de la Virgen del Carmen, de la Virgen de Fátima, de Nuestras Señora de Guadalupe y de otros diecisiete beatos más, y recoger limosnas de casa en casa para los gastos semanales de la iglesia (entre ellos, sus tres comidas). Cultivó la fe y la locura mientras escuchaba cinco misas diarias. Se hizo monaguillo de facto y con los años, llegó a reemplazar varias veces en el púlpito al párroco que se le escapaba en las noches a predicar parábolas entre la carne y el aguardiente. Años después, Justiniano desapareció. Algunos dijeron que se había ido detrás de los fantasmas de sus padres; otros, que lo habían reclutado los guerrilleros para arrastrarlo a las montañas y enseñarle otro tipo de lucha fuera de los sermones. Algunos decían que se fue detrás de un amor río arriba. ¿Qué hiciste todos estos años? “Iba de pueblo en pueblo ayudando a las personas a esperar” ¿Esperar qué? “Una noticia, un cuerpo, una hija”.
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La tarde oscurece lento, casi a la misma velocidad de unos ojos que se cierran suaves antes de un sueño profundo. La luna ya revela su gemela sobre la piel lisa de un río que huele a presagio y lluvia. Justiniano sigue sentado en la banca de abeto donde acostumbra a esperar. Siempre lo hace en el mismo sitio para poder ver, como las corrientes arrastran hasta la orilla botellas de vidrio de cerveza y gaseosa, zapatos de cuero envejecidos por el sol y el agua, muñecas de plástico con sus vestidos miniaturas rasgados y sus crespos dorados enredados en colonias de musgo e insectos, animales muertos por la soledad de la edad y todo lo que puede caerle al río desde los pueblos vecinos. Nunca hay nadie, solo él. Es un pequeño meandro que nadie visita porque huele a muerto y a estiércol de mamífero, ave y reptil. “Hoy va a llegar uno, estoy seguro, ¡lo dice la corriente y el silencio de las aves!”
Detrás del río y cerca de las colinas y los valles ganaderos, Justiniano oye el eco contenido de los disparos y de los gritos lejanos. Nuevamente combates. ¿Es el ejército, los paras, los guerrillos? “Al río no le importa”. La rutina del pueblo cambió desde hace unos meses atrás cuando la violencia acampó en sus orillas: un alcaraván gorjea su dolor, un perro callejero se queja, un gato de cementerio maúlla porque no lo dejan dormir, un cerdo chilla antes de morir, una abeja zumba entre un ciruelo y un jazmín de río, una gallina criolla cacarea sin fuerza, un camión de leche frena, un cura sin edad predica sin determinación, una mujer gime y maldice, un jornalero escupe y también maldice; una radiola solitaria entristece, unos pasos doloridos y jóvenes bailan bullerengue, una olla de frijoles negros pita, unos niños descalzos cantan y rezan, un carnicero silencioso silba, una leña seca se quema, un bebé nuevo grita; una hoja de un carbonero cae rota al agua, una canoa se hunde, un disparo retumba. “Hoy debe llegar uno”.
“El río todo lo sabe, al río no se le engaña, el río es voz y secreto, es tumba y milagro”, es todo lo que dice Justiniano desde que apareció –cinco meses atrás– nuevamente por las calles de Puerto Berrío. Un loco más por el calor y por la carne podrida que se disputa con los gallinazos. Eso piensa la gente. No toda, a muchos ni les importa. “El río es una canción y una anciana chismosa, es un viejo enfermo y un niño hecho de sueños”. Desde que llegó, Justiniano mendiga comida en las escalinatas que suben hasta su iglesia de color ladrillo, repara portones desajustados por la herrumbre y ajusta rejas vencidas por el viento y los niños; alimenta cerdos y predica en la plaza central montado sobre el caballo de bronce de Bolívar. “Debajo del río hay historias con nombres propios”. Así son sus días, una sumatoria de pequeñeces que le permitan gastar el tiempo y la vida esperando.
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La tarde ya está colgada de la noche y la espera termina. Justiniano por fin lo ve. Las pequeñas olas del gran río arrastran, además de madera, desechos químicos, canecas y aves agotadas, un cadáver humano. Es un cuerpo delgado de un hombre joven. Está boca abajo y tieso como el tronco espeso de un sauce. Su piel tiene el color violeta del río cuando la mañana se alza. Varios peces lamen sus dedos. Justiniano se acerca con respeto y lo toma hasta llevarlo a la orilla. El hombre es pesado, pero no tanto como el último cuerpo que recogió de una combatiente alta e hinchada. Lo pone boca arriba, le quita las botas negras de caucho y se detiene en el rostro. Sí, es joven y tiene el gesto de alguien que murió intranquilo. Tres orificios de bala decoran el pecho lampiño. Justiniano le cierra la boca suplicante y los ojos vacíos, y de los pies, lo arrastra hasta el cementerio. Ambos van dejando una huella larga sobre la arena gris de la boca del río. Las sombras ya desaparecen en la espesura de la noche.
“El río no esconde hombres sin nombre. El río no espera, no siempre es paciente. Él escupe sus secretos”. Justiniano recuerda a sus padres alejarse para siempre sin decir adiós, “espéranos”. Río ancho, río largo, río sin tiempo. Ya ha lavado y limpiado con desinfectante el cuerpo derrotado que, con mucho esfuerzo, entierra al lado de los otros que ha ido recogiendo desde que regresó nuevamente y se encontró un pueblo sangrando. “Todos los hijos de la guerra son hijos del río, no hay NN, ni desconocidos, solo hermanos”.
Justiniano repite en voz alta: “José María, María Helena, José Andrés, María Antonia, Domingo de Jesús, María Clara, Salvador, Jesús Guillermo, Álvaro José, Carlos José, María Clemencia, María Jesús”. Luego, al joven que murió horas atrás lo bautiza con el nombre de Jesús María. Su nombre queda escrito sobre la tierra mojada de una noche que morirá y de una tierra que se secará.
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