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¿Cuántas cebollas se necesitarán para noquear al ruido? Distingo cada uno de los sonidos que gatean por los orificios de la cocina: se escuchan los baños, las pisadas, las puertas, la música. Me pongo alerta. Agudizo más el oído para entender qué música llega, pero la cebolla me impide pensar en otra cosa distinta a dormir.
Así como yo oigo su música, ¿ellos olerán la cebolla? Los que construyen apartamentos aquí nos odian, se vengan con paredes de hilos que nos interconectan con los de al lado, los de al frente, los de arriba. Somos enjambres humanos. No hay un centímetro de privacidad en este lugar que no le pertenezca a todo el edificio. Se sabe todo de todos, se dice todo de todos. El ruido nos delata.
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¿Escucharán también cómo lastimo a la cebolla contra el rallador? Tengo un Trastorno Obsesivo Compulsivo. Me cae bien, es amigo. La soledad se largó con su llegada. No mascotas, no parejas, no amigos. El Trastorno es más compañía que cualquiera, me mantiene ocupada. Su ritual es extraño, llega con el silencio intermitente, se sube por mi espalda, se sienta en mis hombros y empuja mi cabeza hacia abajo. Susurra: “escucha, escucha, el del 401 saliendo, ¿irá por trago?, ¿volverá con fiesta?, ¿dormiremos esta noche?”
Muevo mi cabeza en busca del rastro del ruido, ambos nos desplazamos, yo con pasos gatunos y él sobre mis hombros. Agudizamos la locura para adivinar dentro del ruido qué otros ruidos futuros habrán. El portazo y adiós. Nos despedimos en silencio del señor del 401 con el deseo de que no vuelva. Una taza, otros zapatos, otro apartamento, ¿llegan o se van?
La lucha contra el sueño de la cebolla continua y el Trastorno se baja de mis hombros, nos sentamos a tomar aromática. Hablamos de lo mucho que las constructoras odian a la clase media colombiana, de cómo dejan esos hilos de paredes, del porqué tenemos que saber cuándo a la del 202 la llama la mamá o la del 203 alista la correa para sacar al perro.
¿Podemos demandar a las constructoras? ¿Podemos abanderar una ley que las obligue a usar los materiales que son para tener paredes de verdad? ¿Podemos hacer que esas millonarias sumas que pagamos por esos minúsculos centímetros de espacio en el aire tengan al menos algo de silencio?
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Y nos vamos a la mierda, al Trastorno y a mí nos gusta ir a ese lugar. Estamos rodeados de carteles y pancartas con pañoletas amarillas en la cabeza y pedimos, en la plaza de Bolívar, que las constructoras dignifiquen el silencio. Llevo al Trastorno sobre mis hombros y ambos movemos con fuerza los brazos con lindos lazos en el pelo. Pero, el sonido del caminador de la señora del 301 nos pone alerta, el ruido siempre le gana a la mierda, a los carteles, a las pañoletas y al olor a cebolla que se disipa despacio mientras la aromática se enfría.
Escuchamos activos los dieciséis pasos de la señora en su caminadora que pasan infinitamente despacio por nuestros odios, los recorren arrastrando los diferentes sonidos que producen. Al Trastorno y a mí no nos molesta, es lo único ruido que no nos molesta que pase en estos metros cuadrados que nos exponen amplificadamente a la vida de los demás. Los contamos como un juego: uno, tres, nueve; y de regreso dieciséis, cinco, uno.
En algún momento, el Trastorno y yo llegamos a pensar que estábamos solos en este mar de sonidos que nos narraban todos los días la cotidianidad de otros. ¿Estaremos enloqueciendo?
Con el tiempo fuimos conociendo a otros Trastornos y a otras personas que nos vinculaban con sus mares de sonidos, desesperados con ese ir y venir de información auditiva compartida por colmenas de edificios de más de 200 apartamentos donde todo cabe menos el silencio.
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Todos metidos en ese cajón de la pirámide de una clase media que no puede acceder al silencio como un derecho, sino como un privilegio que ni a los trastornos ni a nosotros nos tocó vivir. El Trastorno y yo siempre tuvimos claro que subir en esa pirámide de clases para tocar unos segundos de paz implicaba un costo monetario que hoy no teníamos y que expertos aseguraban que tampoco íbamos a tener. Nos toca ahogarnos en el mar del ruido y aguantar, como solo nuestra clase lo sabe hacer, porque al final del día la locura también es un privilegio de los ricos: como el silencio.
Cae la noche y los ruidos aumentan, nos envuelven carcajadas, gritos, canciones, cisternas y tacones. Nos envuelven, pero no nos invitan a ver, solo nos dejan escuchar. El Trastorno y yo decidimos que es tiempo de picar más cebollas, apelamos al olfato para dormir a todos estos apartamentos, también a las gotas y a las pastillas para apagar la mente, alguien tiene que rendirse en esta guerra de sonidos, alguien tiene que sumarle al silencio. Me hundo en la cama y preferiría estar entre el colchón y la base. El Trastorno quiere subirse en mis hombros y presionar mi cabeza hacia abajo, pero la cebolla y su arsenal cumplen la misión. Le digo que no sea cansón, que se arrunche conmigo. Ambos nos metemos y unimos los pies para calentarnos, él dice que sueña con ventanas antiruidos, un apartamento en el último piso, un Penhouse de 300mts de silencio con paredes de ladrillo y materiales fuertes que lo vayan desapareciendo poco a poco, hasta dejar de existir. Yo le digo que no, que mejor una casa en el campo, lejos, rodeada de árboles, los dos juntos, él sobre mis hombros escuchando los pájaros, los truenos, escuchando la vida. Me cayó sé que la tierra en el país está prohibida, que donde no nos asila el ruido llegan otras cosas, como por ejemplo: la violencia.