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Tantas veces se escucha decir que la vida nos presenta círculos, un antes y un después que se juntan en nosotros al azar pasado un tiempo. Cuando se está muy joven no se creen esas casualidades; sin embargo, solo es cuestión de años para comprobar que sí, que dos cabos sueltos se unen un día ante nuestros ojos incrédulos. Los círculos de la vida pueden ser infernales, caóticos o llenos de feliz coincidencia según lo decida el destino.
Por estos días una línea que arrancó a mis cinco años acaba de completarse; viene de mi primer amor: mi padre. Se inició con un ritual de todos los días al oír la llave de la puerta, verlo aparecer con su sonrisa, salir corriendo a su encuentro, tirármele al cuello para llenarlo de besos como él me llenaba a mí y mirar si había traído debajo del brazo el tesoro prometido: el periódico El Espectador, con el que me enseñó a leer tirados en el piso contándome las aventuras, que así le decíamos a la página de las historietas. Hoy, ese círculo se completa cuando escribo para El Espectador, donde aprendí a leer; usando las letras, las emociones y los pensamientos que él me enseñó…, y con la bienvenida al diario de parte de un señor cordial, Fernando, como mi padre, toda una coincidencia feliz.
Lo dijo Vargas Llosa en su discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 2010: aprender a leer “es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Me identifiqué con esa parte. Desde que aprendí a leer nunca jamás lo he dejado de hacer, he disfrutado todos los géneros desde los periódicos, cuentos infantiles, los “paquitos” como les decimos en la costa a las revistas de historietas, los “westerns”, la poesía, el teatro, las novelas… Y de la lectura se ha desprendido mi inclinación por los lápices, los bolígrafos, las libretas y escribir a mano.
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Mi padre me leía y me explicaba las aventuras de Tarzán, el Fantasma, Mandrake el mago y otras que nos dejaban en suspenso hasta el siguiente episodio. Cuando íbamos en el carro sucedía la magia al mirar las letras grandes de los almacenes que juntas por fin cobraban sentido, desde el asiento de atrás le gritaba: “Ahí dice, calzado, flores, joyas…” era toda una exploración epistemológica por la pequeña ciudad. Así, me acostumbré a ensartar una a una las letras, luego las palabras, después las ideas. Años más tarde, en el colegio, la profesora más importante, la del idioma español, me enseñó a utilizar un libro que podría ser aburrido para otros, pero para mí es una fiesta llena de piedras preciosas: el diccionario. Me encanta consultarlo, aprender el significado de las palabras nuevas y sus etimologías, jugar con los sinónimos y elegir aquella voz que desde lejos me alza su manito para que la traiga a mis escritos; yo la tomo y la pongo en el sitio donde más luzca su belleza.
El Espectador los domingos llenaba los muebles de mi casa con su inolvidable olor a tinta. Las tiras de aventuras de los días de semana se transformaban en una revista a todo color que alegraba mis espacios infantiles al lado de mis hermanos, la perrita y las muñecas. Mi padre, una vez terminaba de leérmela, se pasaba para otra revista que yo veía que le gustaba mucho, el Magazín Dominical; después, cuando tuve la edad suficiente para entenderlo, me lo pasó para que yo leyera sus artículos. Por sus páginas entré al mundo de la literatura de una manera ligera, insospechada, descubriendo que, detrás de las letras colgadas en las calles de la ciudad y de las divertidas historias de las caricaturas, las palabras contaban otras cosas como el amor apasionado de los hombres por las mujeres, la soledad de ellas, el abandono de los niños, la destrucción de los mangles tropicales por los humanos…, apareció la poesía, que me cautivó para siempre, y también las realidades dolorosas.
A través de una columna del mismo periódico llamada IM Contesta, escrita por una mujer amable y sensata, Inés de Montaña, fui conociendo un poco el alma femenina, que era por lo general la que consultaba problemas de la casa, de la vida en pareja y de los hijos; me asombraba leer tantas complejidades que apenas podía razonar. Ya en la adolescencia, supe que existía otro mundo, el de la política, cuando mi padre me leía en voz alta las columnas de Lucas Caballero Calderón (Klim), con las que él gozaba por la inteligente mordacidad de su autor. Así, El Espectador, permanecía en la mesita de noche de mi padre junto a libros de literatura que también fui leyendo.
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Por todo esto, el día de 1986 en que asesinaron al director de El Espectador, don Guillermo Cano, sentí, como muchos colombianos un gran dolor. Nunca sobrará el lamento por su asesinato porque necesitamos personas buenas, no perfectas, eso es otra cosa, buenas, como el rostro de don Guillermo con sus editoriales generosos y valientes. Quitarle a la sociedad una persona así es oscurecerle el horizonte que la llevaría al esplendor. Es propiciar la selección negativa de líderes que llegarán al poder con su mediocridad intelectual y emocional a esparcir su baja condición sobre las nuevas generaciones; arrojándonos a una sociedad distópica dada la escalada de personas trastornadas en la política, en los medios de comunicación y en todas las instituciones.
Aun sin reponerse del asesinato de su director, El Espectador recibió en 1989 otro atentado, esta vez contra su edificio, una bomba fue lanzada contra él dejando más de 70 heridos con su planta física destrozada; aun así, se recuperó para seguir siendo uno de los pilares periodísticos de Colombia. El Espectador no solo nos informaba, también nos formaba con los editoriales de don Guillermo, los consejos de Inés de Montaña y la visión política de Klim; labor que con denuedo siguen haciendo las nuevas generaciones.
El periodismo —ya está dicho— enfrenta grandes retos, pero ¿cuál campo humano no enfrenta retos hoy en día?, si el principal sistema económico, político y cultural se está deshaciendo a medida que se calienta la Tierra, como si los rayos solares no solo derritieran los polos, sino también a este equivocado orden humano. Solo nos toca tener la templanza de nuestros mayores e inspirarnos en la conciencia anticipatoria con la que surcaron por los mares más embravecidos. Saber leer como ellos los astros en estos tiempos donde hemos perdido la brújula. Los astros han estado ahí siempre para nosotros, ahora, estemos nosotros para ellos salvando la convivencia entre los humanos… y el buen periodismo cuánto ayuda con ese propósito.
Un círculo feliz de mi vida se completa hoy. Mi padre no me estará viendo desde las estrellas, pero sé que me espera en el mar y yo iré hasta sus orillas para contarle.
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