“En Colombia tenemos que esforzarnos por bajarle al voltaje político”
Ayer comenzó la Feria Internacional del Libro de Bogotá. A propósito de su nueva edición, hablamos con Mauricio García Villegas, autor del texto “El país de las emociones tristes”, sobre la importancia de comprender la condición humana y el principio de que la vida es sagrada.
Andrés Osorio Guillott
En su ensayo La crisis de la educación, Hannah Arendt dice que “la educación marca el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable”.
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En su ensayo La crisis de la educación, Hannah Arendt dice que “la educación marca el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable”.
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Lo clave es entender que en gran parte es por la educación que “decidimos amar al mundo”; pero primero desglosemos la frase. La educación habría que entenderla no solo como ese derecho impartido por instituciones públicas y privadas, sino también por la que se da en casa, por la que también se ve inmiscuida en nuestra cultura, en los medios de comunicación y en todos aquellos ámbitos de la vida donde los individuos de una sociedad pueden crear referentes o centrar su atención para la construcción de sus destinos.
Y es importante entender esa decisión de amar al mundo, no entendida en un sentido necesariamente romántico, sino en la determinación por sentir justamente esa responsabilidad de cuidar y sumar esfuerzos por mantener en su mejor versión el mundo que habitamos. Y hablar de amor como sentimiento o como emoción nos lleva a hablar de El país de las emociones tristes, el libro de Mauricio García Villegas, profesor de la Universidad Nacional y columnista de El Espectador.
Partiendo de la idea de las emociones tristes de Baruch Spinoza, filósofo neerlandés del siglo XVII, el autor manizaleño busca explicar, sin pretender postular una única verdad, por qué Colombia es un país que no ha podido solucionar sus conflictos y ha creado un círculo vicioso que nos termina configurando como una nación tardía, que no ha logrado pasar la página de los siglos pasados. En el libro, García Villegas explica que “este filósofo es el gran promotor de una ética fundada en el goce y la alegría. En eso consiste la vida, dice, en gozar de las pasiones humanas, con la ayuda de la inteligencia, sin caer en las cadenas de la adicción ni en la desdicha de la abstinencia. Spinoza criticó las religiones y las ideologías que promueven el miedo, el odio, la envidia, la venganza, la vergüenza y el remordimiento. Esos sentimientos son malsanos y nos impiden lograr aquello que Epicuro y otros sabios griegos de la antigüedad llamaban ataraxia; es decir, el ideal de una vida tranquila, liberada de la rabia, del miedo a la muerte, del temor a los dioses; una vida, además, simple, gozosa y rodeada de amigos. De allí, de esos sentimientos malsanos, dice Spinoza, vienen las emociones tristes, generalmente promovidas por sacerdotes y tiranos que, con sus sermones y sus guerras, apocan la existencia y marchitan la vida”.
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Más allá de nombres y figuras en la política, ha sido la espiral de la violencia y de la corrupción lo que ha permeado por completo nuestro comportamiento como sociedad. Entre colombianos nos observamos con una desconfianza que es producto de tantas experiencias negativas, satanizamos inmediatamente al que piensa diferente porque la política se encargó de apropiarse de espacios que no le corresponden, porque terminamos politizando la vida en sí misma; y por defender ideologías que bien podrían complementarse para ese objetivo perpetuo de una “patria mejor”, terminamos señalando qué vidas merecen ser vividas y cuáles no, pues son esas emociones tristes del odio, la venganza o el resentimiento las que han impedido nuestra salida de un tiempo cíclico.
Hace pocos días vimos cómo el regreso del público a los estadios se vio empañado por un enfrentamiento entre hinchas de Santa Fe y Nacional por la tercera fecha de la liga colombiana. Una madre llevando a su hija en brazos para salvarla de la riña, un joven con un trauma craneoencefálico producto de los golpes indiscriminados de tres personas y la desazón de no poder vivir un espacio de goce y pasión como lo es el fútbol me hizo reafirmar lo que García Villegas expone en su libro, y es que más que preocuparnos por esas ideas abstractas de Estado, sociedad o patria, lo que debemos pensar es en volver a lo fundamental, en replantear la manera en que convivimos y entender que, antes que los números, las fechas o los elementos de la tabla periódica, hay que recuperar el principio de que la vida es sagrada, y que para encaminar esfuerzos hacia las utopías de un mejor país habría que empezar por reconocer que necesitamos educarnos mejor desde las emociones, dejando de lado los odios heredados, los miedos infundados que derivan en una desconfianza injustificada en el otro, el resentimiento y la indiferencia frente a los males que nos rodean y que terminan convirtiendo las rabias y frustraciones en hechos de intolerancia donde desahogamos los dolores en el prójimo, en aquellos con los cuales compartimos también los males que nos permean.
¿Cómo hacemos para volver a lo fundamental, al principio de que la vida es sagrada y dejar, al menos por un momento, los conflictos ideológicos y las diferencias que nos dividen?
En Colombia tenemos que hacer un esfuerzo por bajarle el voltaje político al debate nacional. Aquí todo se politiza y eso no está bien. Hay cosas que deberían estar por fuera de lo político, como la vida, la protección de los niños, de la gente vulnerable y de los bienes públicos esenciales. En esos temas no debería haber debate; todos los partidos deberían estar de acuerdo. Este debería ser un espacio sagrado, no susceptible de ser apropiado políticamente. Pero en Colombia eso ha sido muy difícil. Como dice Daniel Pécaut, uno de los principales problemas de Colombia es que es muy difícil construir símbolos, o mitos, que cohesionen la sociedad.
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En la tercera parte del libro usted dice que debemos desconfiar de la imagen que tenemos de nuestros enemigos y, en general, de la imagen que tenemos del mal. ¿Puede explicar eso?
La evolución nos dotó de una particular capacidad para sobrestimarnos, para creer que somos más de lo que en realidad somos; lo cual implica, además, subestimar a los otros y sobre todos a nuestros enemigos. Los psicólogos evolutivos se refieren a esta condición como un autoengaño. Deberíamos ser conscientes de que la mala imagen que tenemos de nuestros enemigos, o contradictores, no es una realidad, ni siquiera es la sentencia condenatoria de un juez; es una imagen, seguramente sustentada en hechos, pero muy posiblemente agrandada por nuestra propia emoción de odio.
Usted dice que uno de los efectos más notables del proceso de paz del gobierno Santos con las Farc fue haber despertado la sensibilidad por las víctimas. ¿Cómo se entiende esa noción de las emociones políticas y por qué cree que nos hayamos tardado tanto en despertar esa sensibilidad por las víctimas y hablar de perdón y reconciliación?
Hay muchas cosas que sentimos y no deberíamos sentir y muchas que no sentimos y deberíamos sentir. Hace tres o cuatro décadas, por ejemplo, mucha gente odiaba a los homosexuales y, por otra parte, no sentía ninguna repulsión ante el hecho de que las esposas estuvieran sometidas a sus maridos. Ambos sentimientos han cambiado, por fortuna. Algo de esto pasó con las víctimas. El proceso de paz las hizo visibles, nos enseñó a entender sus tragedias y despertó nuestra sensibilidad por su sufrimiento. Eso nos ha hecho más humanos y eso se lo debemos al proceso de paz. El progreso moral depende, muchas veces, de que veamos y sobre todo sintamos los padecimientos de los demás.
¿Cómo podemos cambiar la relación con el miedo? Usted señala que “la emoción tribal está vinculada con el miedo”, que al “estar asociada con la homeostasis y los impulsos de supervivencia, es casi omnipresente en el reino animal”. En ese sentido, ¿cómo podemos entenderla como algo natural y cómo evitar que sea el miedo una herramienta para manipular y controlar masas?
Sí, con mucha frecuencia el odio, la repulsión, el resentimiento y otras emociones de ese tipo son producidas por el miedo; el miedo a los extraños, a los que no pertenecen a nuestro grupo. Esto ocurre, por ejemplo, entre ricos y pobres en países como Colombia, que tienen una sociedad muy estratificada y desigual. Aquí el pueblo y las élites nunca se juntan como ciudadanos, entre otras cosas porque la educación está regida por un sistema de apartheid que los educa por aparte y les ofrece una calidad educativa diferente. Este es uno de los grandes pecados del país: la falta de un sistema amplio y universal de educación pública. En los próximos meses publicaremos un libro sobre este tema.
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La desconfianza produce actos egoístas y perjudica el bien común. Usted habla de ella como un mal “con una dosis de autoconstrucción muy fuerte”. Si no es un mal estructural, ¿cómo o por qué medio, bien podría ser la educación, se puede pensar en un modelo que promueva comportamientos que fomenten la confianza y eviten los males que se derivan de la desconfianza? ¿Podemos hablar, incluso, de promover la confianza en políticas públicas, como también lo menciona? ¿No es algo que surge naturalmente?
Confiar en los demás, sobre todo en quienes no hacen parte de nuestro círculo familiar o de amigos, es algo que requiere condiciones favorables, como paz, buenas instituciones, cultura ciudadana y, sobre todo, la experiencia repetida de que, al confiar, no seremos traicionados. Cuando se trata de confianza en los gobernantes es igual: la confianza se construye a partir de hechos ciertos, de razones para confiar. En Colombia el grado de desconfianza es muy alto, justamente por falta de esas experiencias positivas. Y el gran problema es que la desconfianza genera un círculo vicioso (tal como la confianza produce un círculo virtuoso): desconfiamos porque los gobiernos son deficientes, por eso no colaboramos, lo cual incrementa el índice de fracaso de los gobernantes y eso, a su turno, refuerza la desconfianza. Hay que salir de ese círculo vicioso creando las condiciones que señalé antes: paz, buenos gobiernos y cultura ciudadana.
Usted heredó de su padre el interés por la ciencia y en particular por la evolución de las especies. De otra parte, heredó de su madre el interés por la moral y en particular por el altruismo. ¿En qué sentido ciencia y moral están conectadas en el estudio del cerebro?
La llamada revolución cognitiva, que empezó hace unos sesenta años gracias a los avances de la genética, la teoría de la evolución y la biología, ha permitido un mejor conocimiento del cerebro y, a partir de allí, del comportamiento humano. Hoy sabemos lo cerca que estamos del reino animal; lo parecidos que somos a los simios y lo vulnerables que somos a los impulsos emocionales destructivos. Eso no significa que estemos encadenados a los instintos, pero sí que estos se imponen sobre nosotros con mucha frecuencia. Al conocer mejor esos impulsos innatos, y la manera como operan en nuestro cerebro, nos conocemos mejor (el gran ideal griego del “conócete a ti mismo”) y ese saber científico es fundamental, no solo para tener individuos más felices sino para tener sociedades mejores, o como dice Peter Singer, para impulsar el progreso moral.
¿Qué función cumple la educación en todo esto?
Spinoza y otros muchos pensadores, antes y después de él, han hablado de la importancia de la educación emocional. La cultura occidental creyó, durante muchos siglos, que lo más característico del ser humano era su racionalidad. Hoy sabemos que eso no es del todo cierto, porque las emociones son más persistentes e indomables de lo que pensábamos. La racionalidad, en cambio, es intermitente, implica esfuerzo, disciplina y no siempre es fiable. Parte esencial de la educación debería consistir en aprender a controlar ese torrente emocional. En la escuela y en el hogar nos deberían enseñar cosas como las falacias cognitivas, los sesgos de la percepción, la importancia del autoengaño, de la sumisión, de los odios, de las pulsiones tribales. Deberíamos saber desde niños que no todo lo que pasa por la mente es lo que parece. Así entenderíamos mejor el mundo en el que vivimos, a los demás y a nosotros mismos.
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Se habla mucho del gran error que implicó eliminar la cátedra de historia en las aulas del país. ¿Qué importancia tiene el estudio de la historia para un país?
Mucha. No solo por aquello de que hay que conocer los errores del pasado para no repetirlos, cosa que en Colombia no hemos sabido hacer bien, sino porque el pasado, como dice Octavio Paz, nunca muere, está vivo en el presente, con la memoria y sus heridas abiertas. No solo hay que enseñar historia, sino que hay que enseñarla distinto. En lugar de memorizar fechas y nombres de próceres, el profesor debería ayudar a comprender los hechos históricos y para eso es indispensable entender los contextos sociales y económicos, pero también las emociones de los protagonistas. Muchos acontecimientos, tragedias o logros en la historia de un país se entienden mejor cuando se miran desde el punto de vista de las emociones que estaban en juego.
¿Por qué cree usted que hemos subestimado la importancia que tiene España en el curso de nuestra historia?
Porque desde la independencia hubo una pugna muy fuerte entre, por un lado, quienes decían que había que olvidar a España, por ser lo más atrasado de Europa y, por el otro, quienes decían que nuestra verdadera identidad era española, con su religiosidad y su modelo de sociedad. Esa disputa, que produjo más de una guerra, implica una falsa dicotomía: no somos españoles, pero tenemos mucho de España y no hay que negar esa parte de nuestra identidad, pero tampoco glorificarla. Lo que tenemos que hacer es entenderla mejor, con lo positivo y lo negativo que tiene, sin politizar el asunto, para ser más conscientes de nuestras limitaciones y posibilidades. Yo lamento lo tarde, así hayan pasado ya varias décadas, que empecé a interesarme por la historia de España.
Mucho se habla también de la moral, y de una moral que aquí está muy determinada por la religión católica. ¿Desde qué campo o cómo podemos entender la moral sin asociarla con un discurso religioso?
Este es uno de los grandes desafíos que tiene Colombia. Toda sociedad necesita una moral básica que permita el respeto y la convivencia pacífica. Durante muchos siglos fue la religión católica la que inculcó y controló la educación moral que el país necesitaba. Pero la sociedad se ha vuelto más pluralista, más compleja y más grande, con lo cual la moral religiosa ha perdido la capacidad que tenía para cohesionar a la sociedad. Por eso necesitamos una moral laica, una moral del respeto, humanista, cívica, incluyente y universal, que no dependa de dioses, paraísos prometidos ni sectas. Para eso es fundamental la educación pública.