Memento Mori (Cuentos de sábado en la tarde)
Dijo que el cementerio era el único lugar en el que podía descansar su cabeza. Allí nadie la juzgaba, ni trataba de adoctrinarla sobre cómo ser una niña buena de la alta sociedad destinada a casarse con un igual. “Prefiero la muerte”, me dijo, con unos ojos cristalinos.
Jimmy Arias
Vistos en retrospectiva, fuimos la colisión de dos clichés. Yo, el adolescente raro, enjuto y taciturno, que prefería pasarse las vacaciones de verano deambulando por el cementerio de su pueblo, y ella, la niña problema de una familia acomodada, y rebelde sin causa, con lances de gótica.
Moira era pálida y delgada, de pelo muy negro y enormes ojos verdes. Si no fuera porque nos veíamos siempre a las 2 PM, cualquiera la hubiera tomado por una aparición más del camposanto. Además, siempre iba de negro. Jeans y chaqueta negra, o jeans negros y suéter gris oscuro. El máximo derroche de color que le vi lucir fue una hebillita verde (verde oscuro) que un día usó para evitar un mechón de cabello que siempre se le posaba, estratégicamente, sobre el ojo izquierdo, dándole un aire de picardía. Me recordaba una de esas muñequitas manga.
Hasta su nombre sonaba a criatura mitológica, a perdición y deseo, a alucine y a puñal de negro terciopelo.
Las nuestras fueron citas planeadas sin planear, es decir, sabíamos que habríamos de acudir al sitio de siempre, a la misma hora, y que, invariablemente, nos veríamos, pero ninguno de los dos se atrevía a disparar un ‘mañana nos vemos’ o un ‘hasta mañana’.
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Pero ahí estábamos, charlando hasta que el reloj marcaba las 6 PM, hora en la cual Abelardo, el velador del cementerio, cerraba la entrada principal del mismo. Y, justamente, Abelardo era el único testigo de nuestros remedos de cita, con su caminar cansino y alguna herramienta al hombro, mirándonos de reojo, comprobando, a lo mejor, que no hubiéramos profanado alguna tumba o nos manoseáramos dentro del mausoleo de la Familia Kirstein-Velasco, nuestro favorito.
Y, la verdad, imposible pensar en un mejor escenario para el encontronazo de nuestras existencias: una mole enorme, de granito gris, que coronaba una efigie de la muerte, encapotada, y blandiendo su guadaña puntiaguda. Debajo, para rematar, la leyenda “Memento mori”: “Recuerda que morirás”. Perfecto. Otro cliché, otro guiño alcahueta y burlón del destino.
A mí, lo que más me gustaba de esa imagen era el fondo de la capucha de la Parca, que nunca se lograba ver por completo, por mucho que me empinara, como si el artesano hubiese querido plasmar la eternidad misma. Y así, alelado en los ojos inexistentes de la calaca, me sorprendió Moira, susurrándome al oído: “impresionante, ¿no?”. Claro, el susto fue mayúsculo y caí de culo en el suelo, de piedrecitas sueltas y tierra polvorienta.
Moira, fiel a su persona, solo sonrió satisfecha, y me tendió una de sus manitas de porcelana, para ayudarme a incorporar, completamente ruborizado por la vergüenza y anonadado por semejante espanto aparición.
—¿Estás bien?
—Sí, no te preocupes—, le respondí, carraspeando y limpiándome la tierra del pantalón.
Aquella primera vez hablamos de lo lógico: ¿por qué diablos un par de adolescentes estaba en un panteón a media tarde, como si se tratara de un parque cualquiera? ¿No les molestaban los ocasionales mosquitos, o la soledad o el silencio aplastante o incluso una que otra vaharada apestosa de carne en descomposición? ¿Por qué no, más bien, se iban al cine? Y admito que acaricié la idea alguna vez, pero la deseché de inmediato ante el temor de que rompiera algo de la frágil estructura de lo que fueran nuestros esporádicos encuentros.
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Dijo que el cementerio era el único lugar en el que podía descansar su cabeza. Allí nadie la juzgaba, ni trataba de adoctrinarla sobre cómo ser una niña buena de la alta sociedad destinada a casarse con un igual, preferiblemente terrateniente o político, o una nauseabunda mezcla de los dos. “Prefiero la muerte”, me dijo, con unos ojos cristalinos.
Entre tanto, yo huía del mal humor de mi madre, cabeza de familia, con tres polluelos por alimentar y sin trabajo fijo. Era el panteón o el manicomio. Tristemente literal en cualquiera de nuestros casos.
A Moira, además del cine de horror y de la música de Bauhaus o Joy Division (que en aquel entonces yo no tenía idea de quienes eran o como sonaban), le fascinaba correr en ropa interior, bajo la lluvia; la Coca Cola, tan fresca y fría, que la hiciera lagrimear, y ponerse siempre los mismos Adidas negros. Según me confesó, su terapia permanente era horadar, con el dedo gordo de su pie derecho, un agujerito que se había constituido en su único calmante contra la ansiedad. “Mejor que el Xanax”, aseguró. No obstante, también solía robarse los ansiolíticos y las pastillas para dormir de su mamá para vendérselos a sus amigas de la escuela.
Mi extremo máximo había sido robarme un par de gallinas en un pueblo cercano, para ayudarle en algo a mi mamá. ¿Así o más patéticos? ¿Así o más diferentes?
Solo una vez nos tocamos. Y aún hoy, 20 años después, siento en la piel el yerto hormigueo que me causaron sus deditos en torno a mi antebrazo. La piel se me erizó, un rayo de hielo me atravesó el pecho, y hasta di un respingo, pobre idiota, y ella, de inmediato, me soltó.
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Ya no sé si sucedió durante mis vacaciones escolares del 86 o del 87 o del 89. Igual, ya no importa. Lo único que cuenta es que tuve la fortuna de que Moira me dejara una huella mucho más allá de los terrenos de la memoria. No temo exagerar. Moira estaba hecha del mismo material de los sueños, como dicen. Hecha de las mismas gazas engañosas de la nostalgia y el delirio.
Después de cada encuentro, siempre volvía a mi realidad tercermundista con la firme convicción de que había sido el último. Para qué hacerse ilusiones. Y, en efecto, una tarde cualquiera, Moira desapareció para siempre. Esperé y esperé, aguanté y aguanté, hasta las 6:10 PM. Hasta que Abelardo me devolvió, de un solo puntapié, al reino de lo tangible.
—Oiga joven, ya el cementerio cerró, necesito que se vaya.
—Sí, claro, disculpe una pregunta. No ha visto hoy a la niña con la que siempre charlamos aquí…
—¿Cuál niña? Usted siempre está aquí hablando solo, y pues yo no lo molesto porque me da pesar, ¿sí me entiende?
Y no me queda de otra que sentarme en uno de los escalones del mausoleo de los Kirstein-Velasco. Sorpresa, miedo, terror… tristeza. Todas, y tal vez ninguna, porque, de inmediato, Abelardo se transforma en una burbuja, de carne carcajeante, vestida de overol azul mugriento.
—Tranquilo, no se ponga pálido, respire. Ja, ja, ja. La niña Moira se fue del país con su familia, dicen que al papá lo iban a secuestrar. Ya sabe, la historia de siempre.
Si la sangre ya hubiera renovado su cauce por mi cuerpo púber habría molido a golpes al maldito sepulturero. Pero el mazazo en el corazón aún me mantenía petrificado, como otra efigie de granito a los pies de la muerte encapuchada.
—La cara que puso joven. Ja, ja, ja. Vea, tómesela suave, que eso igual no iba para ningún lado. Ya sabe, la gente rica es mejor de lejitos. Uno no debe mirar tan alto. Ja, ja, ja. Haga como yo, que me conformé con la tierra, y lo que debajo se esconde.
Y quizá tenía razón el imbécil de Abelardo. Pero hay cuchilladas que bien vale la pena acariciar. Quimeras a las cuales vale la pena seguir adorando, aunque el tiempo y la razón opinen lo contrario.
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Vistos en retrospectiva, fuimos la colisión de dos clichés. Yo, el adolescente raro, enjuto y taciturno, que prefería pasarse las vacaciones de verano deambulando por el cementerio de su pueblo, y ella, la niña problema de una familia acomodada, y rebelde sin causa, con lances de gótica.
Moira era pálida y delgada, de pelo muy negro y enormes ojos verdes. Si no fuera porque nos veíamos siempre a las 2 PM, cualquiera la hubiera tomado por una aparición más del camposanto. Además, siempre iba de negro. Jeans y chaqueta negra, o jeans negros y suéter gris oscuro. El máximo derroche de color que le vi lucir fue una hebillita verde (verde oscuro) que un día usó para evitar un mechón de cabello que siempre se le posaba, estratégicamente, sobre el ojo izquierdo, dándole un aire de picardía. Me recordaba una de esas muñequitas manga.
Hasta su nombre sonaba a criatura mitológica, a perdición y deseo, a alucine y a puñal de negro terciopelo.
Las nuestras fueron citas planeadas sin planear, es decir, sabíamos que habríamos de acudir al sitio de siempre, a la misma hora, y que, invariablemente, nos veríamos, pero ninguno de los dos se atrevía a disparar un ‘mañana nos vemos’ o un ‘hasta mañana’.
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Pero ahí estábamos, charlando hasta que el reloj marcaba las 6 PM, hora en la cual Abelardo, el velador del cementerio, cerraba la entrada principal del mismo. Y, justamente, Abelardo era el único testigo de nuestros remedos de cita, con su caminar cansino y alguna herramienta al hombro, mirándonos de reojo, comprobando, a lo mejor, que no hubiéramos profanado alguna tumba o nos manoseáramos dentro del mausoleo de la Familia Kirstein-Velasco, nuestro favorito.
Y, la verdad, imposible pensar en un mejor escenario para el encontronazo de nuestras existencias: una mole enorme, de granito gris, que coronaba una efigie de la muerte, encapotada, y blandiendo su guadaña puntiaguda. Debajo, para rematar, la leyenda “Memento mori”: “Recuerda que morirás”. Perfecto. Otro cliché, otro guiño alcahueta y burlón del destino.
A mí, lo que más me gustaba de esa imagen era el fondo de la capucha de la Parca, que nunca se lograba ver por completo, por mucho que me empinara, como si el artesano hubiese querido plasmar la eternidad misma. Y así, alelado en los ojos inexistentes de la calaca, me sorprendió Moira, susurrándome al oído: “impresionante, ¿no?”. Claro, el susto fue mayúsculo y caí de culo en el suelo, de piedrecitas sueltas y tierra polvorienta.
Moira, fiel a su persona, solo sonrió satisfecha, y me tendió una de sus manitas de porcelana, para ayudarme a incorporar, completamente ruborizado por la vergüenza y anonadado por semejante espanto aparición.
—¿Estás bien?
—Sí, no te preocupes—, le respondí, carraspeando y limpiándome la tierra del pantalón.
Aquella primera vez hablamos de lo lógico: ¿por qué diablos un par de adolescentes estaba en un panteón a media tarde, como si se tratara de un parque cualquiera? ¿No les molestaban los ocasionales mosquitos, o la soledad o el silencio aplastante o incluso una que otra vaharada apestosa de carne en descomposición? ¿Por qué no, más bien, se iban al cine? Y admito que acaricié la idea alguna vez, pero la deseché de inmediato ante el temor de que rompiera algo de la frágil estructura de lo que fueran nuestros esporádicos encuentros.
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Dijo que el cementerio era el único lugar en el que podía descansar su cabeza. Allí nadie la juzgaba, ni trataba de adoctrinarla sobre cómo ser una niña buena de la alta sociedad destinada a casarse con un igual, preferiblemente terrateniente o político, o una nauseabunda mezcla de los dos. “Prefiero la muerte”, me dijo, con unos ojos cristalinos.
Entre tanto, yo huía del mal humor de mi madre, cabeza de familia, con tres polluelos por alimentar y sin trabajo fijo. Era el panteón o el manicomio. Tristemente literal en cualquiera de nuestros casos.
A Moira, además del cine de horror y de la música de Bauhaus o Joy Division (que en aquel entonces yo no tenía idea de quienes eran o como sonaban), le fascinaba correr en ropa interior, bajo la lluvia; la Coca Cola, tan fresca y fría, que la hiciera lagrimear, y ponerse siempre los mismos Adidas negros. Según me confesó, su terapia permanente era horadar, con el dedo gordo de su pie derecho, un agujerito que se había constituido en su único calmante contra la ansiedad. “Mejor que el Xanax”, aseguró. No obstante, también solía robarse los ansiolíticos y las pastillas para dormir de su mamá para vendérselos a sus amigas de la escuela.
Mi extremo máximo había sido robarme un par de gallinas en un pueblo cercano, para ayudarle en algo a mi mamá. ¿Así o más patéticos? ¿Así o más diferentes?
Solo una vez nos tocamos. Y aún hoy, 20 años después, siento en la piel el yerto hormigueo que me causaron sus deditos en torno a mi antebrazo. La piel se me erizó, un rayo de hielo me atravesó el pecho, y hasta di un respingo, pobre idiota, y ella, de inmediato, me soltó.
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Ya no sé si sucedió durante mis vacaciones escolares del 86 o del 87 o del 89. Igual, ya no importa. Lo único que cuenta es que tuve la fortuna de que Moira me dejara una huella mucho más allá de los terrenos de la memoria. No temo exagerar. Moira estaba hecha del mismo material de los sueños, como dicen. Hecha de las mismas gazas engañosas de la nostalgia y el delirio.
Después de cada encuentro, siempre volvía a mi realidad tercermundista con la firme convicción de que había sido el último. Para qué hacerse ilusiones. Y, en efecto, una tarde cualquiera, Moira desapareció para siempre. Esperé y esperé, aguanté y aguanté, hasta las 6:10 PM. Hasta que Abelardo me devolvió, de un solo puntapié, al reino de lo tangible.
—Oiga joven, ya el cementerio cerró, necesito que se vaya.
—Sí, claro, disculpe una pregunta. No ha visto hoy a la niña con la que siempre charlamos aquí…
—¿Cuál niña? Usted siempre está aquí hablando solo, y pues yo no lo molesto porque me da pesar, ¿sí me entiende?
Y no me queda de otra que sentarme en uno de los escalones del mausoleo de los Kirstein-Velasco. Sorpresa, miedo, terror… tristeza. Todas, y tal vez ninguna, porque, de inmediato, Abelardo se transforma en una burbuja, de carne carcajeante, vestida de overol azul mugriento.
—Tranquilo, no se ponga pálido, respire. Ja, ja, ja. La niña Moira se fue del país con su familia, dicen que al papá lo iban a secuestrar. Ya sabe, la historia de siempre.
Si la sangre ya hubiera renovado su cauce por mi cuerpo púber habría molido a golpes al maldito sepulturero. Pero el mazazo en el corazón aún me mantenía petrificado, como otra efigie de granito a los pies de la muerte encapuchada.
—La cara que puso joven. Ja, ja, ja. Vea, tómesela suave, que eso igual no iba para ningún lado. Ya sabe, la gente rica es mejor de lejitos. Uno no debe mirar tan alto. Ja, ja, ja. Haga como yo, que me conformé con la tierra, y lo que debajo se esconde.
Y quizá tenía razón el imbécil de Abelardo. Pero hay cuchilladas que bien vale la pena acariciar. Quimeras a las cuales vale la pena seguir adorando, aunque el tiempo y la razón opinen lo contrario.
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