Mi flotador se llama “Poesía”
En el Día Mundial de la Poesía, un texto en primera persona sobre lo que significa este arte en la vida.
Andrés Osorio Guillott
Citó hace poco Alejandro Gaviria a William Shakespeare con un verso que dice: “Cuando el cielo está tan cargado solo se aclara con una tormenta”. Un verso que me hizo pensar en el mar una vez más como una metáfora de la vida. Y en días de tormentas, en los que la marea sube y la sensación de ahogo es inevitable, he encontrado el único flotador que tengo, que lo cargo debajo de la silla en los aviones, que lo cargo en la maleta y que va conmigo a todos lados, que está siempre en un costado de mi mesa de noche. Ese flotador es la poesía.
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Citó hace poco Alejandro Gaviria a William Shakespeare con un verso que dice: “Cuando el cielo está tan cargado solo se aclara con una tormenta”. Un verso que me hizo pensar en el mar una vez más como una metáfora de la vida. Y en días de tormentas, en los que la marea sube y la sensación de ahogo es inevitable, he encontrado el único flotador que tengo, que lo cargo debajo de la silla en los aviones, que lo cargo en la maleta y que va conmigo a todos lados, que está siempre en un costado de mi mesa de noche. Ese flotador es la poesía.
Con el paso de los años he ido entendiendo que la poesía tiene su magia porque sabe volver en momentos precisos, porque siempre hay un verso que revela una parte de la vida, que saca epifanías de lugares muy ocultos que no habríamos podido ver sin esa entonación y ese golpe final. Y ha resultado esclarecedor entender que incluso estuvo desde antes y no la había visto. En once, en mi colegio, el Hermano Miguel de La Salle, la profesora de español, Estela, sacó una de las notas del bimestre pidiendo que nos aprendiéramos de memoria el poema Ítaca, de Konstantino Kavafis. Entre más memorizáramos, más nota obteníamos. Y al día de hoy, después de haberlo olvidado por tanto tiempo, puedo asegurar que es casi que una bandera en mi vida. “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo”. A las utopías, esas que Fernando Birri dijo que servían para caminar, las llamo Ítacas, porque pido que justamente se extiendan, que cuando llegue a ellas haya comprendido que lo valioso de ellas fue haberlas perseguido, fue haber aprendido en el camino, que haber tocado puerto era solo el pretexto para entender el valor del tiempo.
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Me salvó la poesía hace unos días. Una señora escribe en papeles poemas de todo tipo y pide a cambio cualquier retribución económica para una fundación. Puede que esa señora escriba esos poemas sin sentirlos, puede la gente incluso pensar que no merece un pago recibir la escritura de algunos versos, pero eso no es lo que importa. Pudo haber estado ella en cualquier otro punto, entregarle ese papel a otra persona. Pude yo haber estado en otro lado. Pero me tocó a mí. “No te rindas”, el poema de Mario Benedetti. Ese fue el que me tocó. Y el mensaje caló en un momento muy preciso, en el que había caído otra vez, pero llegó nuevamente ese halo mágico de la poesía con un mensaje muy certero y concreto.
También me salvó en 2021 cuando encontré en un ensayo de William Ospina un verso de Emily Dickinson que dice: “Después de un gran dolor, un solemne sentido nos llega”. Y me ayudó a ver de otra forma la temprana muerte de mi madre. Ese gran dolor, tan imposible de equiparar, al día de hoy creo que me otorgó el sentido de dedicarme a este oficio, a escribir, a porque desde esa noche de abril de 2005 no he dejado de preguntarme por la muerte, el sufrimiento, el duelo, la culpa y la ausencia de un ser amado.
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Una tarde de 2019, días después de haber publicado en formato digital un libro con mis primeros poemas -de los que ahora no sé qué tan orgulloso me siento-, mi editor en este diario, Fernando Araújo Vélez, me preguntó que qué se siente escribir poesía, que cuál fue el proceso para hacerlo. Aún hoy me avergüenzo de no haber sabido bien qué responder. Hoy, cuatro años después, creo que tampoco me sentiría satisfecho con mi respuesta, pues la poesía va mutando con nosotros, y aunque hay poemas que se quedan en las habitaciones de la memoria y en los rincones del corazón, esas olas que alguna vez nos movieron y nos sacaron del ahogo, ese flotador que nos mantuvo en la superficie, van cambiando de tamaño y de color, y cambian por nuestras circunstancias, porque somos nosotros y nuestras circunstancias, para parafrasear a José Ortega y Gasset.
Se acumulan las nostalgias, las culpas, los sueños, las alegrías, las tristezas. La acumulación de tantas decisiones y lo que ellas implicaron nos llevan a otras latitudes, a otros poemas, a una poesía que no necesariamente está en verso, pues puede estarlo en prosa. Incluso hay un punto de no retorno con la poesía, y es el de buscar en todo aquello que leemos, en todo aquello que vemos, pues no es esto algo propio de la literatura, sino que puede serlo también del cine, la pintura o la música, el toque poético, esa estética que se parece al aleteo de la mariposa o al toque de la varita con punta de estrella de un hada mágica.
Jaime Jaramillo Escobar decía que el poema y la oración son plegarias. Hago eco de su afirmación porque yo, que años atrás fui católico, que dejé de encomendarme a Dios, pasé a fijarme en la poesía, y la declamación y lectura de la misma tienen un efecto similar, por no decir que igual. Hay una sensación de amparo, de belleza que me gobierna y me recuerda la importancia del asombro por el mundo, por la vida que todos los días está sujeta a los azares y a las decisiones que tomamos.
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Leer poesía me hizo sentir menos huérfano. Escribirla, bien o mal, a tumbos, con repeticiones, lugares comunes o intentos fallidos, me ha aliviado. El mejor de los remedios es la poesía. Hice bien todas esas ocasiones en las que me dejé llevar por las pasiones altas y bajas, por esas veces que tomé el esfero o el computador y empecé a destilar aquello que me estaba atorando y desbordando para pasarlo al papel, o a la página en blanco. Hice bien en seguir creyendo que podía escribir poesía en prosa, para luego pasarla en verso. Hice bien en abrir esa puerta para nunca más cerrarla, pues desde entonces ese nuevo mundo me ha otorgado de sorpresas, de personas que me dijeron que la amistad es una de las formas más bellas de la poesía.
Aliento a todos a que lean, a que escriban poesía. Lo hago porque creo firmemente que en su momento podrá salvarlos o aliviarlos como lo hizo conmigo. No hablo de autores, de formas para hacerlo. Apelo a la importancia del libre albedrío, de la curiosidad y el ocio para que cada quien descubra la voz y los poetas que le otorgarán sentido a su vida. Invito a que se desacralizar la poesía, pues aunque su carácter bello la eleva en muchas ocasiones a paroxismos inolvidables, comprendo que, y así como me pasó años atrás, que verla como lo inalcanzable, como lo privilegiado para mentes “superiores”, como lo exclusivo para altos círculos del arte y la cultura, nos aleja de sus efectos, nos hace temerle, incluso nos hace sentir tedio. Y no. Quiero creer que la poesía puede superar sus alcances y vencer sus prejuicios. Podemos vivir sin poesía, por supuesto, pero hacerlo sin ella es privarnos de la posibilidad de asombrarnos -para bien y para mal- de la vasta complejidad de la naturaleza humana.
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