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Soy una mujer de setenta y dos años que ha vivido épocas magníficas que, al declinar de la edad, me llevan a sentir cierta incomodidad por aquello que pude hacer de haber tenido más disciplina, pero el balance en este instante es gratificante. Soy impaciente, acuciosa en los deberes, me gusta la precisión, el cumplimiento, el orden, la planeación; disfruto teniendo certezas; la incertidumbre me produce ansiedad. Me gusta caminar, leer, viajar, el cine. Disfruto muchísimo al preparar y degustar la comida. Me siento plena en mi casa, con mi familia y con mis amigos de la vida: ellos son un elemento de satisfacción de mi existencia.
Orígenes
Emilio Correa, mi abuelo paterno, todo un referente en mi vida, fue un campesino que cultivaba la tierra, atendía su trapiche y tenía animales. Un hombre generoso, altruista, humanitario, con sentido de justicia social. Fue personero municipal y miembro del concejo municipal. Impulsó la construcción de un acueducto para lo cual donó parte de sus tierras. También participó en la construcción de una planta eléctrica en el río Nechí, para dotar de energía a todo el municipio. Advirtió a sus hijos que la naturaleza (árboles y nacimientos de agua) había que conservarla so pena de padecer sequías. Rosalía Patiño, mi abuela, murió muy joven después de haber tenido varios hijos, entonces mi abuelo se volvió a casar. Joaquín Emilio Correa, mi papá, nació en 1909, murió a sus ochenta y un años, no tuvo estudios más allá de la primaria, fue muy inquieto y responsable en lo laboral, llegó a ser inspector de rentas de su pueblo, aunque muy preocupado por los niveles de corrupción que evidenció: estuvo tocado por el tema de justicia social y por la indignación del contrabando. Luego migró a la Costa Atlántica en busca de nuevos horizontes, vivió en Barranquilla y en Chimá, Córdoba, donde incursionó en la cría de ganado.
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Luis Sánchez y Ana Teresa Herrera, mis abuelos maternos fueron campesinos del norte de Antioquia y con pocos estudios. Tuvieron muchos hijos de los que sobrevivieron cuatro. Rosa Pastora Sánchez, mi madre, a quien le decían Pastorita, nació en 1919, fue una mujer muy inteligente, con sensibilidad por lo estético, profunda, lectora impresionante, escritora porque tenía facilidad caligráfica y la capacidad de relatar historias y cuentos. Le encantaba la cocina y cosía para ayudarle a mi padre a llevar la responsabilidad familiar: diseñó moda, aunque esa no era la categoría establecida para ese momento.
Mis papás se radicaron en Medellín, donde permanecieron hasta la muerte de ambos.
Infancia
Somos seis hermanos. Nací en el campo, en medio cultivos y de bestias, como les llamaban, en Chimá, Córdoba. Siendo muy niña nos fuimos a vivir a Barranquilla donde nació una de mis hermanas. Con el tiempo llegamos a Medellín.
Mi mamá cuidaba de su piel y pelo con productos naturales, pues ella, desde niña, aprendió a recolectar helechos y pencas que mezclaba, lo que hacen los fijadores actuales. Nos enseñó a improvisar hornos en fogones de leña, poniendo leños sobre la tapa de las ollas para preparar postres y otras recetas mientras regulaba la temperatura. Usaba ollas de aluminio que se percudían, pero que brillaba como si fueran de plata.
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Pese a la falta de recursos, la casa siempre permaneció ordenada e impecable. Nuestros padres cuidaron de nosotros, de nuestra nutrición y de nuestra educación con gran esfuerzo e ilusión. Crecí en una casa con jardín, con comida deliciosa, con música que mi mamá sintonizaba en la radio y nos explicaba qué había inspirado la letra, por ejemplo, en un poema de Amado Nervo que copiaba con su letra. Vestí la ropa que mi madre confeccionaba de retazos con los que lograba prendas de mucho gusto y originalidad.
A mi papá le gustaba, siguiendo las ideas socialistas del abuelo, sintonizar en onda corta los discursos de Fidel Castro que transmitía Radio Habana Cuba. Nos decía: “Tomen conciencia de lo que está sucediendo, el mundo va a cambiar y la revolución va a triunfar”. Mi papá fue profundamente religioso, rezandero, de rosario diario, al ver los cinturones de pobreza en la ciudad comenzó a tener conciencia por lo social, aunque con los años se desilusionó. Le gustaba contarnos cuentos antes de dormir, recitaba poesía, y fue siempre muy afectuoso.
Academia
Estudié con las monjas Terciarias Capuchinas, lo que para mí significó una experiencia maravillosa por ser ellas de vanguardia, con gran visión. Contamos en el colegio con excelentes profesores, actualizados, bien formados. Tuvimos profesora de inglés, un médico que nos enseñaba biología y nos daba clases de orientación sexual. Como me gustaba el diseño de modas y la actuación, las monjas me exoneraron de algunas clases y me autorizaron a usar sus máquinas de coser para confeccionar vestuario con los telones de la capilla.
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Mostré una línea clara vocacional cuando, uno de los regalos más especiales y el único que recuerdo de los que recibí en mi Primera Comunión, fueron las cajas enormes de colores Prismacolor y Sinfonía, que se desplegaban. Tengo una anécdota de cuando alguna vez unos ingenieros visitaron las tierras de mis papás en Córdoba para hacer mediciones, les explicaron algo sobre un plano que reproduje a escala en líneas sobre el suelo, lo que mi papá celebró con orgullo y me lo contó años después.
Entonces, estudié para ser dibujante de arquitectura e ingeniería, campo en el que me desempeñé por varios años. Ya casada con dos hijos y embarazada, entré a estudiar diseño gráfico en la Tadeo, pues los computadores reemplazaron a los delineantes, y no quedaba espacio creativo
Trayectoria
Al haber cursado mi carrera con excelentes notas, Ana de Jacobini, decana de la Facultad, me invitó a vincularme como docente, lo que ocurrió inmediatamente terminé mi pregrado. Este fue un encuentro maravilloso con mi vocación de vida que no tenía considerado, fue también una oportunidad de aprendizaje por parte de los estudiantes, de los compañeros de trabajo: de mis alumnos aprendí a ver la mirada sin prejuicios en muchos aspectos, me dieron ejemplo de generosidad para ver el mundo de manera más amplia.
La plenitud de la vida laboral lo copó todo, como mi familia. Afronté momentos críticos, de rigor. Surtí, con el equipo, procesos de alta exigencia para sacar adelante la acreditación de alta calidad de las carreras a mi cargo: diseñar asignaturas, el plan de estudios completo, cumplir los requisitos, entroncar lo académico con lo administrativo. La satisfacción es muy grande, pero en su momento fue todo un reto. Viví momentos muy oscuros, dado que perdí estudiantes y colegas quienes perdieron o se quitaron la vida, algo muy difícil de superar.
Tomé la decisión de retirarme en el 2020, pero la pandemia hizo que lo pospusiera. Una vez pensionada hice el viaje de los sueños con mi esposo y una porción con nuestro hijo menor. Ahora empiezo a adaptarme a este nuevo estilo de vida, convencida de que lo que quiero es dedicarme a disfrutar de mi esposo, mis nietos y de un estado tranquilo y sosegado.
Familia
Sergio Hugo Amaya, mi esposo, es ingeniero civil de familia antioqueña, con estudios de posgrado en Francia, donde vivió mayo del 68. Fue catedrático, nos conocimos trabajando juntos en una dependencia del Ministerio de Educación en donde se diseñaban y construían escuelas, aun en las veredas más apartadas de los centros urbanos.
Tenemos tres hijos: Juan Esteban, politólogo con maestría en planeamiento urbano y regional, trabajó en desminado humanitario y actualmente está vinculado a la Procuraduría General de la Nación en gestión de riesgos. Estefanía es psicóloga, vive en Europa hace trece años, fue mamá muy joven haciéndonos abuelos, ahora son dos: Mateo y Simón. A Malena, hija de nuestro yerno, la amamos como nieta. Sergio Andrés, el hijo menor, adelantó su carrera en Francia con práctica en Estados Unidos y Alemania, donde se desempeña en computación de inteligencia artificial para el sector automotor.
Epitafio
Mi epitafio podría ser “Por fin bajé de peso”, aunque no he tenido problemas de sobrepeso, entonces es chiste. Otro, que tal vez leí: “Aquí yace Pastora, quien no hizo todo lo que quiso y no quiso todo lo que hizo”. Con el reto que me planteaste llegué a: “Hace rato que no te veía”. Un poco cruel.
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