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No lo podrá usted creer (Cuentos de sábado en la tarde)

A Rudi Kling, quien me contó esta historia con una gracia que nadie encontrará aquí.

Beatriz Dávila Reyes
30 de octubre de 2021 - 07:30 p. m.
El sobretodo ruega encarecidamente a su portador que le permita morir en batalla, fungiendo de héroe épico.
El sobretodo ruega encarecidamente a su portador que le permita morir en batalla, fungiendo de héroe épico.
Foto: Cortes
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No podrá creer, respetado lector, los extremos a los que es capaz de llegar un sobretodo o un gabán para evitar caer en el desuso. Se lo digo a modo de testimonio y con conocimiento de causa: esta prenda de vestir hará lo que sea para no ser vendida, abandonada, desechada, tirada a la basura u obsequiada a un tercero. Un sobretodo digno de respeto pedirá, asimismo, de manera amable, pero firme, que no se confunda sobretodo con sobre todo; pues, aunque disfrute de su labor de proteger el cuerpo de su portador con la fidelidad de una segunda piel, solicita encarecidamente no confundir lo uno con lo otro, y no querrá que se le atribuya una labor tan contundente y comprometedora como lo es ser aquello que se destaca sobre todas las cosas y no sobre todas las ropas.

El sobretodo no quieren nada más (y nada menos) que prestar su servicio de gabán ligero, aquello para lo cual vino al mundo, enviado por el dios de los abrigos, y protegerlo a usted con enorme humildad pero con muchísima altura contra los vientos de otoño y las primeras lluvias de primavera.

Por otra parte, querrá aclarar que un abrigo no es siempre lo mismo que un sobretodo, si bien este entra indefectiblemente en la categoría de los abrigos, habiendo entre ambos términos una diferencia ontológica, y ya no una simplemente lingüística y lógica que involucra gradaciones, materiales y minucias climáticas, en la cual no nos adentraremos para no complicar las cosas.

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El sobretodo ruega encarecidamente a su portador que le permita morir en batalla, fungiendo de héroe épico, y por nada del mundo someterlo a un retiro antes de tiempo: su naturaleza, apasionada en esencia, se aleja de aquella del funcionario o ejecutivo común que presta indiferente un servicio, con la eterna esperanza de una jubilación para dedicarse algún día lejano a la jardinería o a aprender a tocar el piano.

No intente usted, por lo que más quiera, darle al sobretodo un descanso prematuro; este encuentra su razón de existir en el ejercicio del deber. Por favor, haga usted lo posible para no dejarse llevar por el deseo apremiante de reemplazarlo por un nuevo modelo, de aquellos que generan una suerte de encaprichamiento obsesivo debido a su elegancia y estilo, y que llaman insistentes como canto de sirena desde las vitrinas de las tiendas de lujo.

Su sobretodo viejo (es necesario advertirlo de antemano) lo perseguirá hasta encontrarlo y estará usted en la penosa obligación de devolver el flamante artículo recién comprado. De manera que, haga lo que haga, se verá argumentando, apreciado lector, ante una vendedora sumamente maquillada y escéptica, aquello que usted sospechaba desde siempre y de lo que ya no le cabe la menor duda: que el anterior abrigo se resiste a ser cambiado hasta no agonizar entre jirones de tela raída, manchas de vino tinto y rosetones café.

Probablemente –explicará usted, visiblemente conmovido por el grandísimo virtuosismo de su fiel compañero de aventuras–, esto ocurrirá solo después de un diluvio torrencial y tan amenazante como para hacerlo desfallecer en la digna plenitud de su oficio.

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Pero esas cosas solamente se saben con la experiencia, pues aunque usted se resista todos los cantos de sirena de las vitrinas, antes o después su mujer le dirá, con una muy típica contractura de los labios y elevación de la ceja izquierda, que es hora de cambiar la gabardina/ gabán/ sobretodo/ abrigo, porque da vergüenza, “te ves demacrado, no podemos caer tan bajo, pensarán que estamos en la ruina”. Y aunque usted proponga coser unos parches a las mangas y así no habría que comprar nada, ella le dirá que cómo un abogado/ ingeniero/ médico respetable puede andar vestido así. Y usted le responderá que no le importa el qué dirán, si al fin y al cabo el sobretodo se me acomoda bien. Y ella: un horror, lo cambiaremos y fin de la discusión.

Pero el sobretodo se resistirá a ser donado a quien el bienintencionado burgués considera comúnmente como un ser-receptáculo de cualquier clase de alimentos caducados, comidas sobrantes o de mala preparación, así como de objetos indeseados, viejos, pasados de moda o simplemente feos.

Probablemente habrá usted deducido, amable lector, que se trata del clochard, ciudadano o ciudadana en los márgenes de la sociedad y que afea las vistas siempre agradables del burgués. Motivo por el cual este último hará lo posible por pretender que no existe, con la nariz en alto para campear hedores y acelerando el paso, como si tuviera prisa por llegar a algún lado a hacer algo de importancia crucial.

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Pero cuando no tiene más remedio que encontrarse con aquella realidad paralela donde predominan el hambre, el frío, el mal olor, la suciedad, y que genera una profunda incomodidad en su vida dichosa y pulcra, la actitud de indiferencia se torna en una sincera lástima y en un deseo irrefrenable de ser caritativo. Ante lo cual el siempre bienintencionado burgués, que también tiene su corazoncito, hurga dentro de sus bolsillos hasta dar con una moneda o dos, tras lo cual queda sumamente satisfecho de sí mismo y exento de cualquier perturbación del sueño.

Pero hemos de volver al sobretodo. Para cualquier hispanohablante o angloparlante modoso (sin dominio alguno del francés, pero con la osadía para citarlo con un acento afectado y así generar admiración en sus congéneres), afirmar que se ha dejado en herencia el gabán a un clochard sonaría como un aumento indiscutible de pedigrí para cualquier prenda de vestir. Así pronunciado podría ser fácilmente confundido con un dandy o un sibarita. Sin embargo, verá usted, tanto los clochards como los sobretodos, felizmente, tienen unos códigos de honor que se hacen latentes ante las ingenuas ofensas del burgués. Códigos de honor férreos y antiquísimos, en los cuales, desafortunadamente, el carácter sintético y esencialista del presente género literario no nos permite ahondar.

Entonces sucederá algo así: durante un viaje a París usted saldrá a pasear por las calles y al ver a un clochard que se refriega las manos del frío, sobre un banco o un montón de cajas de cartón, se acercará, se quitará el sobretodo con un gesto caballeresco, y se lo entregará con una venia, convencido de que ese acto de magnanimidad le abriría las puertas del cielo –en caso de que algo de eso fuera cierto–, si muriese al día siguiente de un inesperado resbalón en la ducha. A lo que el clochard le responderá con palabras francamente incomprensibles –porque usted tampoco hablará francés-, pero a todas luces enojado y ofendido, y se negará a aceptar su sobretodo. No sabrá usted si habrá sido por el estado lamentable de la prenda, o porque ese color no le venía bien y lo esperaba en una tonalidad tirando a azul noche o beige, pero usted se sentirá sumamente indignado por la absoluta ausencia de gratitud del pordiosero.

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Acto seguido, su mujer y usted, o usted y su marido, dependiendo del caso, urdirán una estrategia que consistirá en ir a cenar a un restaurante costosísimo, a sabiendas de que un empleado fantasma se llevará sus abrigos (diremos genéricamente “abrigos” para facilitar las cosas), para al término de la copiosa cena abandonar uno de ellos, el viejo e indeseable gabán que se resiste a partir, y desearle lo mejor en manos de sus nuevos propietarios. Pero como los sobretodos se rehúsan a ser reemplazados, como se ha dicho, usted, creyendo haberse deshecho de la prenda gastada que pone en entredicho el poder adquisitivo y la alcurnia del portador, a la mañana siguiente se encontrará con el abrigo lavado en seco e impecablemente colgado en el armario de su hotel, con una muy cortés nota de puño y letra del gerente del restaurante, acusando devolución de la prenda olvidada y deseándole a usted y a su mujer una muy grata estancia en la ciudad.

Ante esta situación en apariencia inverosímil, usted querrá agotar todas las posibilidades antes de incurrir al culposo recurso de tirarlo al tacho de basura –junto a aquellas cosas horrorosas en cuya existencia ha preferido no pensar jamás, como las vísceras de animales o las compresas de mujer–. Pretenderá abandonarlo en el banco de un teatro o de una sala de cine, para salir disimuladamente al momento en que se encienden las luces, y siempre algún buen samaritano tendrá la amabilidad de correr detrás de usted con el sobretodo en la mano, dando voces de “señor, olvidó su abrigo”. Como último recurso, decidirá tomar medidas extremas y marcharse del hotel sin el sobretodo, dejándolo a su suerte en el país extranjero y sin posibilidad alguna de regresar.

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Pero no podrá creer, distinguidísimo lector, el extremo al que puede llegar un sobretodo para no quedarse sin trabajo. Porque cuando usted arribe a casa, después de un largo vuelo intercontinental, encontrará con sorpresa y espanto que su viejo abrigo ha llegado antes que usted y que duerme el sueño plácido de quien ha cumplido con su deber, en el lugar de siempre en el armario, a la espera del siguiente día de lluvias.

Por Beatriz Dávila Reyes

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