Publicidad

Pasos en el cementerio (Cuentos de sábado en la tarde)

Como parte de nuestra serie “Cuentos de sábado en la tarde”, presentamos el cuento “Pasos en el cementerio”.

Verónica Bolaños
21 de diciembre de 2024 - 08:00 p. m.
El cemento que tapa la bóveda del que no tiene nombre, aún está fresco. Los goleros se posan encima de las criptas bañadas por el rocío.
El cemento que tapa la bóveda del que no tiene nombre, aún está fresco. Los goleros se posan encima de las criptas bañadas por el rocío.
Foto: EFE - Brais Lorenzo
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

─¡Silencio! Alguien está caminando.

─Será el sepulturero. No es habitual que esté dando vueltas a estas horas. A lo mejor tiene calor, estará caminando sin zapatos y tocando cada una de las bóvedas para refrescarse. Aquí dentro estamos sudando, sin embargo, las criptas siempre están frías.

─¿No duermen? ¿Qué sucede? Siempre tienen alguna excusa para estar chismoseando. No les bastó cuando estaban vivas. Siempre estaban sentadas en el corredor criticando a todo el que pasaba. Ni la muerte les ha silenciado esa lengua viperina.

─No seas antipática. Se escuchan pasos, y como unos lamentos contenidos en la garganta.

─No escucho nada. Son figuraciones de ustedes. Desde hace rato intento dormir y no me dejan.

─Ahora resulta que es nuestra culpa. No tenemos nada que ver con el insomnio que padeces, así que, es mejor que no digas nada. Siempre te estás quejando porque dices que de día el calor no te deja descansar, y por las noches nuestras conversaciones te espantan el sueño.

─¡Lo siento! Es que siempre soñé con este momento, con el descanso eterno…

─Como tu hora no había llegado, y te adelantaste a la voluntad de Dios, la mala conciencia es la que no te deja en paz.

─¡Estaba desesperada! No tienen derecho a juzgarme. Ya me juzgaron bastante allá afuera. Además, ponerme una soga al cuello, no es un acto de cobardía, más bien es de valentía. No es nada placentero sentir como el peso de tu cuerpo cae, y las piernas quedan desprovistas de fuerza.

─¡No entres en detalles, son bastante desagradables y angustiosos! Más bien, tómate un ansiolítico y déjanos en paz. Bastante aburrida es esta vida, todo el santo día durmiendo, escuchando murmullos, gritos, y los goleros caminando encima de nuestras bóvedas.

La mujer que protestaba se dio media vuelta dentro de su ataúd, y se tapó los oídos.

─Siempre me atacan donde más me duele. Nunca podrán entender por qué lo hice. Nadie puede entenderlo. Seguiré muriendo con esa cruz, hasta que algún día pueda descansar en paz…

Los goleros y gallinazos sobrevolaban como era habitual, todas las noches, las tumbas del camposanto.

─¡Qué llanto tan triste!

─Todos los llantos son tristes. No sé de qué te sorprendes. ¿Acaso no recuerdas cuando te lloraban tus familiares? Yo me acuerdo como si fuera ayer. Y de eso ya han pasado veinte años. A la hora de la verdad es lo único que te queda, el recuerdo de los que te lloraron y sintieron de verdad tú muerte.

─A mí los lamentos de mis familiares me llegan lejanos, como un sueño que se va decolorando en los recuerdos. Por cierto, ¿quién está llorando de esa manera tan desgarradora?

─Mejor dejemos de hablar y vamos a escuchar, a ver qué dice.

─Sí. Vamos a callarnos y a preparar el olfato. Ya sabes, con el tiempo hasta uno sabe si el difunto es viejo o joven. Y este difunto huele muy raro…

─¡Ay, mi hijito, mi único hijo! Qué injusta es la vida. Tanto desearte y desapareces así sin decir nada. Ayer me levanté un poco más tarde, porque me dolía el espinazo, mis huesos ya no son los de antes. Desde joven siempre he cargado mis bultos en la espalda y me he ido a lavar al arroyo. Ahora, cada vez me siento más cansada, mi esqueleto está dolorido, débil, es como si mis huesos se fueran ablandando. Cuando llegué a la casa a las seis de la tarde, dejé los bultos en la mecedora, ni siquiera colgué la ropa en los alambres, las fuerzas no me daban y el aliento se me iba debilitando. Con las pocas fuerzas que me quedaban me dio tiempo a calentarle un plato de sopa.

Lo levanté de la cama. Cada día pesa un poco más, y yo ya no tengo la misma energía de antes, pero un hijo por mucho que pese eres capaz de levantarlo. Lo senté en el sillón, aquel que tiene dibujada su silueta, como siempre le sequé el sudor de la frente con la toallita blanca que le pongo en su hombro. Y le di la sopa de pollo, cucharada a cucharada, antes, con el tenedor chafé las papitas y los trozos de plátano, y le desmenucé el trozo de pollo. Mientras le daba la sopa, él me sonreía y me miraba con esos ojitos negros e inocentes.

¡Mi hijo no era un peso para mí!, ¿Señor, por qué me lo has arrebatado?

─Parece que murió su hijo. No logro imaginar qué edad tendría, parece que era pequeño, porque le daba la papilla.

─No sé… Es un poco raro. No era un niño, tampoco, un viejo.

El calor dentro de las bóvedas, era sofocante. Los difuntos pegaban su rostro a las paredes de sus criptas, que desprendían un halito de frescor. Los ladridos de los perros se escuchaban a lo lejos, como si vinieran de otros pueblos, y a esos ladridos se iban uniendo los ladridos de todos los perros de los pueblos vecinos. Eran ladridos cargados de lamentos. Los goleros estaban expectantes mirando a ver quién era el nuevo difunto y si valía la pena o no esperar para devorarlo…

Apenas sellaron la bóveda del nuevo difunto, el camposanto se fue vaciando. Hasta hacía un momento la muchedumbre estaba apilada como hormigas en un tarro de azúcar. El sepulturero guardó sus herramientas de trabajo: un pico, un cincel de pala plana, un balde con cemento y la carretilla dentro del cuartito sin puertas, donde las lagartijas caminaban en las paredes, como si fueran adornos móviles. Y se echó en la hamaca a dormir. Ese día de trabajo le pareció de los más intensos que podía recordar, la gente lloraba al difunto sin nombre, porque su madre se negó a ponerle un nombre. Siempre se dirigió a él como: “Mi hijo”, y las visitas, lo saludaban con una caricia en la cabeza.

─¿Cómo está tu hijo?

─Como siempre, bien, gracias a Dios, ahí sentadito o acostado.

─¿Cuándo piensas bautizarlo?

─Nunca… Mi hijo no necesita la compasión de nadie.

─Mujer, no seas orgullosa.

─No me gusta que lo miren con lástima. Cuando lo parí el médico me dijo: “¿Qué quiere hacer?”, y yo le dije que me diera a mi hijo, que era mío, que me lo volviera a poner en mi pecho.

Vi la maldad en sus ojos, se quería llevar al niño, no quería soltarlo, lo tenía envuelto en una manta azul. No sé de donde diablos salió esa manta, la que yo le había llevado al hospital era blanca, con su nombre bordado, el nombre que le iba a poner “Teobaldito”, y me imaginé muchas veces, gritándole desde el patio: “¡Teo, el almuerzo ya está servido, se te va a enfriar!”, “Teo, deja ya ese trompo, no te cansas”, “Teo, ven a hacer las tareas”.

“Será como un vegetal”, me dijo... Cuando me lo volvió a poner en el pecho, sentí los latidos de su corazón, silenciosos, llenos de paz, su cuerpo estaba quieto, casi tieso, y cuando lloraba, el llanto se le hacía pesado, le causaba dolor, lo sentí así. Para él llorar significaba un esfuerzo, entonces, siempre intenté evitarle el llanto, no merecía ese sufrimiento, siempre, después de comer, hacia las seis de la tarde sacaba la estera que guardaba detrás de la puerta de la cocina, la extendía en el patio, y él desde su silla agitaba las manos, como si le temblaran.

Como a esa hora ya mi cuerpo estaba exhausto rodaba el sillón al patio, para no tener que cargarlo, y luego solo era bajarlo y acostarlo en la estera, le ponía un cojín debajo del cuello, y yo me acostaba a su lado, y mirábamos las estrellas, yo le avisaba cuando pasaba un avión, su mirada era aún más expresiva cuando veía cómo volaban los barriletes de cola larga en el cielo. Y él sorprendido lograba levantar un dedo. Lo que no le gustaban eran los gatos, cuando aparecían trepando por las paredes, su respiración se aceleraba, entonces, me levantaba de la estera, y los espantaba con el palo de la escoba, y maullaban, como veía el terror en los ojos de mi hijo, y para evitarle el sufrimiento, callaba a los gatos, echándoles agua. Se iban espantados, con el pelambre húmedo. Pero antes de saltar a otros muros, se sacudían y maullaban por última vez…

Esa mañana me desperté tarde. Las caderas me dolían, y fui a ver al niño. Estaba como siempre, quieto, con la cabeza ladeada, como mirando las junturas de la pared. Pero esta vez, tenía los ojos cerrados, pensé que como no me había escuchado se había vuelto a dormir y no quise interrumpirle el sueño.

Nunca me gustó despertarlo, siempre dejé que lo hiciera de manera natural. Yo dormía en la cama de al lado. El cuarto es oscuro, y se hace más oscuro cuando cierro las cortinas rojas de las ventanas. Yo sentía cuando él estaba despierto, su mirada en la oscuridad era palpable, su aliento se tornaba fresco. Aunque no caminaba, yo por las mañanas le ponía las chancletas, y le decía: “hay que ponerse las chancletas sino te resfrías”, y luego, después de darle una taza de café con leche y pan dulce, lo bañaba.

Cuando era pequeño lo metía en una bañera de color azul, con paticos de plástico, y pistolitas de agua. A medida que fue creciendo, como no venden bañeras grandes, lo siento en el suelo, abro la regadera, le enjabono la cabeza, el cuello, las piernas, y lo giro con cuidado a medio lado y su cabeza queda apoyada en mi antebrazo, y lo dejó así, un rato, y nos quedamos en silencio, y el agua nos cae a los dos en la cabeza, y cuando despierto de ese silencio sepulcral cierro la llave, y el silencio se apaga, y salimos de ese trance misterioso, y volvemos a nuestra rutina.

Escuchamos la música de las casas vecinas, el pregón de los vendedores, la vendedora de frutas, al vendedor de pescado frito con yuca. Luego lo visto, lo peino con la raya en medio, le pongo la camiseta roja que tanto le gusta, una gorra blanca y lo siento en el mecedor mirando a la calle, la gente pasa y le grita: “Adiós, hijo”.

Mi hijo no responde, no puede responder, sus movimientos son limitados, y solo levanta el dedo para enseñarme las estrellas. Un día levantó el dedo, en la sala, miraba al techo, no le di importancia porque no estábamos en la estera mirando al cielo. Su insistencia con el dedo me hizo mirar hacia arriba, entonces, entendí, estaba maravillado mirando cómo los murciélagos hacían maromas en los barrotes de madera del techo. Pensé: “¡Un circo en casa!”. Puse alambres de colgar la ropa dentro de la sala, para que mi hijo se distrajera con las acrobacias de los murciélagos. Yo le decía: “Sí, sí, hijo, están saltando…”

Un día, cuando regresaba de lavar ropa en el arroyo, encontré los alambres llenos de palomas, que se sujetaban con fuerza con sus patas rojas, entonces lo miré, y noté que no le gustaban, y busqué el palo con el que espantaba a los gatos y ahuyenté a las palomas. La sala quedó llena de plumas grises, entonces, mi hijo tosió.

Abrí de par en par las puertas y ventanas y barrí el plumaje que se había metido en lugares insólitos. Recogí las cagadas de las palomas en el suelo, y limpié los muebles, con un trapo húmedo.

El que se iba a llamar Teobaldito, miraba absortó las acrobacias de los murciélagos, tiene gafas con cristales gruesos, sandalias marrones y las arrugas son inminentes en su rostro. Afuera el sol no da tregua, en los corredores están sentados los vendedores refrescándose con un abanico de palma. De tanto en tanto el vendedor de helados de guayaba hacer sonar la campanita. El aire es caliente, y a veces aparece una ventolera que lleva por todo el pueblo el polvo de otros pueblos.

─ Pobre mamá, ella cree que no me doy cuenta, a veces ella se queda sin almorzar para dármelo a mí, me gustaría decirle, no, mamá, almuerza hoy tú, yo almorcé ayer, intento decírselo cerrando la boca, pero la abro nuevamente, porque si no como se preocuparía más, pensando que estoy enfermo. Me gustaría decirle, vamos a compartir la comida, yo me como la mitad y tú la otra mitad, qué te parece. O decirle, no hace falta que me bañes todos los días, sé que peso mucho, conque me bañes cada dos día es suficiente, podrías hacerlo de la siguiente manera: un día me bañas como siempre y el otro, me mojas la cabeza, y me pones unas gotas de shampoo y luego me vuelves a echar un poquito de agua, para quitarme la espuma, y después me sientas en el mecedor, todos los que pasan me verán con la cabeza mojada, nadie se podrá imaginar que ese día no me bañaste, nadie nunca podrá criticarte, nunca nadie podrá pensar que soy un peso para ti.

Y las estrellas… me gusta mirar las estrellas, teniéndote a mi lado, eso sí que quiero que continúe igual, porque el mayor esfuerzo es descargarme en la estera y volverme a cargar nuevamente para colocarme en el sillón y volverme a rodar otra vez hacia la sala. Solo te pido que sigamos mirando juntos las estrellas, son tan bonitas. Me recuerdan a tus ojos cuando me miras. Cuando estaba dentro de tu vientre, pensé, pobre mamá, voy darle más trabajo que felicidad, hasta me planteé no salir. De hecho, no quería salir, y el médico uso unos fórceps, quería ahorrarte tanto trabajo. Sabía que eras una mujer luchadora y que estás sola, porque papá te abandonó antes de que yo naciera, se fue a buscar otros rumbos que le dieran más felicidad. No tuvo ni siquiera curiosidad en conocerme, y me imagino que cuando se enteró que yo era una carga, menos querría aparecer. Pero tu mamá, siempre has sido incondicional, nunca me abandonas, y me da risa, cuando me dices que yo te doy mucha felicidad, que soy el amor de tu vida, sé que lo dices de verdad, no eres mentirosa, también sé que cada vez estás más agotada, las piernas te duelen, veo cuando llegas con las piernas hinchadas, el rostro descompuesto, intentas disimular, pero te conozco tan bien, que a mí no me puedes engañar. Conozco tan bien tus gestos, como tú conoces los míos.

Ojalá pudieras leer mis pensamientos, y pudieras saber lo que ahora mismo pienso, el día menos pensado, tal vez, cuando haya pocas estrellas en el cielo, es posible que deje de ser una carga para ti. Solo le pido a la vida que no estés triste, sé que me llorarás durante un tiempo, pero lo hago para que puedas descansar de esta vida ajetreada que te ha tocado por mi culpa. Sé que te enfadarías conmigo por pensar estas cosas, pero es suficiente, mamá. Quiero que descanses de mí, aunque al principio te cause sufrimiento.

Cuando la mujer llegó a su casa, después de enterrar a su hijo, se sentó en el mecedor, cerró la puerta y corrió las cortinas. El rostro lo tenía humedecido, las lágrimas le corrían por el cuello. Apretaba un pañuelo blanco y miraba al techo.

“No estaba enfermo, maldita sea, si hubiera padecido alguna enfermedad, lo podría aceptar, pero no acepto y nunca me resignaré a la pérdida de mi hijo. Cómo puede ser que simplemente no despertó, cómo puede ser que sus sentidos dejaron de funcionar durante el sueño, cómo puede ser que no me di cuenta, que no era normal que siguiera durmiendo. No debí de lavar tanta ropa ayer. Tal vez hubiera sido preferible medio lavar la ropa y llegar antes a la casa. Eso debió ser, se cansó de esperarme todos los días y él mismo decidió no abrir los ojos, él controlaba cada movimiento de su cuerpo, aunque pareciera que no tenía ninguno, pero sé que él desde que nació quiso ser diferente, lo supe desde que lo tenía en mi vientre. Durante el día se negaba a moverse, y las demás mujeres embarazadas siempre comentaban que sus hijos se movían mucho, que les daban saltos en la barriga, como renacuajos. Yo les decía que el mío solo se movía de noche, durante el día nunca mostró el más mínimo movimiento”.

─Como que no era un niño, sino un adulto, huelo su sudor dentro del ataúd, huelo su angustia.

─¿Qué edad tiene?

─Me imagino que más de sesenta, siento cómo tiembla, pero no dice ninguna palabra, es como si no supiera pronunciar palabras.

─A lo mejor era mudo…

─Está quieto, mirando al techo del ataúd.

─¿No escuchas sus temblores?

─No.

─Últimamente estás mal del oído. No escuchas nada.

─¡Para lo que hay que escuchar!

─Mujer, no seas así, hay mucho que escuchar, y mucho con lo que podemos entretenernos. Cada uno tiene su historia. Y la de este difunto parece interesante. No se mueve, no habla… Me preguntó cómo habrá sido su vida, de qué murió.

─Creo que nunca lo sabremos.

El cemento que tapa la bóveda del que no tiene nombre, aún está fresco. Los goleros se posan encima de las criptas bañadas por el rocío. El sepulturero duerme en la hamaca, en el suelo hay una botella vacía de ron de caña. Las rejas del cementerio están sin candados. Entra sigilosamente una mujer vestida de negro, una mantilla de encajes cubre su cabeza, y porta una carretilla con un pico, una pala y varias mantas. Algunos muertos están conversando.

─¿Escuchas o no?

─No escucho nada. Ya te dije que cada vez estoy más sorda.

─Siento pasos, y como si arrastraran una carreta. Estaré loca, si soy la única que escucha… Mejor me duermo, debe de ser que estoy cansada.

─Es lo mejor que puedes hacer. ¡Duerme!

Por la madrugada, la mujer salió con la carretilla, las mantas cubrían el cuerpo de su hijo. El sepulturero dormía en la misma posición.

─Hijo mío, ¿Dónde estarás mejor si no es conmigo?

La mujer acuesta a su hijo en la cama, apaga la lámpara de gas y enciende varias velas blancas.

Por Verónica Bolaños

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar