El Magazín Cultural

Pisaré tu alma (Cuentos de sábado en la tarde)

La oxidada nevera sonaba como triturador de carne, aspas que absorbían viento y, algunas veces, insectos.

Diego Lurduy
29 de junio de 2024 - 09:00 p. m.
"La nevera no dejó de funcionar con la puerta abierta. Sonaba como triturador de carne".
"La nevera no dejó de funcionar con la puerta abierta. Sonaba como triturador de carne".
Foto: Nick Magwood - Pixabay

Ningún otro electrodoméstico estaba conectado a la corriente eléctrica: él necesitaba que los cuerpos desmembrados de esos pequeños se mantuvieran frescos, inodoros… por lo demás, que la oscuridad y el silencio del apartamento aislado de la Calle 22 -ese agujero enterrado en el subsuelo que no tenía ventanas más allá de dos cuadrados traslúcidos del tamaño de una caja de cereal- se mantuviera repulsivo, claustrofóbico, lóbrego, fuera del alcance visual del turista curioso que paseaba por el centro gótico de la ciudad.

Él. Ojos abiertos, demencialmente abiertos, negros, profundos que sumaban pozos desbordados de almas destrozadas. Observaba el óxido, el mapa dibujado en el ataúd helado de sus crímenes, deslizando la hoja de la navaja por su lengua en un maquiavélico sube y baja. Agitado, sucio, sudoroso, impregnado de ronchas y quemaduras, sin mucha carne colgando de sus huesos manifiestos; era un altar a la delgadez, una incidencia de ser humano que parecía descomponerse mientras se aferraba al acero filoso. Él legaba al trance en un nivel carnal superior.

Bufó. Abrió sus piernas y clavó al arma blanca en el roído sillón donde expiraba, cerca de sus testículos, sin miedo a tajar de una vez por todas su sexo, sin miedo a bañarse de heces, porque la sangre era su erotismo, su escala de Sol, un atractivo sonido de flauta Hohner: “re, re, fa, fa, la, la, sol, do, do, mi, mi sol, sol, fa…”; él, una voz de niño en un cuerpo de animal.

Jadeaba de placer al acercarse a su fuente. De momento, se sostenía en pie por la efervescencia del acto criminal, para revisar las cabezas de sus trofeos, de los infantes que logró acechar en la plaza. Maldito. Abrió la nevera y sujeto las bolsas con dos pequeños cráneos congelados, manchados de sangre en el cuello por el ajetreo prolijo del corte de una sierra; impolutos en el hueso frontal. Lamió el plástico y se torció de dolor, o placer…

Las bolsas cayeron al piso y casi rebotaron como balones desinflados. Sus ojos se blanquearon y una voz grave, abismal, fuera de cualquier contexto sonoro identificable, pronunció en un español pausado y terrorífico: “voy a pisar tu alma”.

La inmundicia tiembla, las cabezas ruedan, el sonido del mundo infame corroe la realidad, la oscuridad se traga el día y el leviatán rompe todo mientras llega al huésped. El cuerpo de él se zarandeó imposiblemente, la babaza no paró de fluir. Levitó con violencia del suelo, su pecho respiraba el terror, el miedo al fin manifiesto. El episodio: una gigante mano invisible estrujando huesos, segueteando la infamia de un enfermo desgraciado, deshaciéndolo con cada sacudida; golpes brutales, de arriba abajo, el maquiavélico sube y baja… un charco de sangre y huesos licuados fueron la montaña visible restante de la, tal vez justa, posesión.

Maldad devorando maldad. La nevera no dejó de funcionar con la puerta abierta. Sonaba como triturador de carne.

Por Diego Lurduy

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