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Por Jesús Martín-Barbero: De los intermediarios a los mediadores en la cultura

Hace varios años, expertos de América Latina en políticas culturales se reunieron para discutir de qué forma la cultura podría empezar a ganar espacio en los planes de desarrollo. A propósito del tema, Jesús Martín Barbero colaboró con este texto para El Magazín Dominical.

Jesús Martín-Barbero
16 de junio de 2021 - 08:48 p. m.
Ilustraciones de Juan Carlos NicholIs para el Magazfn Dominical.
Ilustraciones de Juan Carlos NicholIs para el Magazfn Dominical.
Foto: Juan Carlos NicholIs
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Lo que experimentamos culturalmente como propio en términos nacionales o latinoamericanos, responde cada día más a lo que la dinámica y la lógica de las comunicaciones masivas nos hacen sentir como tal. Lo que está cambiando no son únicamente los contenidos -perdidos o deformados- de la identidad sino los modos mismos de percibir lo propio y lo ajeno, lo nuestro y lo otro. Pero esto no es puro efecto tecnológico, es decir, resultado de las transformaciones en el aparato comunicacional como tiende a afirmar el pensamiento instrumental, ni es deducible de la degradación cultural que implica la mercantilización de la vida como sostiene la crítica radical. Fascinados por las innovaciones tecnológicas o aterrados por la desublimación de la cultura olvidamos que la comunicación -sus mediaciones, sus dinámicas- no han sido nunca exteriores al proceso cultural. La comunicación es dimensión constitutiva de las culturas, grandes y chicas, hegemónicas o subalternas. Comprender las transformaciones culturales implica entonces dejar de pensar la cultura como contenido de los medios y empezar a pensarla como proceso regulado a un mismo tiempo por dos lógicas: la de las formas -matrices- simbólicas y la de los formatos industriales.

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Preguntarnos por lo que en la comunicación colectiva hay de cultura implicará luchar contra la razón dualista que nos impide comprender el doble movimiento que articula las demandas sociales y las dinámicas culturales a lógicas del mercado, a la vez que liga el apego a unos formatos con las fidelidades a una memoria y la pervivencia de unos géneros con la emergencia de nuevos modos de percibir y de narrar, de ver y de tocar. Habituados a pensar la acción de los medios masivos en términos de homogenización -como si ella fuera efecto de los medios y no condición de funcionamiento del mercado trasnacional y por tanto de la vida social misma que ese mercado alcanza a regular- se nos escapa lo que hace la especificidad de la comunicación en nuestro tiempo, esto es su papel en la modernización: en el movimiento de secularlzación de los mundos simbólicos y de fragmentación/especialización de la producción cultural, que es el proceso mediante el cual nuestras culturas, locales o nacionales, son insertadas en el mercado mundial. Mirar las relaciones comunicación/ cultura desde lo planteado significa que lo que pone en juego la intervención de la política en ese campo no concierne solamente a la administración de unas instituciones, a la distribución de unos bienes o a la regulación de unas frecuencias sino a la producción misma del sentido en la sociedad y a los modos de reconocimiento entre los ciudadanos. Ese es el desafío que la cuestión cultural le plantea hoy a la política al haberse convertido de residuo indigerible de los planes de desarrollo en clave de acceso a la comprensión de las dinámicas y los-bloqueos, de los decepcionantes resultados que han dejado los “milagros” económicos y de lo mentiroso de las pasividades y las inercias atribuidas por los salvadores de turno a las colectividades.

Critica de los Intermediarios

En materia de cultura, las políticas en este país han sido mucho más implícitas que explicitas, han estado contenidas más en los documentos que en las prácticas de los funcionarios públicos, y también en las de los investigadores y los comunicadores. Habiendo tematizado lo referente a las instituciones y los investigadores en otro texto (1) me referiré aquí a la política que ha guiado el trabajo de los comunicadores, en especial de los periodistas, y a los cambios que se vislumbran en esa práctica. Buena parte del periodismo cultural que tenemos “vive de” la división entre creadores y consumidores, pues asume esa división como un hecho, esto es como si ella-formara parte de la “naturaleza de la cultura” y no de la división social y la lógica del mercado. A partir de ese presupuesto, el periodismo cultural define su función de intermediario consistente en establecer relaciones entre creadores y públicos. De ahí todo su esfuerzo por hacer accesibles las obras y por elevar el nivel de comprensión de la gente. Objetivos loables sin duda pero que ocultan lo que en ese proceso se produce: el subrayado y refuerzo de la separación entre unos y otros, y la conversión del periodista en oficiante de un culto: ¡aquel en que la gracia de la creación puede tocar a los pobres (mortales) consumidores! Sea vulgarizando las grandes obras o elevando la “baja” capacidad de entendimiento de las gentes del común, el periodista acaba siendo el protagonista ya que es él quien da acceso y oficia los ritos de iniciación. La mejor prueba de que ese periodismo abunda (y “funciona”) es que la relación de sus lectores con las obras sigue fiel a lo que ese periodismo propone: una relación no de uso, de apropiación y de goce sino de reverencia y culto.

Al conservar como únicos criterios de validez la calidad en lo erudito y la autenticidad en lo popular -y no la significación de las prácticas, los procesos de trabajo, las materialidades del sentido y las sedimentaciones de saberes que son las técnicas- ese periodismo escapa difícilmente a la tentación formalista y a su trampa: nos acerca a unas obras que, sin embargo, se cuida muy bien de mantener alejadas, que el lector o espectador seguirá sintiendo lejanas. La calculada “oscuridad” del discurso que da acceso al sentido de las obras se encarga de mantener vivo su “secreto” y con él su alejamiento. El intermediario se instala en la división social, y en lugar de trabajar por disolver las barreras que mantienen y refuerzan las múltiples formas de separación y de exclusión sociocultural defiende su oficio: el de establecer una comunicación que mantenga a cada cual, en su posición, una comunicación en la que los creadores no vayan a perder su distancia y el público su pasividad. Porque de lo contrario el que peligra es él. ¡Paradójico oficio de un “comunicador” al que la lógica mercantil acaba convirtiendo en su mejor cómplice al reducir su tarea a la de empaquetador de productos culturales o lubricador de los circuitos del mercado!

Lugar y alcance de los mediadores

De donde parte el trabajo del mediador en la cultura es de hacer explícita la relación entre diferencia cultural y desigualdad social. No de la reducción de la diferencia a desigualdad, sino de la imposibilidad de pensarlas completamente por separado en nuestra sociedad. Ubicado ahí el periodista cultural descubre que la difusión de una obra o la compresión del sentido de una práctica no tiene como únicos límites la densidad o complejidad del producto sino la situación de lectura, y la imbricación en ella de “factores” no puramente culturales. Asumir esta perspectiva no va en modo alguno en detrimento de la especificidad del trabajo cultural, es asumir que esa especificidad no está hecha sólo de diferencias formales sino también de referencias a los mundos de vida y a los modos de uso. La especificidad de lo cultural no se pierde por implicar en la comunicación la asimetría social que ella tiende a ocultar sino por identificar lo cultural con el espacio y el tiempo de lo noticiable, vaciándolo de espesor para hacerlo consumible inocuamente, masticable como chicle, sin necesidad de asimilación. A diferencia del intermediario en la cultura el mediador se sabe socialmente necesario, pero culturalmente problemático, en un oficio ambiguo y hasta contradictorio: ¡trabajar por la abolición de las fronteras y las exclusiones es quitarle piso a su propio oficio, buscar la participación de las mayorías en la cultura es acrecentar el número de los productores más que de los consumidores ... de sus propios productos! Esta reubicación del oficio del comunicador en el campo cultural tiene algunas consecuencias o implicaciones que traducen el cambio que se está operando en el ámbito general de las políticas culturales. El primero afecta a lo que se entiende por cultura en términos de contenido de la información. Me refiero a la ampliación de la idea misma de cultura con que se trabaja, a su descentramiento -pues la cultura no tiene ni responde a un centro- y desterritorialización pues no tiene ningún terreno “naturalmente” propio. Esa doble operación se hace visible en un periodismo cuyo horizonte informativo ya no son sólo las obras sino también las prácticas y las experiencias. Pues las transformaciones culturales hoy, lo que en verdad “está aconteciendo” en ese campo, está más cerca de la precariedad y la plasticidad de la experiencia que de la estabilidad y la fijeza de las obras.

De otra parte, el espacio de la cultura empieza a dejar de identificarse con lo literario (las humanidades y las artes) y a incluir la producción científica y la trama tecnológica. Inclusión cada día más necesaria para hacer frente a la creciente autonomización de la esfera científica y tecnológica cuya desconexión del ámbito de la cultura está incidiendo en la pérdida de capacidad social para definir las opciones en ese terreno. La redefinición afectará también a lo tenido culturalmente por popular, desfolklorizándolo y dando entrada a la pluralidad y ambigüedad de lo urbano, a la revoltura de pueblo y masa en la ciudad, a las de-formaciones y apropiaciones polimorfas de que están hechas las prácticas y las expresiones urbanas.

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El segundo tipo de cambios se sitúa de otro lado: de la cultura como actividad de apropiación, esto es, la posibilidad de una información cultural que activa en la gente tanto su capacidad de análisis como de fruición. Lo que implica una transformación del discurso de la información, una “política del lenguaje” que, en consonancia con las nuevas políticas culturales, haga posible valorar las demandas y competencias de las mayorías sin caer en el populismo de las recetas o en el facilismo de las vulgarizaciones, haga posible asumir la especificidad/complejidad de lo cultural sin hacer de la jerga la clave de ese periodismo, haga posible una información que despierte el interés de la gente sin caer en un discurso academicista y paternalista.

Un periodismo actuante, que estimule y aliente la apropiación del “mundo” cultural de parte del lector, del oyente, del espectador, que active su capacidad de desciframiento y comprensión, estará al mismo tiempo alentando la competencia creativa, sus ganas y su capacidad de hacer cultura, estará ayudando a borrar la distancia entre creadores y consumidores. Finalmente, los cambios operados hacen de la cultura un espacio fundamental de reconocimiento del otro, de los otros. Pues toda identidad y todo sujeto social se construyen en la relación, y no hay afirmación de lo propio sin reconocimiento de lo diferente. La información cultural pasa a ser entonces un campo clave en la lucha contra todo gheto, contra toda secta, ya sean por ensimismamiento narcisista o por repliegue provinciano. Y al abrir al reconocimiento de lo que producen o gustan los otros -tanto las mayorías como las minorías, tanto en lo erudito como en lo popular y lo masivo- el periodismo cultural está poniendo este país a comunicar, está creando condiciones y fortaleciendo los procesos de democratización. Pues la cultura es el espacio de producción y recreación del sentido de lo social, donde el orden y los des-órdenes sociales se vuelven significantes. Que es a lo que aluden expresiones como la tan frecuente y ambigua “cultura de la violencia”. El periodismo trabaja esa dimensión significante de la cultura en la medida en que luche contra la tendencia más extrema de gheto y de repliegue que es hoy el encerramiento en lo privado, la privatización de la vida disolviendo el tejido colectivo, el tejido de la experiencia social, al desvalorizarla y confundirla con el ámbito de la agresividad, la inseguridad y el anonimato. No sólo desde la política, también desde la cultura puede activarse lo que en el público hay de pueblo, esto es de sentido comunita- rio y solidario

Por Jesús Martín-Barbero

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