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Es necesario que comience por aclarar que este trabajo no versa sobre procesos alternativos de comunicación, sino sobre la comunicación otra que implica en sí misma y revela ciertas prácticas cotidianas de las masas populares; esa otra forma en que se comunican tanto los grupos como los individuos de las culturas pobres.
Es más de cultura por tanto que de “comunicación” de lo que aquí se va a tratar. O si se prefiere, es de comunicación pero de la que se realiza por fuera de lo que la mitología mass-mediática define como tal, sin canales ni medios oficialmente reconocidos y sin tecnología importada. Vamos a hacer el relato de ciertas prácticas –plazas de mercado y cementerios– que materializan y hacen visible la memoria popular, o mejor vamos a hacer el relato de lo popular como memoria de otra matriz cultural, amordazada, deformada, dominada. Pero nombrar esa cultura otra –dominada, negada– es nombrar aquella que la niega y frente a la que se afirma a través de una lucha desigual y con frecuencia ambigua. Lucha que remite al conflicto de clases, pero sin agotarse en él, ya que remite también, y desde más lejos, a la conflictiva convivencia en nuestra sociedad de dos economías: la de la abstracción mercantil y la del intercambio simbólico (1). La primera es aquella en que la significación de cada objeto depende de su “valor”, en que el sentido de un objeto se produce a partir de su relación con todos los demás objetos; esto es, a partir de su valor abstracto de mercancía –valor “abstraído”, separado del trabajo–, de su inscripción en la lógica de la equivalencia, según la cual cada objeto vale por, puede ser intercambiado por, cualquier otro. La segunda es aquella en que los objetos significan y valen con relación a los sujetos que los intercambian, aquella en que el objeto es un lugar de encuentro y de constitución de los sujetos: inscripción, por tanto, en otra lógica, la de la ambivalencia y el deseo.
No estamos idealizando situaciones, sino proponiendo una clave de lectura para las prácticas que vamos a narrar, ya que estas no se inscriben en una diferencia interior al discurso burgués –como la estudiada por E. Verón en su investigación sobre el doble discurso burgués en la prensa semanal– sino en la réplica a ese discurso y con conflicto con él (2). Porque en las plazas de mercado y en los cementerios tradicionales lo popular no es sólo asunto de consumo de “recepción”, sino de positiva emisión, mejor de producción. La plaza de mercado y el cementerio son para las masas populares un espacio fundamental de actividad, de producción de discurso propio, de prácticas en las que estalla un cierto imaginario –el mercantil–, y la memoria popular se hace sujeto constituido desde otro imaginario y otra lengua.
El relato que vamos a hacer recoge –esquemáticamente– una investigación llevada a cabo con alumnos de los cursos de semiología en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá (1974-75) y en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universidad del Valle, en Cali (1976-77).
I. Los mercados
El objeto de nuestro análisis es la plaza de mercado urbano, situado a medio camino entre la plaza de mercado campesino –a la que remiten como paradigma muchas de sus prácticas– y el supermercado, hacia el que tiende en algunos aspectos su organización. Inserta en la estructura y el paisaje urbano, la plaza de mercado es, sin embargo, un “lugar” aún no homogeneizado ni funcionalizado completamente, aún no digerido por la maquinaria mercantil, pero cuya especificidad no es rescatable más que por oposición a ese otro “lugar” de la funcionalidad y el fetiche del objeto que es el supermercado. Nuestra investigación se inicia en la ciudad de Bogotá, tiene como eje la plaza de “Paloquemao” y el supermercado de “Carulla”, y se continúa en la Ciudad de Cali, comparando la plaza de “Santa Helena” con el supermercado “Ley”.
1. La topografía
Llamo “topografía” el espacio configurado por las ciudades señales de las dos matrices culturales, señales que al ser rastreadas se convierten en señas de identidad de las dos economías apuntadas.
La primera diferencia topográfica es la de los nombres: la plaza, por oposición al super, remite a dos contextos culturales bien distintos, a dos imaginarios y a dos universos de sentido bien distantes. Distancia que se ahonda al contraponer las denominaciones que reciben las plazas y los supermercados. “Carulla” y “Ley” –las dos grandes cadenas nacionales de supermercados– hablan del apellido de la familia propietaria: los “Carulla” directamente, los “Ley” a través de la sigla cuyo desglose es “Luis Eduardo Yepes”. En su pseudo-concreción, el apellido no nombra más que una abstracción: la de una serie, la de la cadena de almacenes. Frente a ese nombre “privado”, las plazas de mercado nombran lugares con historia, fechas memorables, figuras religiosas. Así, en Bogotá, las plazas nombran o un lugar, “Paloquemao”, o los barrios en que se hallan ubicadas y que remiten a fechas de la historia de la independencia del país: “Siete de agosto”, “Doce de octubre”, “Veinte de julio”. En Cali encontramos “La Alameda”, “Siloé”, “Santa Helena”, “Santa Isabel”. Los nombres de los supermercados denominan, a través de la marca privada, la abstracción mercantil. Los de las plazas trabajan sobre referencia única con clave histórica, geográfica o religiosa.
Y esas dos formas de trabajar la significación nos dan la pista para “leer” los dos modos de comercialización en que se inscribe el trabajo. En la plaza cada vendedor es independiente y como tal arrienda un “puesto”. El vendedor es el dueño de lo que vende, y a veces incluso el productor, ya que los productos provienen –como en el caso de los alimentos y las artesanías– de la cosecha y de lo trabajado por la propia familia.
Eso es lo que sucede normalmente en la plaza de mercado campesino: el productor mismo, o alguien de la familia, es el que lleva los productos al mercado. No hay intermediarios, la comercialización y la producción no están separadas, sino cerca la una de la otra. Y en esta “economía” las relaciones familiares son fundamentales y se hacen visibles directamente en el puesto mismo de trabajo: el vendedor no es el individuo sino la familia entera, el marido, la esposa y los hijos son los que cargan los productos, los organizan, los publicitan, los reponen y venden.
En el supermercado la relación constitutiva es otra, la inversa: un solo dueño –invisible– y todos los trabajadores asalariados. Esto define tanto la relación anónima y abstracta del trabajador con la empresa, como también la del vendedor con el comprador, como veremos después. Y a la relación salarial le sigue lógicamente la superespecializada división del trabajo y la jerarquización rígida de las tareas, y la uniformación y funcionalización máxima de los sujetos.
Vamos de fuera hacia dentro. El entorno de la plaza de mercado es un montón de “negocios” no sólo de venta sino de juegos de azar, de prostíbulos, de casas de empeño, cafetines, etcétera. Y esa heterogeneidad complementaria ubica las relaciones de la plaza no sólo con su exterior físico, sino sobre todo en su papel de lugar articulador de prácticas que en la cultura burguesa se producen separadas, pero que en la cultura popular están siempre juntas, revueltas, atravesadas unas por otras. La plaza de mercado no es el recinto acotado por unas paredes sino la muchedumbre y el ruido, los desperdicios amontonados o dispersos, todo lo que se siente, se ve, se huele desde mucho antes de entrar en ella.
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La plaza está en la calle, afectando el tráfico tanto de vehículos como de peatones: los andenes están llenos de gente que vocea loterías, que hace y vende “fritangas”, que ofrece carteles eróticos o estampas religiosas. Vista desde el entorno, la plaza es desorden y barullo, abigarramiento y heterogeneidad, trabajo y a la vez no poco de fiesta.
El entorno del supermercado es complementario también, pero sólo en cuanto sistema: otros almacenes, cuya diferencia con el supermercado es que son especializados. Complementariedad, por tanto, uniformada: en el orden y la funcionalidad y la seguridad y la publicidad. Y en esa masa de carros particulares que cirdunda y envuelve el supermercado como un cinturón de… identidad, y por tanto de exclusión. El supermercado también le sale a uno al encuentro, pero no en la calle sino en la casa: en el mensaje y la repetición publicitaria, que nos acosa desde el televisor, la radio y los periódicos. Su entorno verdadero no es por tanto el que lo rodea, sino aquel desde el que nos atrae: el imaginario mercantil con el que nos moldea la publicidad. Esa es su forma de “fiesta”, el espectáculo: algo que se da a vivir sino a ver.
Para el adentro sigamos en el supermercado, y encontraremos un espacio cerrado, centrado y articulado. Un espacio sin ventanas y, por lo tanto, iluminado artificialmente tanto de noche como de día. Un espacio que es así separado simbólicamente y no sólo por razones de seguridad. Centrado, pero no con un solo centro, sino con varios que se articulan en diferentes niveles, complejamente. Organización de los productos por secciones y subsecciones: Alimentos, vestidos, salud, belleza, higiene, juguetes, libros, etcétera. Y al interior de cada una, subsecciones. Así, en la de alimentos: carnes, pescados, verduras, sopas, alimentos infantiles, postres, etcétera. Y dentro de cada subsección: tipos, marcas, tamaños. Una perfecta organización, tanto paradigmática como sintagmática. Y como en cada sintagma pueden hallarse elementos que pertenecen a paradigmas diferentes, encontraremos entonces que en la sección de alimentos para niños una señal nos “guía” hacia la pasta dentífrica infantil y de esta a los nuevos lápices de colores y de allí a los guayos de moda, etcétera. Una perfecta red de “marcas” todo a todo desde cada sitio. Disposición funcional de los objetos que permite el reenvío de unos a otros como en un inmeso juego de espejos. El comprador no tiene más que dejarse llevar… Y para que nada perturbe el silencio y la concentración, una música suave, y funcional también, viene a envolverlo todo apagando los pocos ruidos que puedan producirse, una música que integra y unifica, que homogeniza objetos y sujetos, espacio y tiempo. El espacio sonoro viene a densificar y reforzar la magia del espacio visual. En ese espacio la decoración no es algo que se añada, sino aquello que verdaderamente configura el supermercado en su potente narcisismo: la decoración-publicidad que envuelve los vegetales o las frutas en la frescura de un rocío artificial, dibuja los títulos de las secciones o el empaque de todos y cada uno de los productos. Porque todos los productos se presentan empacados, esto es, rediseñados y embellecidos, ocultados y exhibidos. El comprador no tiene acceso más que al empaque. Ya sea pan o perfume, leche o champú el empaque viene a mediar, a remultiplicar las mediaciones. El empaque es cada objeto hablando de todos los demás, autonombrándose, pero a través del lenguaje de mercancía.
El adentro de la plaza de mercado es otro. Aún en aquellas en las que no se venden más que alimentos o artesanías, la organización-separación de los tipos de productos es violada permanentemente por la práctica. La plaza es un espacio acotado pero abierto, descentrado y disperso: antifuncional. Los productos se amontonan y se mezclan, tanto en la relación de unos puestos con otros, como en el interior de cada puesto. No hay articulación sino amontonamiento y redundancia. Ni la disposición de los productos ni la decoración remiten de uno a otro, sólo están juntos, el uno al lado del otro, y así todos. Aquí es el comprador el que debe ir a buscarlos. Los productos están desnudos, a la vista y a la mano sin empaques, y sin más publicidad que la del grito de su vendedor o esos carteles hechos a mano también por él con su tosca grafía y su sintaxis. Voz o carteles que dicen el lugar de origen del producto porque el “origen” es garantía de bondad. El espacio sonoro aquí también corresponde plenamente al visual: ninguna unidad, ninguna información, sino un montón de ruidos –de adentro y de afuera–, de voces, de músicas salidas del radio transistor de cada puesto y de cada persona, músicas estridentes, canciones melodramáticas, antifuncionales también.
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La plaza resulta siendo un conjunto de puestos, de ahí que sea el adentro de cada puesto el que se hace interesante de observar. El espacio del puesto es un espacio expresivo. Cada vendedor hace allí su vida –trabaja, come, reza, ama–, gran parte de su vida, y la expresa en la disposición que le da al puesto, en su decoración, en las formas de comunicación que establece. Es “su” puesto y esa relación no asalariada le permite adecuar el espacio a su “gusto”, tener allí sus cosas, sus chécheres, disponerlo a su acomodo. Frente a la uniformización y el anonimato que dominan tanto el espacio como el trabajo en el supermercado, los puestos de la plaza hablan con voz propia, tienen rostro. Están hechos de un entramado simbólico, mezcla de imágenes y ritos. Junto a la imagen de la mujer desnuda, una virgen del Carmen, y al lado del campeón de boxeo, la cruz de madera pintada de purpurina. Y ritos: como la vieja que pasa temprano rezando en los puestos para mejorar las ventas y, el yerbatero que a media mañana reparte las “yerbas” contra la competencia.
En una investigación paralela sobre las vitrinas de los almacenes del barrio popular y del barrio burgués pudimos constatar las mismas diferencias de “lenguaje”. En la vitrina del almacén “burgués” encontramos una perfecta sintaxis articulando todos los objetos, a partir de paradigmas culturales que se asemejan grandemente a aquellos que articulan los semanarios estudiados por Veron. Así encontramos el paradigma de las estaciones –invierno, primavera, verano, otoño–, aunque sea un país que no tiene esas estaciones, como es el caso de Colombia. El de los espacios, “la calle”, “la casa”, “la ciudad”, “el campo”. O el de los roles: “el ejecutivo”, “el deportista”, etcétera. De esa forma, entre todos los objetos de la vitrina que encuadra el “titular” de ejecutivo –el vestido, la revista, el reloj, el disco, el sillón y la lámpara– se establece una malla de reenvíos que controla la heterogeneidad de los objetos, proponiendo una sola lectura de todos ellos. Y esos reenvíos no se reducen al marco de la vitrina, sino que articulan unas vitrinas con otras y todas con el almacén del que vienen a ser la portada, la tapa. La vitrina organiza así, y guía la lectura-visita de todo el almacén.
Nada de eso hay en la vitrina del almacén popular. Sólo acumulación y amalgama. O todo revuelto o sólo camisas de cualquier tipo y uso. Los paradigmas no van más allá de los tamaños y los colores de los objetos. Y cuando la vitrina del almacén popular se pone a imitar a la otra… la traducción explicita, aún mejor, las diferencias de “clase”.
2. La topología
Llamo “topología” a la lectura de las señales, lectura que hará explícito el discurso de las dos economías, ahora ya como discurso de los sujetos.
Vender o comprar en la plaza de mercado es algo más que una operación comercial. Aunque deformado por la prisa y la impersonalidad de las relaciones urbanas, el puesto de la plaza recuerda, sin embargo, esas tiendas de los pueblos en las que el tendero no sólo vende cosas, sino que presta una buena cantidad de servicios a la comunidad. La tienda de pueblo es un lugar de verdadera comunicación, de encuentro, donde se dejan razones, recados, cartas, dinero y donde la gente se da cita para hablar, para contarse la vida. Donde las relaciones están plenamente personalizadas. Donde el prestigio no lo determinan las marcas de los productos sino la fiabilidad del tendero. Donde aún existe el trueque. Y donde el crédito no tiene más garantía que la palabra del cliente. A su manera, el puesto de la plaza es memoria de esa otra economía, porque allí también comprar es enredarse en una relación que exige hablar, comunicarse. Donde mientras el hombre vende, la mujer a su lado amamanta al hijo y, si el comprador lo deja, el vendedor le contará lo malo que fue el parto del último niño. La comunicación que el vendedor de la plaza de mercado establece arranca de la expresividad del espacio, a través de la cual el vendedor nos habla ya de su vida y llega hasta el “regateo” en cuanto posibilidad y exigencia de diálogo.
En el supermercado usted puede hacer todas sus compras y pasar horas sin hablar con nadie, sin pronunciar una sola palabra, sin ser interpelado por nadie, sin salir del narcisismo especular que lo lleva y lo trae de unos objetos a otros. En la plaza usted se ve obligado a pasar por las personas, por los sujetos, a encontrarse con ellos, a gritar para ser entendido, a dejarse interpelar. En el supermercado no hay comunicación, sólo hay información. No hay ni siquiera, propiamente hablando, vendedores, sino sólo personas que trasmiten la información que no fue capaz de darle el empaque del producto o la publicidad. Los sujetos en el supermercado no tienen la más mínima posibilidad de asumir una palabra propia sin quebrar la magia del ambiente y su funcionalidad. Alce la voz y verá la extrañeza y el rechazo de que se ve rodeado. Los trabajadores no son más que su papel: administrador, supervisor, vigilante, cobrador o modelo, y cuanto más anónimamente lo ejecuten, tanto más eficaz. En la plaza, por el contrario, vendedor y comprador están expuestos el uno al otro y a todos los demás. Y en esa forma la comunicación no ha podido ser reducida a mera, anónima, unidireccional transmisión de información.
Todo lo relatado nos muestra –y demuestra también– que es otra economía la que subyace y se materializa en la plaza de mercado, al menos como memoria de eso que M. Mauss llama “hecho social total”, y en el que “se expresan a la vez y de golpe todo tipo de instituciones: las religiosas, jurídicas, morales –tanto las políticas como las familiares– y económicas, las cuales adoptan formas especiales de prestación y de distribución, y a las cuales hay que añadir formas estéticas a que estos hechos dan lugar, así como lo fenómenos morfológicos que estas instituciones producen” (3). Otra economía en la que hay intercambio no sólo de objetos, sino también de sujetos, intercambio permanente entre lo económico y lo simbólico. En otra investigación sobre el domingo campesino-popular y el domingo urbano-burgués encontramos que mientras el primero es el día de la máxima socialización, el segundo es el día en el que la privatización de la vida, adquiere su carácter más total, y sus expresiones más exasperadas, como esas largas filas de automóviles detenidos por problemas de tráfico y en las que ni siquiera la desesperación saca a las gentes de sus carros y los pone a comunicar. El mercado campesino tiene lugar precisamente el domingo, que es el día de la fiesta religiosa, pero también de otros festejos nada religiosos, el día en que se lucen los vestidos y la capacidad de derroche, el día en que se dirimen los pleitos, el día que hay teatro, o cine, o toros, el día en que los políticos hacen sus arengas, el día en que se resuelve todo.
Estamos ante otra economía, o al menos su memoria, de la que las plazas de mercado nos muestran algunas señas de identidad.
Notas
1) Baudrillar J. Por une critique de l’economie politique du signe. París. Ed. Gallimard, 1972, pp. 63-66 y 212-223. L’échange symbolique et la mort. París. Ed. Gallimard, 1976, pp. 7-14 y todo el capítulo V.
2) E. Veron. “Comunicación de masas y producción de ideología: acerca de la constitución del discurso burgués en la prensa semanal” en revista Chasqui núms. 4 y 5, 1975. Pero aun cuando se trata de otra diferencia, y en la medida en que la investigada por Veron remite a las condiciones de producción del discurso, no pocas de sus constataciones sobre lo popular coinciden con las que se presentan en lo que siguen.
3) M. Mauss. Sociología y Antropología. Madrid, Ed. Tecnos, 1971, p.157.