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Seguramente debido a mi precario trato con el pueblo y con el no pueblo se me fuga de la intuición estética el profundo vínculo de esa putita con las diez mil fieras mercenarias de Jenofonte, perdidas en la noche salvaje del imperio persa, con su épica bruta.
No consigue conectar mi sensibilidad con, ni siquiera entra mi mente en el valor de este forcejeo obscenamente remunerado. No puedo penetrar el sentido trascendente ni la dimensión humanística que la sociología de la raza cifra y descifra aquí. Le invitamos a leer: Roberto Ovelar: “A los futbolistas nos prefieren callados”
No pudo haber más épica en el torneo en que las bestias de Roma apostaban la vida de infelices animalizados por el sometimiento a bestias convertidas en verdugos por el hambre y el confinamiento. El muchacho que salta del arrabal a la liza verde abrumada del rugido salvaje de cien mil gargantas que lo empujan a matar o morir, no tan simbólica o formalmente como lo proponen otras lúdicas, el ajedrez, pongamos, o los concursos de belleza o de poesía, ¿entiende la metafísica de la creación, de la cópula o la fecundación como parejas a su propia aniquilación degradada? ¿No tiene una sorda intuición de ello, aunque su analfabetismo intelectual se lo vede? Y si es así, ¿por qué no los detiene bruscamente a esos veintidós púgiles una furiosa carcajada y se vuelven a las gradas de consuno aventando su tragicómica indefensión contra la pasión pueril de sus cien mil emperadores? ¿Por qué no se arrojan arrasados por el llanto contra la grama y la muerden como perros con rabia que destrozasen la traílla de su mortificación y de su servidumbre?