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Al salir de su taller, un día caluroso propio de la costa Caribe, Ruby Rumié vio algo que la hizo estremecer. Una paloma cayó a sus pies en una acera. El animal, ahora inmóvil, había sido impactado por un carro. Pero lo estremecedor de la imagen, a ojos de la artista, no era el ave muerta, sino la completa indiferencia de quienes la rodeaban: el conductor que siguió abriéndose paso a gran velocidad por las calles de Getsemaní, los transeúntes que, sin inmutarse, continuaron su camino hacia los bancos, las peluquerías o los restaurantes. Nadie paró, nadie miró, a nadie le importó.
“Como artista trabajo con metáforas, con símbolos. Para mí la paloma, más allá de simbolizar la paz o el Espíritu Santo de la tradición judeocristiana, simbolizó esa indiferencia, ese adormecimiento del espíritu humano, de seguir como el conejo de Alicia en el país de las maravillas. Todos vamos tarde no sé para dónde. Siempre vamos corriendo, en una carrera sin fin. No tenemos tiempo para ver una paloma o una hoja caer”, cuenta Rumié, quien de inmediato hizo la conexión con La sociedad del cansancio, del filósofo surcoreano Byung-Chul Han. “Me hizo mucho sentido la experiencia a lo que él decía de que vivimos en una situación de autoexigencia, los jefes ahora están dentro de nosotros mismos. Creemos que tenemos una gran libertad, pero la sociedad está agotada. Y ya no hay tiempo para las cosas pequeñas”.
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Esa tarde Rumié se llevó el cuerpo del animal a su taller. Le tomó fotografías por arriba, por abajo, en cada costado y cada ángulo. Quería hacer una réplica idéntica. “Imprimí en tela los lados de la paloma y duré un año hasta lograr que realmente pareciera muerta. Quería que hubiera un drama, que las patas quedaran crispadas, que las alas cayeran de manera natural y no acartonada”. De la mano de una pareja de diseñadores paisas logró su cometido. Y no lo hizo solo con una, sino que realizó 100 palomas blancas y 400 grises, como la que encontró. “En mi trabajo siempre hay una tendencia a repetir. Creo que eso es como tejer, de alguna manera me da cierta tranquilidad. Cuando uno teje, hace un gesto repetitivamente y uno entra a un estado de meditación. Pero al mismo tiempo la repetición en mi trabajo es como un acto de protesta. No viste una paloma. Ahora te voy a mostrar 500 palomas muertas”.
Aunque sus obras recogen temáticas y formatos que distan significativamente entre sí, hay un par de puntos en común: la repetición y la intención de iluminar personajes o situaciones que pueden pasar inadvertidos. En 2016, Rumié fotografió a 50 mujeres que recorren desde hace más de 40 años la ciudad amurallada, haciendo de la venta ambulante su oficio. La inspiración fue Dominga Torres Teherán, quien ha caminado las calles por casi medio siglo vendiendo pescado. Tras un encuentro casual, la invitó a su taller, donde, en un acto de confianza y vulnerabilidad, la retrató sin la pañoleta que normalmente cubría su cabeza. “A partir de ahí me tomé un año y medio haciendo trabajo de campo para conseguir 50 mujeres en circunstancias similares. Quería sacarlas de esos vestidos, de esas representaciones turísticas, hoy parecen postales y son parte del decorado del Centro Histórico. La idea era ponerles su ropa original, este algodón suave y fresco del Caribe, y que con su pelo blanco se sintieran muy orgullosas de ellas mismas”.
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Utilizar la cultura como herramienta para dotar de importancia las historias que las personas, en su afán infinito, escogen ignorar. “Hay un hilo conductor en estos trabajos, que es mostrar eso que no queremos ver, lo que nos duele afrontar. Queremos que todo sea liso, todo sea perfecto, cuando lo arrugado e imperfecto es lo que nos hace humanos. Eso es lo bello. Cuando el arte no sirve solamente para decorar, sino que tiene un alma interna insertada en él, conecta al espectador con una tranquilidad, con lo más profundamente humano que somos”, señala.
Hace unos meses, Rumié instaló las 500 palomas en espacios públicos y privados, y las unió a un taller de poesía del escritor Rómulo Bustos, donde los estudiantes, tras escuchar la historia de la caída del ave, escribían unos versos. Los escribanos que aún se sientan con su máquina de escribir en el parque de Las Flores se vistieron de gris, y mientras las palomas caían en la capilla Santa Clara, redactaban los poemas de los jóvenes. “La unión con la poesía es como la luz del otro lado del túnel, el arte y la cultura como una manera de acompañamiento por el misterio de la vida”.
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Y así, la artista se dispuso a dibujar palomas y a pintarlas al óleo. Dos de ellas se exhiben en NH Galería, en el Centro Histórico de Cartagena, donde me topé con su obra por primera vez. El suyo es un trabajo que se nutre de la relación simbiótica con el recinto cultural, con el cual se siente agradecida. “La galería me da el espacio para que trabaje lo que necesito trabajar. Es algo que no puedo contener o filtrar, un trabajo de arte es algo que necesita salir, expresarse, tomar aire, y no se puede coaccionar ni limitar”, dice Rumié. “Hay que aceptarlo como viene, y creo que esa es la belleza de todo trabajo de arte. Dentro de ese contexto, una galería no puede estar diciendo ‘me parece que debes hacer más flores, menos palomas muertas’, por ejemplo, porque el trabajo del artista, de muchas maneras, es indagar en un pozo muy profundo sin criticar lo que uno puede encontrar, porque los seres humanos somos un pozo infinito de grandes y maravillosas contradicciones”, concluye.