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Aquí conoceremos la vida Jakob Fabian, un joven con empleos inestables, que se pasea por Berlín a finales de los años veinte. La ciudad que el autor nos muestra de forma satírica hierve y borbotea, se exhibe de forma distorsionada y, a menudo, brutal. La gente quiere anestesiarse para escapar de su miserable vida, o se arroja sin criterio alguno a los brazos de los partidos radicales. La tormenta que se está gestando aquí se convertirá en un huracán que se llevará por delante a casi toda Europa. Un valle de lágrimas en el que todo el mundo parece preocuparse solo por sí mismo y está dispuesto a hacer cualquier cosa por dinero, poder o una carrera. Una cornisa en la que la toma del poder por parte de Hitler era inminente. Sabemos lo que ocurrió después.
Capítulo 1
Un mesero oráculo — De todas formas, el otro va — Un establecimiento para encuentros intelectuales Fabian se encontraba sentado en un café llamado Spalteholz y leía los titulares de los periódicos vespertinos: “Zepelín inglés explota sobre Beauvais”, “Estricnina almacenada junto a lentejas”, “Niña de nueve años salta por la ventana”, “Nueva elección fallida para primer ministro”, “El asesinato en el parque Lainzer Tiergarten”, “Escándalo en la oficina de abastecimiento de la ciudad”, “La voz artificial en el bolsillo del chaleco”, “Venta a la baja del carbón del Ruhr”, “Los regalos para Neumann, director de la Compañía Nacional de Ferrocarriles”, “Elefantes en la acera”, “Nerviosismo en los mercados del café”, “El escándalo de Clara Bow”, “Inminente huelga de 140,000 obreros metalúrgicos”, “Drama criminal en Chicago”, “Negociaciones en Moscú sobre el dumping a la madera”, “Rebelión de los cazadores de Starhembergjäger.1 "
1 N. del T.: Los Starhembergjäger fue un grupo paramilitar austriaco de autodefensa, surgido tras la Primera Guerra Mundial.
Lo mismo de siempre. Nada especial. Bebió un sorbo de café y se encogió. Este sabía a azúcar. Aborrecía el azúcar desde que en la cafetería universitaria, próxima a la estación Oranierburg Tor, le tocaba tragarse los macarrones que allí daban tres veces a la semana; habían pasado diez años desde entonces. Encendió con prisa un cigarrillo y llamó al mesero. —¿En qué le puedo servir? —preguntó este. —Respóndame una pregunta. —Dígame. —¿Debo ir o no? —¿A qué lugar se refiere, señor? —Usted no pregunte, responda. ¿Debo ir o no? El mesero se rascó de forma imperceptible detrás de la oreja. Luego desplazó el peso de uno de sus pies planos al otro y dijo tímidamente: —Lo mejor será que no vaya. Es preferible tener cuidado, caballero. Fabian asintió. —Bien, iré. La cuenta. —Pero si le aconsejé que no fuera. —¡Por eso voy! ¡La cuenta, por favor! —No lo entiendo —dijo enojado el mesero.
¿Entonces, por qué me preguntó? —Si lo supiera... —respondió Fabian. —Una taza de café, un emparedado, cincuenta, treinta, ochenta, noventa céntimos —recitó el mesero. Fabian dejó un marco sobre la mesa y salió. No tenía ni idea de dónde estaba. Si uno toma el autobús No. 1 en la plaza Wittenberg, transborda a un tranvía en el puente de Potsdamerbrücke sin fijarse en su número, del cual se baja veinte minutos más tarde porque de repente una señora que se parece a Federico el Grande está sentada en él, le es realmente imposible saber dónde está. Siguió a tres trabajadores que iban a toda prisa. Y corrió —tropezándose con unos tablones de madera— a lo largo de las vallas de una construcción y de los grises moteles, hasta la estación de Jannowitzbrücke. En el tren sacó la dirección que Bertuch, el jefe de la oficina, le había anotado: Calle Schlüterstrasse 23, señora Sommer. Siguió hasta la estación del zoológico.
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En la calle Joachimsthalerstrasse, una señorita de piernas delgadas le preguntó, balanceándose sobre los pies, que qué de aquello. Él rechazó el ofrecimiento, hizo un gesto de advertencia con el dedo y la evadió.
La ciudad parecía una feria. El frente de las casas estaba atestado de luces de colores, como para avergonzar a las estrellas en el cielo. Un avión pasó retumbando sobre los tejados.
De repente, comenzaron a llover monedas de aluminio. Los transeúntes miraron hacia arriba, rieron y se agacharon. Fabian pensó fugazmente en aquel cuento de hadas en que una niñita se levanta la camisa para atrapar las monedas que caen
del cielo. Luego tomó una de las monedas de la rígida ala del sombrero de un extraño. En la moneda estaba escrito: “Visiten el Exotikbar, plaza Nollendorf 3, hermosas mujeres, figuras desnudas, Pensión Cóndor en el mismo edificio”. De repente, Fabian imaginó que estaba allí arriba volando en el aeroplano y que se
veía a sí mismo abajo, al joven de la calle Joachimsthalerstrasse, en medio de la multitud, en el círculo de luz de los faroles y vitrinas del laberinto de calles de la noche febrilmente iluminada.
Qué pequeño se veía ese hombre. ¡Y era idéntico a él!
Atravesó la avenida Kurfürstendamm. En uno de los exteriores, la figura de un joven turco, iluminada con luces de neón, hacía girar sus ojos eléctricos. Entonces alguien chocó violentamente contra el tacón de la bota de Fabian. Se dio vuelta disgustado. Había sido el tranvía. El conductor maldijo.
—¡Tenga cuidado! —gritó un policía.
Fabian se quitó el sombrero y dijo:
—Intentaré hacerlo.
En la calle Schlüterstrasse, un liliputiense vestido de uniforme verde abrió la puerta, trepó a una pequeña escalera, ayudó al visitante a quitarse el abrigo y desapareció. Apenas se fue el enano verde, una voluptuosa dama, seguramente la señora Sommer, atravesó la cortina apresuradamente y dijo:
—¿Me permite conducirlo a mi oficina?
—Un tal Bertuch me recomendó su club.
Ella hojeó en un cuaderno y asintió.
—Bertuch, Friedrich Georg, jefe de oficina, 40 años, estatura media, pelo castaño, calle Karlstrasse 9, amante de la música, prefiere a las rubias y delgadas, de no más de veinticinco años.
—¡Ese es!
—El señor Bertuch visita el club desde octubre. Ha estado aquí cinco veces desde entonces.
—Eso habla bien de su establecimiento.
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—La cuota de inscripción cuesta veinte marcos; y por cada visita, diez marcos adicionales.
—Aquí tiene treinta marcos.
Fabian puso el dinero en el escritorio. La voluptuosa dama metió los billetes en un cajón, tomó un lapicero y dijo:
—Sus datos personales.
—Fabian, Jakob, 32 años; oficios varios; actualmente, especialista en publicidad; Schaperstrasse 17, enfermedad cardíaca, pelo castaño. ¿Qué más necesita saber?
—¿Tiene usted preferencias respecto a las damas?
—No quisiera comprometerme con preferencias específicas. Me inclino por las rubias, pero mi experiencia lo desaconseja. Mi predilección son las mujeres altas. Sin embargo, en eso no soy correspondido. Deje esa sección en blanco.
En alguna parte sonaba un gramófono. La voluptuosa dama se levantó y declaró seriamente:
—Antes de ingresar, permítame que lo ponga al corriente de las normas más importantes. No son mal vistos los acercamientos entre los miembros; por el contrario, se espera que se den. Las damas gozan de los mismos derechos que los caballeros. Solo a caballeros dignos de confianza se dará a conocer la existencia, la dirección y las costumbres del establecimiento. Independiente de los ideales de nuestra empresa, los gastos de consumo deben pagarse inmediatamente. Ninguna pareja podrá exigir que la respeten dentro de las instalaciones del club. A las parejas que no deseen ser molestadas, se les pide que abandonen el club. El establecimiento sirve para propiciar contactos, pero no se encarga de mantenerlos. Se pide a los miembros que se han dado la oportunidad para encontrarse ocasionalmente, que lo olviden, ya que es la única forma de evitar complicaciones. ¿Me ha entendido usted, señor Fabian? —Perfectamente. —Entonces le pido el favor de seguirme. Habría entre treinta y cuarenta personas presentes. En el primer salón se jugaba bridge. Al lado se bailaba. La señora Sommer le señaló al nuevo miembro una mesa que estaba libre; le dijo que, si necesitaba algo, podía dirigirse a ella, y se despidió.
Fabian tomó asiento, le pidió al mesero un coñac con soda y echó una mirada a su alrededor. ¿Se encontraba en una fiesta de cumpleaños? —Las personas se ven más inofensivas de lo que realmente son —comentó una señorita de pelo negro que se sentó a su lado. Fabian le ofreció un cigarrillo. —Usted parece simpático —dijo ella—. Nació en un diciembre. —En febrero. —¡Ajá! Constelación de Piscis y unas gotas de Acuario. Una personalidad bastante fría. ¿Usted solamente viene por curiosidad? —Los físicos atómicos afirman que hasta las más pequeñas partículas elementales están compuestas de cantidades de energía eléctrica que giran unas alrededor de otras.
¿Considera esta opinión como una hipótesis o como una idea que
corresponde a hechos reales?
—¡Y además susceptible! —exclamó la mujer—. Pero no importa. ¿Está usted aquí en busca de una mujer? Fabian se encogió de hombros.
—¿Es esa una propuesta formal?
—¡Qué disparate! Yo estuve casada dos veces, por ahora es suficiente. El matrimonio no es la forma de expresión adecuada para mí. Estoy demasiado interesada en los hombres. A todo el que veo y me gusta, me lo imagino como esposo.
—Por sus atributos más marcados, espero. Ella rio como si tuviera hipo, y le puso la mano en la rodilla.
—¡Así mismo! Dicen que sufro de un exceso de imaginación en este sentido. Si en el transcurso de la noche llega a tener la necesidad de llevarme a casa, mi apartamento y yo somos pequeños, pero firmes.
Él retiró la ajena e inquieta mano de su rodilla, y dijo:
—Todo es posible. Y ahora quiero echar un vistazo al local.
No tuvo la oportunidad. Justo cuando se levantó y se dio vuelta, una dama alta, con una figura reglamentaria, lo abordó diciendo:
—El baile va a comenzar.
Ella era más alta que él, y además, rubia. La pequeña parlanchina de pelo negro, ateniéndose al reglamento, desapareció. El mesero encendió el gramófono. En las mesas hubo movimiento, muchos empezaron a bailar.
Fabian examinó cuidadosamente a la rubia. Tenía un rostro pálido e infantil, y se veía más reservada de lo que reflejaba su manera de bailar. Guardó silencio y sintió que en pocos minutos se alcanzaría ese grado de silencio en el cual iniciar una
conversación, en especial una trivial, se hace imposible. Afortunadamente, él le pisó el pie. Ella se animó a hablar. Le señaló a dos damas que hacía poco se habían abofeteado y rasgado los vestidos por un hombre.
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Le contó que la señora Sommer tenía una aventura con el liliputiense verde, y dijo que no se atrevía a imaginar semejante relación. Finalmente, le preguntó si quería quedarse, pues ella se iba. Él se fue con ella. En la avenida Kurfürstendamm ella le hizo señas a un taxi, dio una dirección, subió, y le pidió que se sentara a su lado. —Pero solo me quedan dos marcos —dijo él. —Eso no importa —respondió ella, y le dijo al conductor—: ¡Apague la luz! Todo quedó a oscuras. El auto arrancó. Ya en la primera curva ella se abalanzó sobre él y le mordió el labio inferior. Él se golpeó la sien contra la bisagra superior, se tocó la cabeza y dijo: —¡Ay! Esto comienza bien. —No seas tan sensible —le ordenó ella colmándolo de cariñosas atenciones. La arremetida de la mujer lo cogió desprevenido, y le dolía la cabeza. No podía concentrarse. —Antes de que usted me estrangule, quisiera escribir una carta —dijo jadeando. Ella le dio un golpe en la clavícula; sin hacer un gesto, rio dando todos los tonos de la escala musical de arriba abajo y de abajo arriba, y lo siguió estrangulando. Sus esfuerzos por liberarse fueron visiblemente malinterpretados.
Cada curva en el camino llevaba a nuevas complicaciones. Fabian suplicó al destino para que le evitara al auto dar más giros. Pero el destino tenía el día libre. Cuando finalmente el auto se detuvo, la rubia se empolvó la cara, pagó al conductor y frente a la puerta de la casa dijo:
—En primer lugar, tu rostro está cubierto de manchas rojas y, en segundo lugar, vas a tomar una taza de té en mi casa. Él se pasó la mano por las mejillas cubiertas de labial, y dijo: —Me honra su propuesta, pero debo estar en la oficina mañana temprano. —No hagas que me enfade. Te quedas conmigo. La empleada te despertará. —Pero no me levantaré. No, tengo que dormir en casa. Estoy esperando un telegrama urgente a las siete de la mañana.
La casera me lo llevará a la habitación y me sacudirá hasta que me despierte. —¿Cómo sabes ya que vas a recibir un telegrama? —Conozco incluso su contenido. —¿Y cuál es? —Dirá: “Sal ya de la cama. Tu fiel amigo, Fabian”. Fabian soy yo. Parpadeó en dirección a las hojas de los árboles y se sintió complacido con el resplandor amarillo de los faroles. La calle estaba en completo silencio.
Un gato corrió silenciosamente hacia la oscuridad. ¡Si él pudiera caminar ahora a lo largo de las grises viviendas! —¡Seguro que esa historia del telegrama no es cierta! —No, pero eso es pura casualidad —dijo él. —¿A qué vienes al club si no te importan las consecuencias? —preguntó ella enfadada, y abrió la puerta. —Yo me enteré de la dirección, y la curiosidad me gana. —Entonces, ¡vamos arriba! —dijo ella—. La curiosidad no conoce obstáculos. La puerta se cerró tras ellos.