Rumores de otras noches (Cuentos de sábado en la tarde)
Intente mirar por la ventana, pero no se veían señales de una noche serena.
Hugo Pérez
Miré mi reloj, faltaban diez para las nueve y en medio del silencio de la noche, solo se escuchaba el murmullo de la brisa helada que bajaba de la sierra. Intente mirar por la ventana, pero no se veían señales de una noche serena. A lo lejos se escuchaba un trueno agonizante y en pequeñas fracciones de tiempo, la noche cambiaba su aspecto, pequeños destellos de luz se escurrían por puestas y ventanas; y en fugaces danzas destellantes, cambiaban la oscuridad espesa de aquella noche fría y alborotada. Sentí que había dormido una eternidad, pensé por un instante que ya había amanecido, sin embargo, el silencio y la pesadez de la noche, me decían lo contrario.
Una vez más me quedé dormido, pero esta vez me despertó el sonido ensordecedor de la lluvia cayendo estrepitosamente, una brisa helada que se escurría por debajo de la puerta, me heló los pies de tal manera que hizo que se me erizara la piel. Por un momento me alarmó el estruendo que hacían las gotas al caer, puesto que apenas nos estábamos familiarizando con aquel sonido metálico de las láminas de zinc. Fue tan confuso el momento, que casi todos en la casa nos hizo brincar aquel estruendoso alboroto. Aún nuestros oídos no se acostumbraban a la bulla ensordecedora del nuevo techo de la finca, puesto que el viejo techo de Palma no aguantó los inclementes inviernos repentinos de la sierra. Mi abuelo que dormía al otro lado del cuarto, pego un brinco y se puso en posición de alerta.
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Mi hermano menor solo se retorcía e hizo un ronquido y se volvió a quedar dormido. Alce la vista y aún veía la silueta de mi abuelo en medio de la espesura de la oscuridad, se había quedado sentado en el catre donde dormía, mi mamá y mi papá se paseaban de un lado a otro para verificar que todo estuviera en su sitio. Los animales que estaban en el rancho de atrás, se alborotaron de tal manera que las gallinas, comenzaron a cacarear y los mulos a resoplar.
Juancho pa’ donde vas, no ves que está cayendo una tempestad - le dijo mi mamá a mi papá.
Ven acuéstate, es solo el alboroto del nuevo techo que pone nervioso a los animales, comentó mi mamá.
Mi abuelo aún seguía en posición de alerta como esperando alguna señal. Yo en cambio me abrigue mucho más para intentar quedarme dormido. Sin embargo, el caos de la lluvia y los relámpagos, hicieron que me quedara dando vueltas en la cama. No me atrevía a abrir los ojos porque en medio de la oscuridad de la noche y la tormenta en su máximo punto, hacían que viera cosas que en ese momento no existían. Para olvidarme de la furia de la tormenta, recordé los tiempos en los que nos tocó irnos del campo y mudarnos a la ciudad. Muchas cosas cambiaron, la escuela, mis amigos, la comida, e incluso noches cambiaron. Recordé cuando fui por primera vez a la escuela y todos me miraban raro, por ser el forastero. Pero hice muchos amigos, eso sí, me encantaba la escuela, era enorme, pero la parte que más me gustaba era el patio, con muchos árboles y una cancha enorme donde corríamos hasta el cansancio, esa parte de la escuela me hacía recordar mi casa en el campo, ese color verde y olor al pasto me hacían visitar la finca al instante.
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Volví a mirar hacia donde mi abuelo, pero ya la figura en la oscuridad se había desvanecido, sin embargo, aún sentía a mis padres despiertos, hablando despacito quizás para no despertar a ninguno de los que estábamos en el cuarto. En cierta forma entendía a mis padres, ese sonido inquietante nos hacía recordar aquellos días negros que vivimos en la finca y que no fueron marcados por la lluvia y ni mucho menos por ningún fenómeno natural y quizás los propios animales del rancho de atrás, también se inquietaban por lo que días atrás fueron los truenos y las feroces tormentas de la guerra que nos desterró de nuestra casa.
Pero que sabe un niño de 12 años de disputas y guerras, de hombres encapuchados armados hasta los dientes, solo quería ir todos los días a mi escuela y jugar con mis compañeros, correr por el patio, ir a la cosecha con mi papá y cuidar de los animales de la finca.
Sin sentir me quedé dormido y cuando menos lo esperé, ya los gallos tenían su algarabía porque ya era de día, miré mi reloj una vez más, y me di cuenta que ya era hora de ir a la escuela, ya la recia tormenta se había quedado atrás y el brillo de un sol radiante me entusiasmaba a salir a estudiar.
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Miré mi reloj, faltaban diez para las nueve y en medio del silencio de la noche, solo se escuchaba el murmullo de la brisa helada que bajaba de la sierra. Intente mirar por la ventana, pero no se veían señales de una noche serena. A lo lejos se escuchaba un trueno agonizante y en pequeñas fracciones de tiempo, la noche cambiaba su aspecto, pequeños destellos de luz se escurrían por puestas y ventanas; y en fugaces danzas destellantes, cambiaban la oscuridad espesa de aquella noche fría y alborotada. Sentí que había dormido una eternidad, pensé por un instante que ya había amanecido, sin embargo, el silencio y la pesadez de la noche, me decían lo contrario.
Una vez más me quedé dormido, pero esta vez me despertó el sonido ensordecedor de la lluvia cayendo estrepitosamente, una brisa helada que se escurría por debajo de la puerta, me heló los pies de tal manera que hizo que se me erizara la piel. Por un momento me alarmó el estruendo que hacían las gotas al caer, puesto que apenas nos estábamos familiarizando con aquel sonido metálico de las láminas de zinc. Fue tan confuso el momento, que casi todos en la casa nos hizo brincar aquel estruendoso alboroto. Aún nuestros oídos no se acostumbraban a la bulla ensordecedora del nuevo techo de la finca, puesto que el viejo techo de Palma no aguantó los inclementes inviernos repentinos de la sierra. Mi abuelo que dormía al otro lado del cuarto, pego un brinco y se puso en posición de alerta.
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Mi hermano menor solo se retorcía e hizo un ronquido y se volvió a quedar dormido. Alce la vista y aún veía la silueta de mi abuelo en medio de la espesura de la oscuridad, se había quedado sentado en el catre donde dormía, mi mamá y mi papá se paseaban de un lado a otro para verificar que todo estuviera en su sitio. Los animales que estaban en el rancho de atrás, se alborotaron de tal manera que las gallinas, comenzaron a cacarear y los mulos a resoplar.
Juancho pa’ donde vas, no ves que está cayendo una tempestad - le dijo mi mamá a mi papá.
Ven acuéstate, es solo el alboroto del nuevo techo que pone nervioso a los animales, comentó mi mamá.
Mi abuelo aún seguía en posición de alerta como esperando alguna señal. Yo en cambio me abrigue mucho más para intentar quedarme dormido. Sin embargo, el caos de la lluvia y los relámpagos, hicieron que me quedara dando vueltas en la cama. No me atrevía a abrir los ojos porque en medio de la oscuridad de la noche y la tormenta en su máximo punto, hacían que viera cosas que en ese momento no existían. Para olvidarme de la furia de la tormenta, recordé los tiempos en los que nos tocó irnos del campo y mudarnos a la ciudad. Muchas cosas cambiaron, la escuela, mis amigos, la comida, e incluso noches cambiaron. Recordé cuando fui por primera vez a la escuela y todos me miraban raro, por ser el forastero. Pero hice muchos amigos, eso sí, me encantaba la escuela, era enorme, pero la parte que más me gustaba era el patio, con muchos árboles y una cancha enorme donde corríamos hasta el cansancio, esa parte de la escuela me hacía recordar mi casa en el campo, ese color verde y olor al pasto me hacían visitar la finca al instante.
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Volví a mirar hacia donde mi abuelo, pero ya la figura en la oscuridad se había desvanecido, sin embargo, aún sentía a mis padres despiertos, hablando despacito quizás para no despertar a ninguno de los que estábamos en el cuarto. En cierta forma entendía a mis padres, ese sonido inquietante nos hacía recordar aquellos días negros que vivimos en la finca y que no fueron marcados por la lluvia y ni mucho menos por ningún fenómeno natural y quizás los propios animales del rancho de atrás, también se inquietaban por lo que días atrás fueron los truenos y las feroces tormentas de la guerra que nos desterró de nuestra casa.
Pero que sabe un niño de 12 años de disputas y guerras, de hombres encapuchados armados hasta los dientes, solo quería ir todos los días a mi escuela y jugar con mis compañeros, correr por el patio, ir a la cosecha con mi papá y cuidar de los animales de la finca.
Sin sentir me quedé dormido y cuando menos lo esperé, ya los gallos tenían su algarabía porque ya era de día, miré mi reloj una vez más, y me di cuenta que ya era hora de ir a la escuela, ya la recia tormenta se había quedado atrás y el brillo de un sol radiante me entusiasmaba a salir a estudiar.
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