Bogotá: ciudad caótica, ciudad tenebrosa
En Sensorium, historias bogóticas, G Jaramillo Rojas cuenta la ciudad desde personajes fatídicos y destinos trágicos.
Andrés Osorio Guillott
La literatura de G Jaramillo Rojas está sostenida en la marginalidad de sus personajes, en voces y vivencias que ha escuchado, visto y experimentado en sus peripecias por América Latina, pero esa fijación surgió de la ciudad a la que pertenece, la que le dio las imágenes que lo asombraron y sembraron la curiosidad por las historias que están al lado del camino, o que están por debajo de esas capas de superficialidad que a veces ocultan el caos de Bogotá.
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La literatura de G Jaramillo Rojas está sostenida en la marginalidad de sus personajes, en voces y vivencias que ha escuchado, visto y experimentado en sus peripecias por América Latina, pero esa fijación surgió de la ciudad a la que pertenece, la que le dio las imágenes que lo asombraron y sembraron la curiosidad por las historias que están al lado del camino, o que están por debajo de esas capas de superficialidad que a veces ocultan el caos de Bogotá.
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Jaramillo lo dijo en una entrevista para este diario hace unos meses: “Los marginados son paisajes en sí mismos. Insondables paisajes. Esto me lo enseñó Víctor Gaviria con Rodrigo D. Cuando la vi por primera vez yo llevaba una cresta y botas con punta de acero y me creía un marginal que estaba en contra de todo, menos en contra de mí mismo, pero, una vez terminó la proyección también terminó mi estupidez: me di cuenta de que la virtud más grande que poseen todos esos seres retratados ahí, los marginados, es que siempre están yendo en contra de sus propios sueños e intereses y esa carrera, que es una fatalidad tremenda, es la que los determina como individuos profundamente dignos. Hallo en la marginalidad el pundonor que no existe en la zona de confort. Creo que, por encima del dolor y la mierda, lo que más abunda en la marginalidad, es la poesía y, por supuesto, la filosofía. Un personaje marginal siempre está situado, así sea inconscientemente, en las antípodas de la superficialidad. A mí no me gusta la literatura que no puedo creerme. Que no puedo pasar como real, probable, existente”.
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Las vidas perdidas por los equipos de la capital, las venganzas de estratos uno y seis, los amores furtivos, las drogas, los moribundos, las prostitutas, los ladrones. Cuentos e historias que son los paisajes que señaló el autor y que a diario se ven en medio de los trancones, los afanes, el caos. Detenerse a ver esos personajes abre la posibilidad de crear los relatos que el escritor bogotano construye en Sensorium, un libro que como dice Andrés Ospina en el prólogo, “Es la corroboración inobjetable de que, contra todo prejuicio, Bogotá amerita un sitial como detonante de inspiraciones”.
Y como también lo dijo hace poco Santiago Gamboa en una entrevista para este diario, las ciudades como Bogotá, que son ciudades tristes y complejas, necesitan literatura, y la necesitan para seguir escudriñando en su caos, pues en medio de sus desórdenes, grises y ruidos se ocultan las razones de sus padecimientos, de su tamaño, pues una ciudad de casi diez millones de habitantes crea y reconstruye a diario las historias que la cuentan en medio de su diversidad e inmensidad.
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Es la ciudad de Santiago Vargas Holguín, de Jonathan Bernal, de Gerardo Valenzuela , de Isabel Arbeláez, de Emilio Tohomiro y tantos otros personajes predeterminados por su entorno, es la ciudad del joven de aproximadamente veinte años que va en un Transmilenio por la Avenida Caracas y dice que “El barrio Santa Fe es un asco, es lo peor, lleno de borrachos, viciosos, prostitutas, gais y ¡adivinen qué! Sí, señores pasajeros, venezolanos por todos lados, sucios, ladrones y bazuqueros... No sé ustedes, pero yo no llevo nada acá y quiero mucho esta ciudad, siento que hay oportunidades y que puedo hacerme un futuro, y me perdonarán, pero no entiendo cómo ustedes toleran todo eso y no han hecho limpieza...”.
Es esa ciudad la que describe G Jaramillo, la que se debate entre la esperanza de las oportunidades y la lucha de todos por obtener las que garanticen el futuro, y en esa lucha por los metros cuadrados de cada quien, en ese afán por cumplir, llegar a tiempo y cumplir con todas las obligaciones del día, surgen los que viven con el estrés como aliado, o los que deciden asumir otro tipo de locura y se hacen al lado del camino, y entonces vuelven los paisajes de los ejecutivos de corbata y maletín que pueden tener en común el vicio del perico como el que duerme alejado de su conciencia y de su pasado debajo de un pedazo de cartón en las calles atiborradas de mugre en el centro de Bogotá, y esos paisajes y esas historias terminan explicando mejor que una enciclopedia y entre líneas al capitalismo salvaje, ese que volvió a todos más desenfrenados, más individuos y más perdidos.
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Desde eso que llaman realismo degradado o no, a Bogotá la han contado y explicado desde la marginalidad y desde la tragedia. Hace muchos años lo hizo Fernando Ponce de León con Matías, por poner un ejemplo, lo hizo también Antonio Caballero en Sin remedio y lo hizo y lo hace todavía Mario Mendoza en sus libros. En todos ellos explican desde personajes que viven en Los Rosales o en Usaquén, o en los que viven deambulando debajo de los puentes y entre calles a medio alumbrar, a esa ciudad vasta y compleja, y en esa tradición se suscribe también G Jaramillo, que añade a las historias bogóticas, como se lee en su libro, los problemas del presente, pues aunque uno crea que Bogotá ya es lo suficientemente difícil como para que algo más reivindique esta condición, aparecen los vestigios de la migración venezolana, o la crisis de la pandemia que agudizó la desigualdad y volvió a desnudar los dramas de una sociedad que no se piensa como tal y, por ende, no trabaja en el porvenir de la misma.