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Hace días en la biblioteca un muchacho de unos diez años se acercó a un señor muy serio que leía el periódico y le propuso jugar ajedrez. El señor lo miró entre sorprendido y soberbio, pero aceptó. Llevaban unos minutos de juego cuando el señor, visiblemente ofuscado, fingió un movimiento brusco y desbarató el tablero. Mientras el muchacho recogía las fichas, el señor le dijo que después rearmarían la partida porque ahora estaba de afán. Días después el muchacho se me acercó y me propuso jugar. Acepté muy asustado. Lo vi tan distraído mientras jugábamos que me tranquilicé. La verdad es que él veía mis movimientos muy poco amenazantes y le quedaba tiempo para distraerse. Me estaba dando una paliza. Con rabia silenciosa, apliqué la única jugada que conozco. Se quedó quieto y se puso serio. De repente se paró y me dio la mano derecha, lo que consideré un gesto de buen perdedor, mientras con la izquierda movía un alfil agazapado y me daba mate. Salí echando humo por las orejas.
La práctica del ajedrez desarrolla la inteligencia para jugar ajedrez. No es tanto el enfrentamiento de dos inteligencias como de dos egos. Su condición de juego lo ubica junto al arte —con toda su carga lúdica— como una forma de expresar la relación del hombre con el mundo, su manera de pensarlo, de descifrarlo, de buscarle por dónde. Hablo del juego como fin, no del concepto de competencia. Ojalá pudiéramos entregarnos al juego con todo ese duende con que se entregan los niños. Chesterton decía que los adultos contamos con la fuerza suficiente para la política, para la guerra, el comercio, el arte o la filosofía, pero no tenemos la fuerza necesaria para jugar.
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Lo ilógico es que entendemos el juego como un evento recreativo, como un paréntesis en la vida, mientras que para los niños el paréntesis es todo lo que está por fuera del juego. Aunque no tendría sentido sin un desafío competitivo de por medio. Pongamos un ejemplo. Supongamos que a usted le guste el tenis. Si pudiera jugar tenis con un desempeño infalible, con una inexistente posibilidad de fallo, no jugaría en absoluto. “Cuando el juego se hace perfecto, el juego desaparece”, dice Chesterton. Para muchos jugadores es la inminencia de la victoria o la derrota lo que los mantiene alerta, y esa tensión tiende a convertirse en un peso abrumador que aleja del disfrute. Si se ama de verdad el juego, el resultado final tendría que ser indiferente. Ni el triunfo ni la derrota deberían perturbarnos. Lo único que nos podría alterar sería dejar de jugar. De modo que, si usted amara la esencia pura del tenis, le debería satisfacer lo mismo el ganar que el perder. Y como yo no amo a fondo el ajedrez, me duele perder y me alegra ganar.
Tanto el ajedrecista como el escritor lidian con un disfraz de erudición. El ajedrez y la escritura son un intento de pureza. Tal vez uno de los mayores valores del ajedrez sea su función de metáfora. La guerra, la política, el deporte, el trabajo, la vida, es larga la lista de asuntos que pueden ilustrase a través del ajedrez. La literatura, desde luego, es uno de ellos. Si tenemos en cuenta tres fases fundamentales en la vida de un escritor, una partida de ajedrez puede dibujarlas claramente. Contagiarse viendo cómo los maestros arman partidas geniales puede compararse con la fuerza con que nos arrastra el huracán de la lectura. Después de mucho ensayar y fracasar, dar con una buena apertura equivale al hallazgo de una voz propia. El desarrollo de las piezas es el momento cumbre de un escritor, su periodo capital, una cima que lo deposita en su punto de mayor claridad literaria. La posición de las piezas lograda a base de pasión e inteligencia, descartando muchos movimientos, establecer un camino propio mediante hondos estados de pensamiento, ahí está el pequeño punto de ebullición que vale por una vida. Dar o recibir el mate no importa, no tiene equivalencia en términos de escritura.
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Aunque las fichas sean la herramienta fundamental del juego, compararlas con las palabras no tendría sentido. El lenguaje ofrece más que 16 herramientas. Y también una enorme cantidad de trampas. Miles y miles de palabras y a veces nos quedamos sin palabras. Qué cosa fascinante es el lenguaje. Dice Auden que “la extraña relación que los escritores tienen con el público se debe a que su instrumento de trabajo, el lenguaje, a diferencia del de los pintores y los músicos, no es exclusivamente suyo, sino que pertenece a toda una comunidad lingüística”. Solo los pintores manejan los colores y los trazos; en el caso de la música, son los músicos quienes dominan el pentagrama y las notas. En cambio cualquiera que sepa leer un anuncio de oferta puede decir que maneja el lenguaje, y así se dedique a conducir un ministerio puede entrar a opinar sobre lo que escribe un escritor que use su misma lengua. Para tocar el piano se requiere estudio y trabajo, ser dueño de la técnica y manejar las notas. Ahora parece que basta conocer el alfabeto para ser escritor. La literatura se convirtió en una copropiedad. La dialéctica de la especie impone su dictadura. Auden sostiene que “cuando alguien que es evidentemente un bobo me dice que le ha gustado uno de mis poemas, siento como si le hubiese robado la cartera”.
Se dice que después de la cuarta jugada en toda partida de ajedrez se abre un abismo de nueve millones de posibles posiciones. Ese pequeño tablero tiene un vuelo poderoso. Igual que el lenguaje. Ambos encierran algo casi infinito. Perderse en el abismo del ajedrez o de la escritura, no hay diferencia.
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