Todos somos viajeros
El viaje es fuente de inagotables metáforas -la vida, la muerte, la escritura- y es un concepto que adquiere infinitos significados. De la mano de Juliana González-Rivera y su libro ‘La invención del viaje’ se entiende que viajar es sinónimo de ser humano.
Daniela Cristancho Serrano
Las siluetas humanas se veían pequeñas, borrosas incluso. El efecto visual se debía a la distancia, pero también al hecho de que la sal marina había removido mis lentes de contacto. Sentada en una tabla, me esforzaba para que las olas no me arrastraran hacia las siluetas. En realidad, no importaba que no pudiera distinguir bien los detalles de lo que sucedía en la playa, porque los protagonistas eran los colores, que lo invadían todo. Ese naranja encendido, que se entrelazaba con diferentes tonos de rojo y rosado. Miré hacia arriba, a esa paleta de colores cálidos e inalcanzables. “Qué lejos estoy”, pensé. No me refería a la orilla ni a mi casa, a mil kilómetros de distancia. Estaba muy lejos de mí misma, de la versión que veía en el espejo todos los días, de la piel en la que me sentía completamente cómoda. El corazón me latía más rápido, a los brazos y las piernas los atravesaban choques de electricidad. Una ola. Utilizar la energía recién descubierta para nadar y alcanzarla. Agarrarla. Tratar de pararse sobre la tabla. Fallar y estrellarse con la superficie. Nadar hacia arriba buscando aire. Abrir los ojos y volver a observar aquellos colores brillantes. El golpe del viaje.
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Las siluetas humanas se veían pequeñas, borrosas incluso. El efecto visual se debía a la distancia, pero también al hecho de que la sal marina había removido mis lentes de contacto. Sentada en una tabla, me esforzaba para que las olas no me arrastraran hacia las siluetas. En realidad, no importaba que no pudiera distinguir bien los detalles de lo que sucedía en la playa, porque los protagonistas eran los colores, que lo invadían todo. Ese naranja encendido, que se entrelazaba con diferentes tonos de rojo y rosado. Miré hacia arriba, a esa paleta de colores cálidos e inalcanzables. “Qué lejos estoy”, pensé. No me refería a la orilla ni a mi casa, a mil kilómetros de distancia. Estaba muy lejos de mí misma, de la versión que veía en el espejo todos los días, de la piel en la que me sentía completamente cómoda. El corazón me latía más rápido, a los brazos y las piernas los atravesaban choques de electricidad. Una ola. Utilizar la energía recién descubierta para nadar y alcanzarla. Agarrarla. Tratar de pararse sobre la tabla. Fallar y estrellarse con la superficie. Nadar hacia arriba buscando aire. Abrir los ojos y volver a observar aquellos colores brillantes. El golpe del viaje.
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Así lo llamó Antoine de Saint-Exupéry. “Tengo piedad solo de aquel que se despierta en la gran noche patriarcal creyéndose al abrigo bajo las estrellas de Dios, y que de pronto siente el golpe del viaje”, escribió en Ciudadela. Creo que yo había sentido ya el golpe del viaje algunas veces en mi vida -sin duda, el más vívido, aquel atardecer surfeando en las playas de Buritaca-, pero no había encontrado las palabras para describirlo. A esa emoción desbordada, a la intensidad de ese momento, la había llamado ‘alegría’ hasta que escuché hablar a Juliana González-Rivera, escritora y periodista, y leí su libro La invención del viaje, “un intento por comprender todas esas sensaciones, ese ‘sentir el golpe del viaje’”. De su mano también entendí que todos somos viajeros. No porque todos nos desplacemos a tierras lejanas, sino porque todos tenemos hambre de movimiento, porque fue moviéndonos que nos hicimos personas, y viajar es, en esencia, movimiento. Así cita González-Rivera a Blaise Pascal en su libro: “Nuestra naturaleza reside en el movimiento, la calma completa es la muerte”.
Y aquel movimiento que significa el viaje es una búsqueda. La búsqueda de nuevas tierras, como sucedió en la revolución de las exploraciones: “Cuando parecía que Europa estaba aislada y ensimismada, en la península ibérica se despertó el interés de crear nuevas rutas y expandir las fronteras”, cuenta Diana Uribe en su libro Revoluciones. Pero, es la búsqueda también del viajero joven que, tras graduarse del colegio, decide irse de su casa con una mochila al hombro, dispuesto a explorar. Y puede que no sepa qué buscar, pero es la carencia la que le obliga a moverse. “No sabe qué es lo que busca pero se hace al camino porque cree que las respuestas están en otro lugar. Hay una serie de lecciones y de respuestas que solo da la ruta, que solo da el movimiento”, asegura González-Rivera.
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Viajar se configura entonces, como una acción que va más allá de la acumulación de lugares recorridos. En un episodio del pódcast Atemporal, la autora asegura, entre risas, que viajeros no son aquellos que con orgullo enumeran cuántos países han visitado, que raspan el mapa del mundo con el anhelo de descascararlo entero. González-Rivera, que también es profesora, incita a sus estudiantes a irse, a moverse en búsqueda de respuestas a preguntas que no saben articular, a construirse en el camino. Para ella, la distancia permite confirmar qué tan sólidas están las raíces y así, se hace necesario sacudirse la comodidad y viajar, un sinónimo de juventud, libertad e inteligencia.
Y hay otros viajes. Por placer, para evadir la rutina; hay viajes obligados, como el migrante que abandona su hogar para salvar su vida; hay viajes por educación, hay viajes que implican el desplazamiento físico y otros que son un viaje hacia adentro. El cuerpo del viajero está quieto, pero su espíritu está moviéndose en la búsqueda de respuestas, como sucede cuando se lee un libro, se ve una película o se escucha una canción. O como sucedió durante la cuarentena: un viaje colectivo hacia el mundo interior de cada uno, un viaje obligado, en el que el cuerpo estaba encerrado, pero la mente tenía rienda suelta.
González-Rivera dice haber sentido el golpe del viaje en varias ocasiones: al lomo de un caballo en Antioquia, por ejemplo, y cuando aterrizó en Madrid y vio su luz. Es la luz de las ciudades la que nos indica dónde estamos, indica la escritora. Y entendí, al escucharla, que yo también había sentido el golpe del viaje cuando llegué a la capital de España y vi su cielo. Diego Velásquez, cuyas pinturas de cielos se cree fueron inspiradas en Madrid, decía que la luz en esta ciudad era transparente; no es intensa y no satura, se puede mirar al cielo todo el tiempo que se quiera. Bajo el cielo de Madrid también me sentí cerca de otras versiones de mí, sentí, de golpe, que estaba encontrando respuestas a preguntas que no había hecho en voz alta, sentí que yo también era viajera.
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