Ty Cobb: La leyenda del villano del béisbol (I)
Ty Cobb marcó algunos de los récords más importantes de la historia del béisbol. Algunos aún siguen en pie. Fue amado por algunos seguidores, y odiado por la mayoría de los fanáticos, que se dejaron abrumar por las crónicas de los periodistas de la primera mitad del siglo XX y por las propias palabras de Cobb, que se definía como una patada en el bajo vientre.
Fernando Araújo Vélez
La historia se fue volviendo leyenda, y la leyenda, mito, y Ty Cobb se fue convirtiendo en el personaje más odiado del deporte en los Estados Unidos, aunque pocos supieran en realidad de qué se le acusaba. Unos decían que había dejado de hablarle a su madre, Amanda Chitwood Cobb, que era un pésimo hijo y un desagradecido. Otros, que gran parte del dinero que tenía lo había obtenido con dinero sucio, proveniente de apuestas ilegales y de acciones que había comprado en condiciones ventajosas en empresas al borde de la quiebra. Unos más aseguraban que envenenaba a los rivales haciéndose amigo de ellos, y aprovechando el menor descuido para verter alguna gota de lo que fuera en sus bebidas, y que incluso, en más de una ocasión alteró sus cigarrillos y les ofreció algunos que había adulterado.
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La historia se fue volviendo leyenda, y la leyenda, mito, y Ty Cobb se fue convirtiendo en el personaje más odiado del deporte en los Estados Unidos, aunque pocos supieran en realidad de qué se le acusaba. Unos decían que había dejado de hablarle a su madre, Amanda Chitwood Cobb, que era un pésimo hijo y un desagradecido. Otros, que gran parte del dinero que tenía lo había obtenido con dinero sucio, proveniente de apuestas ilegales y de acciones que había comprado en condiciones ventajosas en empresas al borde de la quiebra. Unos más aseguraban que envenenaba a los rivales haciéndose amigo de ellos, y aprovechando el menor descuido para verter alguna gota de lo que fuera en sus bebidas, y que incluso, en más de una ocasión alteró sus cigarrillos y les ofreció algunos que había adulterado.
Cobb fue ídolo y odio, amor y pasión desbordante, y locura, rebeldía, disciplina, orgullo, miedo, un hombre marcado por la tragedia para quien la humanidad era un error y fue cada vez más un error. Sus compañeros de equipo fueron piezas que necesitaba para ganar. Y sus contrincantes, enemigos a los que había que derrotar. El público era una masa estúpida de gente que no sabía lo que quería en la vida, y por no saberlo, se obsesionaba con el béisbol y con los jugadores de béisbol, haciéndole caso a lo que decían los periódicos en lugar de detenerse a interpretar lo que veía, y los periodistas eran un estúpido mal necesario, que ni siquiera eran conscientes de a quién o a quiénes le servían. A los unos y a los otros los usó según sus conveniencias, que fueron, esencialmente, ganar, ascender, llenarse de dinero y en fin, todo eso que llamaban éxito.
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Había nacido en Narrows, Georgia, el 18 de diciembre de 1886, y desde muy niño se había fascinado con aquel juego de bates, guantes inmensos, almohadillas y una diminuta pelota casi imposible de dominar. En las tardes, a la salida de la escuela, y cuando iba a clases, se apostaba al lado de un gigantesco terreno para observar horas y horas a unos hombres como de otro mundo que se enfrentaban casi a muerte para dilucidar quién le pegaba más y más fuerte a la pelota, y en las noches, a la luz de las velas, borroneaba hojas y hojas con líneas y círculos que representaban aquel juego al que llamaban béisbol, y del que por aquellos tiempos sólo se sabía que años atrás lo habían empezado a jugar en regla en la ciudad de Nueva York, y que por eso aún los mayores solían hablar de él como “El juego de New York”.
Luego él supo de Alexander Cartwright, y se enteró de que ese hombre había creado el primer equipo del “Juego de New York”, Los Nickerbookers, y que había organizado un reglamento y se había reunido con jugadores de otros cuadros para conversar sobre la posibilidad de formar un campeonato, y que lo había formado. Se enteró de secretos, de lo que publicaban los diarios, de lo que decían en la calle y de los rumores de la gente, y decidió que iba a ser jugador de béisbol, aunque le costara la vida y tuviera que alejarse de todas y cada una de las cosas queridas de su infancia. A los 13, 14 años, empezó a jugar en el cuadro de su pueblo, a veces a escondidas de su padre, William Herschel Cobb, a quien no le gustaba del todo que el mayor de sus hijos se la pasara jugando. Esperaba que Ty fuera médico o abogado, algo así.
En 1904, cuando lo llamaron de la organización semiprofesional de los Anniston Steelers de Alabama y le ofrecieron un sueldo de 50 dólares mensuales, Cobb le envío un telegrama a su padre para preguntarle cómo le parecía, pues en el fondo esperaba jugar para algún equipo más fuerte, y ante todo, más poderoso. “Tómalo, hijo, y déjame decirte algo: no vuelvas a casa convertido en un perdedor”, le respondió el señor Cobb. Pasados unos años, y muchos trágicos sucesos que acabaron, Ty Cobb confesaría que su padre fue el hombre más grande, sabio, justo y digno que conoció en su vida, y que había conseguido que pese a todo, él lo obedeciera. Cobb era profesor, y filósofo, y editor, y senador por el partido Demócrata. Un hombre ecuánime que no se dejaba llevar por las apariencias, y que era duro, muy duro, cuando tenía que serlo.
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La gran tragedia de su vida comenzó por los días en los que su hijo mayor empezó a jugar con los Steelers. En Royston, un poblado de Georgia de no más de dos mil habitantes, y donde Cobb vivía y era profesor, se había extendido el rumor de que su esposa, Amanda Chitwood Cobb, tenía algún tipo de amorío con un joven del pueblo. Cobb se enteró, pero guardó silencio, y en silencio, aseguraban sus vecinos y sus compañeros de trabajo, soportó los señalamientos de la gente y los comentarios en voz baja. Una noche, la noche del 8 de agosto de 1905, decidió sorprender a su esposa trepándose por un muro hasta su habitación, según los diversos testimonios que recogieron los investigadores, pero el señor Cobb jamás pudo arribar a su destino, pues desde la misma ventana de aquella habitación a la que pretendía llegar le dispararon dos veces, una en el rostro y una en el pecho.
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Cuando se desplomó, su esposa pegó un grito aterrador. Aún tenía la escopeta con la que había disparado entre las manos. Luego, una y otra vez, en las decenas de interrogatorios que debió responder, dijo que se había confundido, que presa del pánico al escuchar ruidos extraños, decidió armarse y dispararle al intruso, pues creyó que era un ladrón, o que incluso podía ser un asesino. La señora Chitwood Cobb fue detenida, y con su detención crecieron los rumores sobre su amorío. O sobre sus amoríos. Tenía fama de díscola, de coqueta, y quienes la conocieron opinaban que era hermosa. Quedó libre luego de pagar una fianza de varios cientos de dólares, y lo primero que hizo al salir fue preguntar por su hijo Ty, quien a la mañana siguiente de la muerte de su padre, recibió un telegrama en Augusta que decía: “Tu padre, muerto en incidente a tiros”.