Ty Cobb: La leyenda del villano del béisbol (II)
Ty Cobb marcó algunos de los récords más importantes de la historia del béisbol. Unos aún siguen en pie. Fue amado por algunos seguidores, y odiado por la mayoría de los fanáticos, que se dejaron abrumar por las crónicas de los periodistas de la primera mitad del siglo XX y por las propias palabras de Cobb, que se definía como una patada en el bajo vientre.
Fernando Araújo Vélez
El asesinato de su padre marcó a Ty Cobb mucho más allá del dolor, y por supuesto, del odio hacia su madre, quien le había disparado y a quien juzgaron como culpable involuntaria en 1906. Lo marcó en su ser, en su desprecio por la humanidad, que bien podría llamarse asco. Por cualquier nimiedad muy humana, una mujer que además era su propia madre, había matado al único ser humano que le había importado en su vida, y el único a quien había admirado. Un error, mil rumores, falsas informaciones mezcladas con verdades, miedo, pasión, unas cuantas gotas de “amor”, venganzas ocultas, vanidades. En el pueblo de Royston, la noticia del asesinato de William Herschel Cobb fue una explosión que diseminó sus consecuencias hacia todos lados por años y años, pero tal vez quien más la padeció fue Ty Cobb, que apenas comenzaba con su carrera de beisbolista.
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El asesinato de su padre marcó a Ty Cobb mucho más allá del dolor, y por supuesto, del odio hacia su madre, quien le había disparado y a quien juzgaron como culpable involuntaria en 1906. Lo marcó en su ser, en su desprecio por la humanidad, que bien podría llamarse asco. Por cualquier nimiedad muy humana, una mujer que además era su propia madre, había matado al único ser humano que le había importado en su vida, y el único a quien había admirado. Un error, mil rumores, falsas informaciones mezcladas con verdades, miedo, pasión, unas cuantas gotas de “amor”, venganzas ocultas, vanidades. En el pueblo de Royston, la noticia del asesinato de William Herschel Cobb fue una explosión que diseminó sus consecuencias hacia todos lados por años y años, pero tal vez quien más la padeció fue Ty Cobb, que apenas comenzaba con su carrera de beisbolista.
Si el mundo era un infierno habitado por almas atormentadas y demonios, como lo había escrito Arthur Shopenhauer más de medio siglo atrás, él decidió ser un demonio, precisamente para no ser un alma atormentada. Si su padre ya no lo podría ver en un campo de béisbol, él se encargaría de hacerles entender a sus rivales y compañeros, a los aficionados y a los periodistas, a los directivos y a los managers y a todo los seres humanos de la tierra que lo tenía permitido todo. No había dios, no había bien, no había mal. Él sería, sucesiva y alternativamente, dios y bien y mal. Sus victorias serían sus grandes venganzas contra la humanidad. Contra su madre, Amanda Chitwood Cobb, por supuesto, contra los jueces que la habían perdonado, contra los abogados que la habían ayudado, contra sus hermanos, que la habían defendido y la amaban, y en fin.
Con el correr de los años fue dejando un reguero de frases y frases que explicaban su proceder, pero que jamás fueron justificaciones. Cobb no negaba sus actos. No pretendía que lo amaran. Jugaba, ganaba, destrozaba a quien se le enfrentara, e incluso, a quienes podían ser obstáculos para su ascenso, fueran compañeros de equipo o contrincantes, o incluso, cronistas. Cuando firmó su primer contrato con los Aniston Steeler, se dedicó a escribir cartas con distintos nombres que envió al editor en jefe del periódico Atlanta Journal. En todas ellas, alababa a ese “novato que empezaba a deslumbrar en los campos de Georgia”. Escribió varias decenas de cartas que jamás le publicaron, aunque el señor Gartland Rice sí terminó escribiendo sobre él. Tuvo que hacerlo. La fuerza de los hechos era implacable.
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Cobb firmó su primer gran contrato profesional con los Tigres de Detroit para la temporada de 1905, por un salario de 700 dólares, una semana después de la muerte de su padre. Debutó en el jardín central, y en su primer turno al bate, le pegó un doble al pitcher Jack Chesbro, de los Highlanders de Nueva York, que años más tarde se transformarían en los legendarios Yankees. En su primer año en las Grandes Ligas, tuvo un promedio de 240 al bate, y jugó 41 partidos. Era la sensación del béisbol en los Estados Unidos, en parte por su juventud, en parte por su entrega. Cobb quería y necesitaba sacarse el dolor por el asesinato de su padre, y era consciente de que sólo lo lograría jugando a matar o morir, y también, que jugar y ganar era el mejor homenaje que le podía rendir a aquel hombre que con una sola frase, “no vuelvas hecho un perdedor”, lo había marcado para toda la vida.
Jugó y ganó. Deslumbró. Pero sus victorias se fueron convirtiendo en un sabor cada vez más amargo para algunos de sus compañeros de equipo, que jamás supieron ver que Ty Cobb los ayudaría a obtener muchos de los sueños que habían imaginado y deseado. Lo declararon poco menos que su enemigo, una persona no grata a la que se dedicaron a destruir, día tras día y noche tras noche. Bajo el viejo precepto de que los novatos debían pagar un derecho a piso, lo atormentaron como a ningún otro novato en la historia de los Tigres de Detroit, con bromas, peticiones, reclamos e insultos y humillaciones que poco a poco iban subiendo de tono. Cobb lavó los uniformes de sus compañeros, limpió los baños del campo de entrenamiento, barrió el piso del vestuario del estadio, les pagó rondas de cervezas, almuerzos y cenas, y les sirvió como si fuera su esclavo.
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Con los años, y según distintas versiones, Cobb dijo que aquellos veteranos lo habían convertido en un “gato montés gruñón”, y que había vivido los tiempos más miserables de su vida durante sus primeros mese como beisbolista, pero en el fondo, sin proponérselo, aquellos veteranos también habían colaborado para que Cobb fuera indestructible. Tanto ataque, tanto dolor, tanta animadversión, lo volvieron inmune al ser humano y a su maldad. Su entrenador, Hughie Jennings, sabía que si Cobb sobrevivía a aquel ambiente infernal, brillaría por muchos años. Por eso, pese a todo, y todo también eran las súplicas de sus dirigidos para que sacara a Cobb de la alineación titular y del equipo, les respondió en una y en otra y en otra ocasión que aquel muchacho iba a ser la máxima estrella del béisbol en los Estados Unidos.
El único hombre al que respetó, e incluso admiró durante aquellos primeros tiempos como beisbolista profesional, fue a su compañero Sam Crawford, un hombre de decenas de batallas en el béisbol y en la vida que le fue transmitiendo a Cobb todo lo que sabía. Lo motivó, incluso, para que fuera más grande que él, pero cuando eso comenzó a ocurrir, hacia 1910, la antigua amistad se empezó a resquebrajar. Los dos jugaban en los jardines de los Tigres, y usualmente iban seguidos en los turnos de bateo. Entre ambos, se disputaban el honor de liderar varios de los departamentos de estadísticas de aquellas épocas: Robos de bases, hits, extrabases, asistencias, sacrificios, promedios, homeruns. El único ítem en el que Crawford superó a Cobb fue en el de triples, con 309, 14 más que su compañero y rival.
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Mientras jugaron, uno al lado del otro, aunque no se hablaran mucho, fueron poco menos que indestructibles. Pese a que los rumores dijeran por ahí que cada uno conspiraba contra el otro, y de que se corriera la voz de que se detestaban, ganaron mucho más de lo que perdieron, y cada uno a su manera quedó en la historia. Pasadas muchas décadas, luego de la muerte de Cobb, en julio del 61, Crawford sabría por distintas versiones que su viejo compañero y enemigo había enviado cientos de cartas a Cooperfield para solicitar que lo incluyeran en el legendario Salón de la Fama, y que si era posible, para que escribieran su nombre al lado del suyo, Tyrus Raymond Cobb.