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Una fotografía imposible

La foto de Sagitario A* -la prueba colorida de un fenómeno invisible- es, a un tiempo, poética y científica. Es un verdadero placer que los científicos no hubieran desentrañado el misterio destruyéndolo con mazazos de ecuaciones diofánticas de cinco o seis incógnitas.

Tomás Uprimny Añez*, especial para El Espectador
07 de julio de 2022 - 09:21 p. m.
Sagitario A*, nuestro agujero negro supermasivo, situado a unos 27 000 años luz de distancia en el puro corazón de nuestra galaxia.
Sagitario A*, nuestro agujero negro supermasivo, situado a unos 27 000 años luz de distancia en el puro corazón de nuestra galaxia.
Foto: Colaboración EHT
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Que nuestro planeta es una pelotita minúscula flotando en la soledad del espacio se sabía. Y se sabía de sobra, pero aun así lo vino a confirmar la foto de William Anders, el astronauta que atrapó con su lente la desamparada fragilidad de la Tierra mientras daba vueltas alrededor de la Luna. La tituló Earthrise (Amanecer de la Tierra, 1968): la luz de ceniza que ilumina tan solo la mitad superior del globo, el amanecer de todo un planeta visto desde el espacio.

Pensando en la linda locura de Anders – fotógrafo afortunado que presenció el albor de un mundo, el albor de la vida-, me viene a la memoria otro ejemplo gráfico igual de inaudito, pero en la dirección opuesta: pues condensa el otro extremo del destino de un mundo y de una vida, su final: The falling man (El hombre que cae, 2001), la tenebrosa foto firmada por Richard Drew, y gracias a la cual comprobamos que incluso en la vorágine del horror más tremendo subsiste la belleza. La imagen terrible y al mismo tiempo elegante del suicida que prefirió arrojarse de cabeza desde lo alto de las Torres Gemelas antes que morir asfixiado por el humo.

Pues bien, tanto la de Anders como la de Drew hacen parte de la exigua familia de fotografías imposibles. Fotografías que son un montón de cosas a la vez: obras de arte, testimonios, documentos históricos, huellas de nuestras propias monstruosidades y símbolos de las catástrofes padecidas. Esas fotografías son todo eso y mucho más, claro, pero su mérito principal es que eran fotografías imposibles de tomar que sin embargo fueron tomadas.

Tal vez la más imposible de todas sea la que un grupo de estudiosos del cielo anunció –urbi et orbi- el pasado 12 de mayo. Se trata de la fotografía de Sagitario A*, un nombre que poco o nada dice. A primera vista, la imagen no quita el aliento como las dos que mencioné arriba; el internauta puede contemplarla guardando el pulso cardíaco reposado, sin recurrir al pellizco que nos arranca del reino de los sueños. De modo que el tesoro hay que desenterrarlo con las propias manos, y fíjense ustedes en esta inesperada prueba de supervivencia de la pipa traidora de Magritte: todo indica que esa serpiente de fuego que se muerde la cola no es en verdad una serpiente de fuego que se muerde la cola. Ni tampoco un mantel negro desgarrado por una rosquilla flamígera. Es algo ligeramente más raro y escaso que una pipa o una rosquilla: es la luz del gas ultra caliente que se curva alrededor de un agujero negro.

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En otras palabras: lo que muestra la imagen son los funambulistas rayos de luz que se mantienen en el filo del abismo, haciendo piruetas en la cuerda floja del “horizonte de sucesos”, la franja más allá de la cual ningún retorno es posible. Y si bien no es la primera de su tipo -hace menos de dos años el mismo equipo publicó el esqueleto ígneo de otro agujero negro (M87)-, esta es mucho más impactante porque es la imagen de nuestro agujero negro supermasivo, situado a unos 27 000 años luz de distancia en el puro corazón de nuestra galaxia.

Como todo buen agujero, los negros también tienen un centro, y es allí donde estos extraños seres despliegan la totalidad de sus embrujos, y es allí también donde se desbaratan las ecuaciones ya centenarias de la relatividad general. Esa “singularidad”, que es la palabra con que aparece en los manuales de ciencia, es una reducida parcela de sombras donde se amontona una cantidad tan grande de materia que las leyes universales de la física terminan por desplomarse y perder sus virtudes explicativas. Esa alucinante fuerza de gravedad atrapa todo aquello que cae en su radar, que queda para siempre perdido. Quizás no perdido, sino refundido, ya que ni los juguetes más futuristas de los investigadores han podido penetrar en la oscuridad unánime del agujero negro. Todo queda refundido y revuelto en la panza de esos glotones que se alimentan con una dieta a base de todo: estrellas, rocas, ráfagas de electrones, constelaciones, desechos de naves espaciales, cometas y asteroides, nebulosas, polvo cósmico, planetas con sus satélites, enanas rojas y enanas blancas, y quizás incluso hasta del cadáver de la perra soviética Laika embutido en su infame escafandra galáctica. Todo se lo tragan. De ahí que le añadieran el adjetivo negro a su nombre: no se les puede ver porque no reflejan ni al más desdichado de los fotones. Y sin luz, lo aprendimos con los mágicos artilugios de Monsieur Daguerre, sin luz no hay fotografía.

Volvamos al retrato de Sagitario A*, que no es propiamente una fotografía. Sino una imagen fabricada a partir del mar de datos recopilados por los ocho mega telescopios que participan del proyecto internacional Event Horizon Telescop (Telescopio del Horizonte de Sucesos). En resumidas cuentas, este consorcio hizo del planeta Tierra un descomunal telescopio; o mejor, y mucho más poético, el planeta Tierra se convirtió en un único ojo que apuntó a una sola dirección del vecindario para tomar una fotografía; una que, en el fondo, es imposible: pues en ella aparece aquello que no podía aparecer.

Para los gentiles como yo, que nunca firmamos un armisticio con las sumas y las restas, es un verdadero placer que los científicos no hubieran desentrañado el misterio destruyéndolo con mazazos de ecuaciones diofánticas de cinco o seis incógnitas, ni que lo hubieran sepultado bajo un alud de jeroglíficos que ni el mismísimo Champollion hubiera podido descifrar.

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Cuando apenas despuntaba el siglo XIX, en Inglaterra se produjo una protesta similar. En uno de sus poemas, el joven romántico John Keats acusó a Isaac Newton de haber “destejido el arcoíris”. Con los experimentos en que desbarataba la luz blanca con un prisma, decía el poeta, su compatriota le sustraía misterio al mundo, empobreciéndolo. Hoy, doscientos años después de su bronca lírica, Keats sonríe, está feliz: la poesía y la ciencia han resuelto darse un chapuzón en la misma piscina.

La foto de Sagitario A* -la prueba colorida de un fenómeno invisible- es, a un tiempo, poética y científica. Su elocuencia pirotécnica resulta doctamente hechizante. Con su silencio batial. Su insania muda. Su cuerpo informe, sin piernas, sin manos. Su horror suave y elástico, y pegajoso. El tiempo, que todo lo espanta acá en la Tierra, queda abolido en su jurisdicción.

Algunas personas aquejadas de un pesimismo incurable hablan del décimo círculo del infierno, mientras que sus contradictores aluden a una bendición, una ventana directa a las entrañas de los dioses. Incluso los videntes -por regla general poco proclives al conflicto- andan de las greñas y sumergidos en una guerra civil, porque ningún arúspice de renombre ha podido aportar el argumento contundente para inclinar la balanza: ¿es el protagonista de la foto el anhelado primer motor inmóvil, buscado desde hace milenios por filósofos y teólogos, o la arrogante bestia de siete cabezas y diez cuernos cuya visita escatológica profetizó hace un par de milenios el bondadoso San Juan?

Un amigo mío descartó de un tajo cualquiera de las dos respuestas por considerarlas fuertemente improbables. Sostuvo con toda propiedad que Sagitario A* es un Goliat omnívoro armado de un pitillo que irá sorbiendo con deleite la totalidad de objetos que componen el cosmos, hasta tropezarse con su última víctima: la Tierra. Confieso que la hipótesis no me aterró tanto como mi ineptitud para desmentirla.

Con todo y más allá de la inquietante belleza de esta fotografía imposible, en la nuca nos respira una sospecha igualmente perturbadora: si somos capaces de ver a los ojos al agujero negro es porque el agujero negro es capaz de vernos a nosotros. Abracadabra.

* Periodista en la casa productora de pódcast La No Ficción (@lanoficcion). Contacto: tomas.u@lanoficcion.com

Por Tomás Uprimny Añez*, especial para El Espectador

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