Vasily Kandinsky, y el origen del arte abstracto (I)
Habría que imaginarlo a bordo de un tren infinito, con el rostro pálido, casi cadavérico, con los ojos hundidos y la piel amarilla, pegada a los huesos. Y afuera la nieve. Lo blanco y muy blanco.
Fernando Araújo Vélez
Y el frío y el hielo y el cielo muy azul y algunos brotes de verde que se descubrían entre las hojas de los árboles cuando soplaba el viento. Y el tren a menos de 30 kilómetros por hora, rumbo a la nada. Y el negro del humo metiéndose entre las nubes y más allá. Y el ruido, trac a trac-trac a trac. Y sus vecinos mirando por la ventana, como él. Dejando en el vidrio el vaho de sus alientos. Y el silencio adentro y afuera, y de cuando en cuando, algún letrero que señalaba que Komi estaba a 650 kilómetros, o a 600, no importaba. Con el tiempo, a Vasily Kandinsky poco o nada le importaba que faltaran un día, o tres o cinco o una semana para llegar a su destino. Sabía, además, que en Vologda, al final de su viaje en tren, tendría que navegar por el río Sukhona otros cientos de kilómetros.
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Y el frío y el hielo y el cielo muy azul y algunos brotes de verde que se descubrían entre las hojas de los árboles cuando soplaba el viento. Y el tren a menos de 30 kilómetros por hora, rumbo a la nada. Y el negro del humo metiéndose entre las nubes y más allá. Y el ruido, trac a trac-trac a trac. Y sus vecinos mirando por la ventana, como él. Dejando en el vidrio el vaho de sus alientos. Y el silencio adentro y afuera, y de cuando en cuando, algún letrero que señalaba que Komi estaba a 650 kilómetros, o a 600, no importaba. Con el tiempo, a Vasily Kandinsky poco o nada le importaba que faltaran un día, o tres o cinco o una semana para llegar a su destino. Sabía, además, que en Vologda, al final de su viaje en tren, tendría que navegar por el río Sukhona otros cientos de kilómetros.
Iba hacia “otro mundo”, como diría años más tarde, y como lo relataría Orlando Figes en su libro El Baile de Natacha. Iba hacia el centro del mundo, y hacia la nada y el todo, y más que hacia cualquier lugar, iba a su encuentro consigo mismo. Había salido de su casa tiempo atrás, enfermo y desesperado porque los cientos de códigos de leyes que le enseñaban en la universidad de Moscú no le decían mucho. Porque sus vecinos solo hablaban de cargos y de posibilidades materiales. Y de matrimonios y un futuro hogar. De hijos. De casonas. Y él quería hablar de otros asuntos. Conocer otras versiones de la vida, como aquella que, creía, iba a encontrarse en Komi, donde se mezclaban el cristianismo y la visión chamánica de las tribus asiáticas, y donde se conversaba y se les temía a los demonios, y a los espíritus del bien, controlados o llamados por medio de distintos rituales mágicos.
Kandinsky llegó a Ust-Sysolsk, la capital de la provincia de Komi, a comienzos del verano de 1889, y aunque a primera vista los pobladores de aquella región le dijeron que eran ortodoxos, rusos de ley y de fe, e incluso le comentaron sobre el sacerdote que oficiaba misas todos los domingos, por debajo de aquella superficie fue viendo y viviendo otros modos de entender la existencia. El cristianismo que San Esteban había llevado hasta Komi en los años de 1.300 era una pintura y solo una pintura. Los aldeanos se persignaban en presencia de los intrusos, sobre todo si llegaban desde Moscú, como Kandinsky, pero en sus casas adoraban al Sol, a los árboles, a los ríos y a la Luna, y murmuraban que las estrellas estaban clavadas en el cielo. Con el pasar de los días de aquel verano, Kandinsky supo de danzas tribales, de ritos salvajes, de uno que otro sacrificio, de chamanes y sus tamboras y de sacerdotes que hacían llover.
Escuchó historias sobre un monstruo que vivía en el bosque, Versa, y de un alma viviente llamada Ort, que se le aparecía a la gente en el momento de su muerte, y leyó diarios de diarios de ancianos que contaban cómo le cantaban al fuego, o al agua, y cómo lograban apaciguar las tormentas. Mientras oía versiones y cantos, e imaginaba tiempos remotos, escribía en una libreta, y en otra, dibujaba. Poco a poco fue sabiendo de los distintos restos mongólicos que había en la zona, vajillas y adornos, y de los orígenes de sus habitantes, que según fueron transcurriendo los siglos, dejaron su marca desde Finlandia hasta Mongolia. Y día tras día, también, fue conociendo parte de sus propios ancestros. Kandinsky, según lo reseñó Figes, “provenía del río Konda, cerca de Tobolsk, Siberia, donde la familia se había asentado en el Siglo XVIII. Descendía de la tribu de los tungús, que vivían junto al río Amur, en Mongolia”.
Uno de los rasgos de orgullo más distintivos de Kandinsky eran sus facciones mongolas. Se preciaba de sus ojos oblicuos y de su piel, y más orgulloso aún, de su pasado, al que había comenzado a rescatar del olvido y el ostracismo por distintas vías, y con distintos nombres e investigaciones y publicaciones, porque Rusia volvía a mirar hacia el este y hacia sus viejas influencias. Y caminaba hacia sí, como los cientos de miles que caminaban todos los días en busca del alma rusa en el monasterio de Optina Pustyn, sabiendo que más tarde o más temprano divisarían la cúpula en forma de cebolla del monasterio, y que luego llegarían, y que ahí, en Optina Pustyn, se encontrarían con sus ancestros, que eran todos los rusos, y con ellos mismos, y con Dios y con Cristo, y que comprenderían en un segundo por qué Moscú había sido declarada la tercera Roma, luego de que el cristianismo pasara de Roma a Bizancio, y de ahí a lo que alguna vez se llamó Moscovia.
Caminaban, por momentos, hasta arrastrando los pies, pero eso no importaba. Caminaban. Avanzaban. Anotaban en un gastado papel uno por uno los 200 kilómetros que habían recorrido hacia el sur de Moscú, y se relataban unos a otros casi una historia por cada kilómetro. Que los sacerdotes, con la caída de Costantinopla, habían proclamado que los ortodoxos rusos tenían la misión de salvar al mundo cristiano. Que ortodoxo significaba ritual perfecto. Que decir ruso era decir ortodoxo. Caminaban, y cada vez eran más. Hundían sus pies en el lodo, en la nieve, en los charcos, y seguían, inmersos en los primeros años de mil ochocientos, y en los segundos y en los terceros, aunque en realidad vivieran en los mil setecientos o antes, porque eran los Viejos Creyentes del Viejo Credo, que se separaron de la Iglesia tradicional por implantar reformas rituales que para ellos eran dictadas por el Anticristo.
Caminaban con sus largas barbas, contraviniendo las órdenes de Pedro el Grande, quien como zar, ungido por Dios, había dictaminado, decidido, promulgado en 1700 que todos sus súbditos debían afeitarse, so pena de prisión. Caminaban hacia su pasado, estuviera en Optima Pustyn, como lo había hecho Dostoievski, o al este de los Urales, como Kandinsky, y escudriñaban entre la tierra y las piedras y las costumbres y los documentos escritos y pintados quiénes eran y cuál era su propósito en la vida. Cuando Kandinsky anduvo por Komi y habló con su gente y hurgó en su historia y sus realidades, aún no tenía muy en claro a qué se dedicaría el resto de su vida. Había nacido en 1866, y su vida había estado signada por los deberes y los estudios, por los códigos de “lo bueno y lo malo”. En la universidad de Moscú empezó a conocer otra Rusia, con gente muy distinta a aquella con la que había crecido.
Aquella gente, universitarios como él, y profesores y asistentes y algunos trabajadores, lo fue llevando a un mundo que le pareció fascinante, y que distaba millones de kilómetros y de años de aquel que estaba en los libros de derecho. En Komi, Kandinsky comenzó a decidir su vida. Comprendió, en esencia, que lo que había visto y escuchado al este de los Urales no podía quedarse en el aire. Había que desentrañarlo, comprenderlo, y luego, de una y mil maneras, volverlo memoria. Cuando regresó a Moscú, habló con algunos de sus viejos compañeros y con quienes habían estado investigando las raíces rusas, y entre versiones y versiones y su propia experiencia, fue hallando un camino: su camino. Escribió, profundizó, tomó notas y fue pasando a limpio sus conclusiones y algunos de sus dibujos. El trazo mongol atravesaba sus bocetos, en una época en la que el arte pictórico apenas empezaba a innovar.
Rusia, como antes de los tiempos de Pedro el Grande, volvía a mirar hacia el Este, a veces con exotismo, como lo haría Vladimir Nabokov, quien aseguraba que descendía directamente de Gengis Kan, a veces con polémicas por la verdadera identidad rusa, y en ocasiones, con asombro. Con miradas y trabajos como los de Kandinsky, los rusos se descubrían cada vez más atraídos hacia Eurasia, y más que nada, hacia su historia. Poco a poco, texto tras texto, teoría tras teoría, hallazgo tras hallazgo, ponían en duda la historia que les habían inculcado, según la cual eran producto de un cruce entre los escandinavos y los bizantinos, y entre las reiteradas batallas a muerte entre los dioses del Norte y el Cristianismo. Cualquier otro pensamiento, o incluso, la sospecha de que hubiera alguna influencia de los mongoles en su cultura, en la más amplia acepción del término, era considerada una traición.
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Los distintos historiadores y los tratados culturales rusos omitieron, por ignorancia o por vergüenza, a los mongoles y su paso de casi tres siglos por el sur de Rusia. Habían aparecido hacia el año de 1237, provenientes de las tierras situadas al norte del Mar Negro, y habían atacado los más importantes principados de la Rus de Kiev. Como lo reseñó Orlando Figes, “Los rusos estaban demasiado débiles y tenían demasiadas divisiones internas como para resistir, y en el transcurso de tres años todas las ciudades rusas importantes, con excepción de Novgorod, habían caído en manos de las hordas mongolas. Durante los 250 años siguientes Rusia estuvo gobernada, aunque de manera indirecta, por los kanes mongoles”. Sin embargo, permanecieron en el sur, e instalados en el sur, amedrentando desde ahí al resto de Rus, recibían tributos de las ciudades del centro y del norte.
A su paso dejaron ritos, palabras, costumbres, modos de vida. Dejaron su lengua y su sangre y sus espíritus y dioses. Sus genes, y parte de todo aquello que Kandinsky recolectó siglos más tarde para comenzar a crear, sin proponérselo, por supuesto, la abstracción en el arte.