Vasily Kandinsky, y el origen del arte abstracto (III)
En los tiempos de Kandinsky se discutía una y otra vez sobre el origen del arte y de la cultura y del pueblo ruso. Por un lado estaban los “eslavófilos”, que defendían la ‘santa Rus’ y sus influencias en todas y cada una de las acciones y pensamientos de los rusos.
Fernando Araújo Vélez
El arte provenía del pasado, y la manera de ser y de pensar, pero del pasado ortodoxo, del pasado teñido de nieve, de casas de madera, de Siberia y Moscú y lagos de hielo. Por el otro se encontraban los “orientalistas”, por llamarlos de alguna manera. O los “folkloristas”. Aquellos que consideraban que toda Rusia, o la mayoría de ella, provenía de los asiáticos, y que su influjo había atravesado con absoluta profundidad las formas y razonamientos y creencias de los rusos. En realidad, aquella polémica marcó al siglo XIX, a sus personajes y sus destinos. De ella se desprendieron algunos de los sucesos que viviría Rusia en los años siguientes.
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El arte provenía del pasado, y la manera de ser y de pensar, pero del pasado ortodoxo, del pasado teñido de nieve, de casas de madera, de Siberia y Moscú y lagos de hielo. Por el otro se encontraban los “orientalistas”, por llamarlos de alguna manera. O los “folkloristas”. Aquellos que consideraban que toda Rusia, o la mayoría de ella, provenía de los asiáticos, y que su influjo había atravesado con absoluta profundidad las formas y razonamientos y creencias de los rusos. En realidad, aquella polémica marcó al siglo XIX, a sus personajes y sus destinos. De ella se desprendieron algunos de los sucesos que viviría Rusia en los años siguientes.
Por aquella polémica, por ejemplo, Dostoievski fue condenado a muerte. Dostoievski era santo y pecador, ángel y demonio, y se preguntaba día tras día cómo era posible que un Dios, el Dios ruso, ortodoxo, hubiera creado a Rusia, un pueblo con tanto infierno, y cómo podría creer él en un Dios que hubiese forjado un mundo con tanto sufrimiento. De alguna manera, anhelaba tener fe. La buscó en su vida y, sobre todo, en sus novelas, a través de sus múltiples personajes. La buscó, incluso, cuando fue condenado a muerte por conspiración, luego de haber leído en voz alta una carta que un crítico le había enviado a Gogol en la que decía que se necesitaba una revolución social en Rusia y un volver a las raíces. La carta había sido prohibida. Leerla era una afrenta contra el orden y las instituciones. Y más que nada, contra el Zar. Llevar o tener una copia era más que una ofensa. Dostojevski había reescrito algunas, y en 1849 fue detenido. Se salvó de la muerte por un indulto que llegó pocos minutos antes de la ejecución. Fue llevado a Siberia.
Algunos de sus biógrafos contaron que pocos minutos antes de salir a lo que iba a ser su fusilamiento, le comentó a un compañero que se le había ocurrido una gran historia para un cuento. Luego, muy luego, en Siberia, en medio de trabajos forzados, latigazos, castigos aún más severos, viviendo o sobreviviendo con hombres que se sentían sin derecho al perdón, escribió sus Memorias del subsuelo, y comenzó a esbozar la trama, y ante todo, a los protagonistas de Crimen y Castigo y de Los hermanos Karamazov. “Después de todo -le escribió en 1854 a su hermano-, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. Su vida en Omsk fue más dura por haberse tenido que arrepentir de sus viejas ideas sobre el pueblo ruso, su bondad y su honradez, que por la condena y el castigo. Hasta que llegó a Siberia, creía en el remordimiento de los hombres.
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Luego comprendió que la maldad, o las penas, o el hambre, o la vanidad, o todo aquello unido, podían matar el arrepentimiento. “Ya he dicho que en un período de varios años no encontré en esas personas el menor rastro de arrepentimiento, ni la más mínima señal de que sus crímenes les pesaran en la conciencia, y que la mayoría de ellos consideran que han hecho bien. Eso es un hecho. Desde luego que la vanidad, los malos ejemplos, la temeridad y la falsa vergüenza son en parte responsables de ello. Por otra parte, ¿quién puede afirmar que ha desentrañado las profundidades de aquellas almas perdidas y ha descifrado en ellas lo que se le oculta al mundo entero? Seguramente es posible en tantos años haber percibido algo, haber captado por lo menos algún rasgo de esos corazones que dé testimonio de una angustia interior, de sufrimiento. Pero no fue así. Sin embargo, al parecer el crimen no puede comprenderse desde un punto de vista preestablecido, y su filosofía es bastante más difícil de lo que suele suponerse”, terminó por escribir en sus Memorias del subsuelo.
El crimen era humano y siguió siendo humano. Y era de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur. Rusia era una enorme masa de subsuelo, tanto por sus tierras, como por sus orígenes. Así como Kandinsky había ido a buscar sus raíces a Komi, y Dostoievski había hallado parte del origen del alma rusa en Omsk, Antón Chéjov había comprendido en la isla de Sajalin, a 800 kilómetros al norte de Japón, que un artista, un gran artista, un buscador y creador, un hombre que fuera capaz de ir tras la verdad y exponerla, como su venerado Nikolái Przhevalsky, “equivale a decenas de instituciones académicas y cientos de buenos libros (…). En nuestros tiempos enfermos, en que las sociedades europeas son presa de la indolencia, los héroes son tan necesarios como el sol. Sus personalidades son prueba viviente de que además de las personas que por aburrimiento escriben relatos insignificantes, planes y disertaciones innecesarias, existen otros con una fe y un objetivo claros que realizan grandes hazañas”.
Przhevalsky, en palabras de Orlando Figes en El baile de Natacha, “había abierto el mundo de Asia central y del Tíbet al público lector rudo en la época en que Chéjov era un muchacho”. Chéjov, hasta entonces, y según su propia opinión, era aquel hombre que escribía relatos insignificantes. Estaba sumido en una profunda desesperanza sobre sí mismo y el mundo. Por ello viajó a la isla de Sajalin, en el mar de Ojotsk. Un día consideraba que había perdido la razón. Y al día siguiente, que debía ir a encontrarla lejos de Moscú, y más lejos aún de Occidente y de Europa. Se llevó decenas de libros, y durante las tres semanas en las que permaneció en aquella diminuta isla, trabajó casi sin dormir con los presos que el Gobierno y su sistema carcelario enviaba a Sajalin. Mano a mano, palabra a palabra, fue conociendo las brutalidades que el hombre cometía contra el hombre. Sus vanidades, sus venganzas, sus ansias de poder. Necesitaba dejar un testimonio sobre lo que había visto. Sumar y decirle a Rusia que Rusia era más, mucho más que Moscú. Ir más allá de su vanidad de médico y cuentista.
Al regresar a Moscú, escribió La isla de Sajalin. Por aquella cruda exposición de las vejaciones que los humanos padecían en prisión, el zarismo decidió transformar sus políticas de detención y de castigo. Chéjov, como Kandinsky, Stravinsky, y decenas de otros artistas más o menos encumbrados, habían ido encontrándose para discutir y analizar lo oriental que había en el alma rusa. Luego fueron tejiendo sus obras desde allí. Unos se llamaban folcloristas. Otros, escitas, retomando el antiguo nombre de la vieja tribu nómada que deambuló por las orillas del Mar Negro y del Caspio desde el siglo VIII Antes de Cristo, unos más eurasianos, y algunos, primitivistas. La denominación era lo de menos. Lo importante era el concepto, y más allá del concepto, la búsqueda. Había algo de sana curiosidad en aquellas tendencias, pero también, un poco de rencor contra Occidente, pues Europa, en distintas ocasiones, no sólo había humillado a los rusos y los había subestimado, sino que los había dejado solos y hasta los había enfrentado en algunas de sus “santas guerras”, como la de Crimea en 1853.
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El dolor por Crimea llevó Incluso a Dostoievski a escribir que aquella guerra había sido “La crucifixión del Cristo ruso”. Por convicción, por fe, por venganza o por todas esas razones unidas y algunas más, gran parte de la intelectualidad rusa había decidido romper con las influencias occidentales. Vasily Kandinsky fue uno de los promotores de aquel volver al pasado, que irónicamente se convirtió en una vanguardia. “Kandinsky -como recordaba Figes- era un gran admirador del arte persa y equipara sus ideales de sencillez y verdad con ‘los íconos más antiguos de nuestra Rus’”. Poco antes de la Primera Guerra Mundial, en Munich, había fundado con Franz Marc una revista llamada El jinete azul en la que publicaba trabajos de distintos artistas europeos cuyos principales temas eran el campesino, los dibujos infantiles, el folclor y las reminiscencias a las antiquísimas tribus de oriente. “En aquella época, Kandinsky se inclinaba hacia la idea de una síntesis entre la cultura occidental y la primitiva y oriental. Veía a Rusia como la Tierra Prometida. Esa búsqueda de una síntesis era la temática clave de las primeras obras de Kandinsky”.
Kandinsky jamás dejó de buscar. Buscó en las tierras más lejanas, en la historia, en la religión, en los espíritus, y en sí mismo. Y fue viviendo de desilusión en desilusión. En Lo espiritual en el arte, escribió: “En estos tiempos mudos y ciegos, los hombres dan una importancia exclusiva al éxito externo, se preocupan sólo de los bienes materiales y celebran como una gran proeza el progreso técnico que sólo sirve y sólo puede servir al cuerpo. Las fuerzas puramente espirituales son subestimadas en el mejor de los casos, o simplemente pasadas por alto. Los hambrientos y visionarios aislados son ridiculizados o tenidos por anormales. Las pocas almas que no se hunden en el sueño y sienten un oscuro deseo de vida espiritual, de saber y de progreso, se lamentan desoladas en medio del grosero coro de materialismo. La noche espiritual se cierne más y más. Las tinieblas grises caen sobre las almas atemorizadas, y sus superiores, acosados y debilitados por la duda y el miedo, prefieren a veces el oscurecimiento paulatino a la súbita y violenta caída en la negrura”.
Pese a la “negrura” de los tiempos que le tocó vivir, Kandinsky jamás dejó de trabajar por mostrarle, por expresarle a quien quisiera verlo, el espiritualismo que se escondía detrás de cada ser. Criticó el materialismo de su época, y más que nada, la deshumanización del hombre, que lo llevó a las guerras, con todas sus caóticas consecuencias. En 1911 conoció a Paul Klee en Schwabing, y con Klee trabó una relación que fue nutriéndose de trabajos, creaciones, discusiones, charlas, puntos en común y disensos. Kandinsky y Klee se admiraron, más allá de que algunos críticos posteriores dijeran que eran amigos y rivales, dentro de los valores posteriores a aquellos tiempos, según los cuales una discusión fue tomándose como una enemistad. “Kandinsky quiere convocar a una nueva comunidad de artistas. Personalmente, he percibido en él una enorme confianza, a partir de su excepcional claridad mental”, escribió Klee en una página de su diario poco después de su primer encuentro.
Luego de aquellas primeras reuniones, llegaron la Primera Guerra Mundial y el caos y la muerte y las primeras piedras de otra guerra. Kandinsky y Klee apenas pudieron volver a verse en 1922, en la Bauhaus, Weimar. Vivieron en casa contiguas, con sus respectivas familias, y fueron dándoles a sus vidas y sus obras el carácter y los colores que los harían inmortales, entre cafés, vino, música que ponían en sus gramófonos y bocetos de sus cuadros. Once años más tarde, el nazismo era una dolorosa realidad que se expandía por Alemania y comenzaba a aterrar a Europa. Luego de múltiples conversaciones, Kandinsky se fue a París, y Klee, a Berna. A la distancia, continuaron con sus relaciones y su intercambio de opiniones y de ideas, más temerosos que optimistas por el futuro de la humanidad. Klee falleció en 1940, y Kandinsky, cuatro años más tarde. La barbarie que tantas veces habían previsto y contra la que habían luchado era una amarga realidad que seguía regándose por el mundo, cada día más mortal, cada día más oscura y sin futuro.