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Víctor Hugo, una voz de la vaciante (El Cajón de Santaora)

Desde muy pequeño, Víctor Hugo fue voz y testigo de los aguabajos, cantos improvisados, o aprendidos por la tradición oral, que todavía se escuchan en el río Guapi. Fue uno más de los bogas que regresaban a sus casas cantando, y lo sigue siendo. Hoy nos presenta algo nuevo: “Pacífico, gran comarca”.

Julia Díaz Santa
23 de diciembre de 2022 - 11:00 a. m.
Víctor Hugo, una voz de la vaciante (El Cajón de Santaora)
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Como era habitual, el niño no paró de llorar en toda la noche. Tenía pocos meses de nacido y los vecinos se preguntaban inquietos por qué lloraba tanto y, sobre todo, por qué gemía tan duro. A unas cinco cuadras del rancho, un primo dijo que le parecía que la criatura había estado llorando en la puerta de su casa.

Los padres no sabían qué hacer, con ningún hijo había pasado algo así. Ellos se desesperaban mientras el pequeño Víctor Hugo parecía no calmarse con nada. No servían los mimos, la comida ni los dedos en la boca. Los médicos lo examinaban y luego explicaban que todo parecía regular, menos la potencia de aquel lamento.

-Un lloriqueo así no es normal, dijo la madre, con la mano en la frente.

En ese momento, a comienzos de los ochenta, eran una familia que vivía en la cabecera urbana del terruño que bordea la vertiente del Pacífico colombiano, a orillas del río Guapi. La madre venía de una larga tradición artesanal y junto con el padre del niño tenían una pequeña tierra a las afueras, en donde cultivaban plátano, maíz y otras siembras de pancoger.

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Agotados todos los recursos para develar el misterioso llanto mandaron a llamar a la abuela. La mujer estaba río arriba, allá donde en ese entonces había 200 casas y ahora, por fuerza de la violencia, hay solo 10. En respuesta, la señora Florinda esperó a que llegara la vaciante, para bajar por el río roncando canalete.

-La única que dio con el chiste, ese mismo día, fue ella, mi abuela, dice Víctor Hugo.

Lo cuenta muchos años después, mientras conversamos sobre su más reciente lanzamiento musical: Pacífico, gran comarca. Es un álbum conformado por nueve canciones, de las cuales siete son inéditas. Un disco con el que sigue explorando la música tradicional del Pacífico colombiano, y en especial el aire del aguabajo.

“En las zonas rurales del Pacífico la gente trabaja en las partes altas de las cuencas hídricas, río arriba. Al final del laboreo los hombres regresan a sus hogares en su canoa, río abajo, con la corriente lenta, sin ningún tipo de esfuerzo en medio de la selva. En esos trayectos se escuchan cantos improvisados o aprendidos por la tradición oral. Son voces que llevan la misma cadencia rítmica del río... es ahí donde sucede el aguabajo”, dice Tomás Correa, quien, junto con junto a Julián Chávez, es productor del proyecto Pacífico, gran comarca.

Los tres se conocieron hace 20 años, por las épocas en las que fundaron la Mojarra Eléctrica, en Bogotá. Y siguen creando juntos. Gracias a eso, hace unas semanas, se compartió en plataformas digitales Nuestra lluvia, primer sencillo en la promoción del álbum. Es una canción de agua dulce en la que participaron maestros como Jeffry Cuesta en la guitarra; Carlos Zapata, trompetista de Grupo Niche; Xiomara Torres, La voz del mar; el multiinstrumentista Adrián Viáfara, en la marimba; Miguel Sánchez, en el bajo eléctrico, y Juan Carlos Castro, en la percusión.

La lluvia empezó a caer

Y al instante te abracé

Tú tenías mucho frío…

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Fueron las aguas de ese río, un río de marea, las que deslizaron las primeras ondas sonoras emitidas por ese muchacho que nació sonando duro. De canto o de lamento, Víctor Hugo es eso, una voz de la vaciante.

“Uno en ese entonces no sabía que lo que entonaba se llamaba así, aguabajo. Era algo natural, cuando la marea bajaba, es decir, cuando llegaba la vaciante en el río nos relajábamos y todo era música”, cuenta Víctor Hugo, una persona tranquila, introvertida, pero a la vez alegre y cadenciosa, que encuentra en el aguabajo una metáfora de sí mismo.

Cierto es que por su voz se hizo conocer en todas las lunadas que por ese entonces se hacían en Guapi. De un momento a otro era la voz preferida de todas las serenatas que se daban en el pueblo y sus alrededores. Lo declararon fuera de concurso porque ganó, consecutivamente, más de seis festivales de la canción. Río arriba o río abajo, el muchacho tímido se volvió el joven más popular. Con la guitarra aprendió a tocar no solo canciones tradicionales, sino toda la música romántica de la época. Su voz honda y potente vino a mezclar los cantos afrocolombianos con las melodías de Leonardo Fabio, José José, Danny Rivera, entre otros.

-Fuimos la última generación de las lunadas en Guapi, comenta con nostalgia. Y luego hay un silencio.

Retrocedamos 40 años, les digo. Cuando llegó la abuela, todos se quedaron mudos. La habían mandado a traer para examinar al muchacho que lloraba sin parar y que, por la potencia de la queja, no dejaba dormir ni siquiera a los vecinos de las cuadras más lejanas.

Formaron un círculo alrededor del pequeño en la cuna y rezaron para que la abuela, Florinda Cadena, diera el diagnóstico definitivo y la pronta solución.

Ella lo miró de arriba abajo. Puso su oreja en la boca de la criatura y luego giró la cabeza. Se levantó y quedó mirando al grupo con asombro. Soltó una carcajada inesperada y pronunció la sentencia:

-Qué va, déjenlo llorar, no ven que llora como cantor.

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Por Julia Díaz Santa

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