La brillante demasía de Demi Moore
La película “La sustancia” se ha convertido en una de las contendoras de la próxima temporada de premios cinematográficos. Aun habiendo dividido al público, pero despertado furor entre la crítica. “La sustancia” marca el regreso de Demi Moore al cine, en una interpretación que varios han calificado como la mejor de su carrera.
Nicolás Barbosa
La película “La sustancia” se ha convertido en una de las contendoras de la próxima temporada de premios cinematográficos. Aun habiendo dividido al público, pero despertado furor entre la crítica, La sustancia marca el regreso de Demi Moore al cine, en una interpretación que varios han calificado como la mejor de su carrera.
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La película “La sustancia” se ha convertido en una de las contendoras de la próxima temporada de premios cinematográficos. Aun habiendo dividido al público, pero despertado furor entre la crítica, La sustancia marca el regreso de Demi Moore al cine, en una interpretación que varios han calificado como la mejor de su carrera.
Una mujer joven —bellísima y voluptuosa, de ojos azules y labios carnosos— es contratada como la nueva estrella de un viejo programa de aeróbicos. Su nombre es Sue. Está sentada en la oficina de su nuevo jefe, un alto ejecutivo del canal. Desde el lado opuesto del escritorio, él la mira con lascivia. Es un sesentón desagradable: de nariz bulbosa y rubicunda, piel porosa, ojos desorbitados, vasos sanguíneos rotos y dientes amarillentos con restos de comida. Ella se emociona. Los ojos se le llenan de lágrimas. Él sonríe, y ella hace lo mismo. Cada uno es el espejo inverso del otro. Antes de aceptar el nuevo trabajo, ella le hace una salvedad: sólo podrá grabar el programa cada quince días, pues tendrá que alternar el trabajo con el cuidado de su madre enferma. Uno, el espectador, sabe que ella miente, pues para ese momento ya conocemos la verdadera razón de sus ausencias. Pero ella dice la verdad.
En una escena anterior, una mujer más vieja —bellísima y esbelta, de pelo negro, rasgos finos y señales de un retoque estético en el rostro— es despedida de su trabajo. Hasta entonces ha sido la estrella de un viejo programa de aeróbicos. Su nombre es Elisabeth. Está sentada en la mesa de un restaurante frente a su jefe, el mismo ejecutivo de nariz hinchada y ojos irritados. Él hace mucho dejó de mirarla con lascivia. No la mira. La desdeña al igual que desecha los restos de su almuerzo. El mantel es una tela salpicada de mantequilla y cubierta de caparazones de langostinos. Toda la mesa, al igual que Elisabeth, se ha convertido en un esqueleto estéril e incomible. Ambas son un cadáver pintado de rubor.
Así abre “La sustancia”, el drama de una estrella venida a menos, reemplazada (y suplantada) por otra todavía más reluciente. Esta película, escrita y dirigida por Coralie Fargeat y protagonizada por Demi Moore, Margaret Qualley y Dennis Quaid, es una historia de horror, una tragedia psicológica y una parodia de sí misma. Así lo parezca, la película no se limita a la crítica —tosca y deliberadamente torpe— de una sociedad adicta al exceso, reacia al paso del tiempo y deleitada en la indulgencia de su belleza pérfida. Sobre todo, bajo la epidermis de su exceso, “La sustancia” es más bien un estudio de la vergüenza universal: la vergüenza de ser uno mismo.
Días después de su despido, Elisabeth obtiene una sustancia misteriosa. Es amarilla y fosforescente, como el color del veneno en los programas infantiles. Viene con unas instrucciones escuetas, que parecen sacadas también de una caricatura. La sustancia no promete transformar a Elisabeth —no la hará joven—, pero sí promete hacer de ella —o sea, hacer a partir de sus entrañas— una versión más joven y perfecta. Elisabeth se inyecta la sustancia y, con el falo fino y rígido de su jeringa, se fecunda a sí misma. No nueve meses, sino nueve segundos después, da a luz a otra, que a pesar de ser neonata no es bebé, sino adulta, y que, sin ser una copia de su progenitora, es la misma mujer de quien procede.
El clon (que no es clon) —o sea, la hija (que no es hija)— es más joven, bella y voluptuosa que Elisabeth. No le nace por la vagina. Consistente con la carga que habrá de ser para su madre (que no es madre), la joven le nace por la espalda. Tras dar a luz a su estrella renovada, la más vieja queda inconsciente. La joven —erguida, desnuda y transitoriamente huérfana— se bautiza a sí misma: Sue. A partir de ese momento, ambas pondrán en práctica las tres reglas inquebrantables de su nueva vida compartida.
1. La vieja y la joven deberán alternarse cada semana: durante siete días, una vivirá y la otra dormirá, y cada una será, en la vigilia, la realidad soñada por la otra.
2. La despierta extraerá de la dormida su alimento, pero no mamando de una teta, sino penetrando a la otra en la espina dorsal. A diario, una le clavará a la otra el sucedáneo de un puñal en la espalda: una aguja con que le succiona la médula ósea.
3. Ninguna deberá olvidar que, siendo dos —clonada y clon—, Sue y Elisabeth son una. Además de madre e hija y de vieja y joven, Sue y Elisabeth son también una sola conciencia (misteriosa y parcialmente compartida).
Así es como la sustancia hace a dos a partir de una sola, a la vez que hace a una sola a partir de dos. Entonces uno, el espectador, se pregunta por el origen de este líquido seminal y escatológico, capaz de convertir a su portadora en el dios de una santa trinidad distorsionada.
Quien vea La sustancia se dará cuenta de que esta película, que es sobre el paso del tiempo y sus efectos en las partes del cuerpo, no ocurre en ningún tiempo ni en ninguna parte. La estética prevalente de los setenta y ochenta —como la alfombra lila del apartamento de Elisabeth o el corredor del estudio de grabación, un pastiche de la lámpara de “Mi bella genio” y el hotel de “El resplandor”— coexiste con elementos modernos. Las calles que Elisabeth recorre —del estudio de grabación a su casa y de su casa al edificio abandonado donde obtiene la sustancia— son todas calles de una ciudad vacía que no es como ninguna que exista en la realidad.
“La sustancia” no ocurre en nuestro mundo, sino en el plano del deseo y en la frontera porosa entre el sueño y la pesadilla. Así nos lo revelan las escenas en que accedemos a los sueños de ambas protagonistas, justo antes de que cada una despierte para intercambiar su lugar con la otra. Quien vea esta película se preguntará, entonces, de qué manera los personajes proyectados en nuestros sueños (y los monstruos que pueblan toda pesadilla) son, siempre, disfraces de nosotros mismos. Y, al igual que Elisabeth y Sue, el espectador se preguntará de qué forma las mentiras de sus sueños han penetrado su propia vigilia.
No son gratuitos los homenajes (descaradamente insertados) a lo largo de la película: el homenaje a Norma Desmond (personaje interpretado por Gloria Swanson en “Sunset Boulevard”), la actriz venida a menos, devorada por su búsqueda delirante de una fama ya perdida; a la propia Gloria Swanson, que, habiendo sido desdeñada en el paso del cine mudo al cine sonoro, recobró la fama con el rol de Norma Desmond; el homenaje a Carrie White (personaje interpretado por Sissy Spacek en “Carrie”), la virgen monstruosa que termina liberando su reprimido deseo sexual en el orgasmo de una matanza colectiva; a Sarah Goldfarb (personaje interpretado por Ellen Burstyn en “Réquiem por un sueño”), la anciana adicta a las anfetaminas que, en su delirio de grandeza, constata de qué forma una pantalla de televisión es como el destello espurio de los sueños; el homenaje a Madeline Ashton (personaje interpretado por Meryl Streep en “La muerte le sienta bien”), la actriz robamaridos que pretende la eterna juventud a costa de una muerte en vida; a Betty Elms (personaje interpretado por Naomi Watts en “Mulholland Drive”), otra actriz, también venida a menos, también adicta, que, antes de suicidarse, duerme y sueña con la fama que jamás obtuvo en la vigilia; y a Jane Fonda, la estrella mayor —el sol— de los aeróbicos transmitidos por televisión.
Pero, sobre todo, La sustancia es un homenaje a la propia Demi Moore: una actriz que nosotros, sus espectadores, pusimos en la cima y luego depusimos indolentemente. Con pericia —y con el ligero rastro (en el rostro) de las sustancias con que ella habrá querido acercarse a los dioses— la valiente y formidable Demi Moore interpreta el rol de su vida: el personaje de ella misma y, por lo tanto, de todos nosotros.
*Profesor de Literatura de la Universidad de los Andes.