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¿Pueden la literatura, el teatro o el cine documental revelar desde sus voces y sus formas más de lo que podríamos ver en los medios de comunicación y en las investigaciones realizadas por distintas instancias judiciales?
“Hubo muchas preguntas sobre el hecho de que se intentaron responder desde muchos sectores, y la literatura tuvo un lugar fundamental, porque aunque en el informe del Tribunal Especial de Instrucción en 1986 se refería a los documentos con los que los guerrilleros planearon la toma, fue en la novela de Olga Behar donde tuvimos la explicación emotiva de la única guerrillera que sobrevivió; y aunque ese mismo informe oficial negó contundentemente la existencia de desaparecidos, la literatura sirvió de amplificador de esas voces que no quisieron escuchar en su momento el sector oficial, los militares y gran parte de la sociedad. Año tras año se representó en el teatro La siempreviva y eso fue un reconocimiento que desde el arte se les hizo a las víctimas, reconocimiento que tardó muchísimos más años, y luego de una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en llegar por parte del Estado, cuando al presidente Santos le tocó reconocer como representante del gobierno que sí hubo desaparecidos y por primera vez, después de tantos años, emprender la búsqueda rigurosa de esas personas”, respondió Laura Valbuena, autora del libro La toma del Palacio de Justicia en 30 años de literatura (Filomena edita).
De la publicación de este libro, que fue posible gracias a que la autora fue una de las ganadoras del Programa Distrital de Estímulos del Idartes en 2016, surgió la idea de hacer este artículo como un eco de su investigación y de todas las voces que han querido reconstruir desde sus recuerdos y el de los testigos y víctimas que vivieron esos días traumáticos en los que los tanques deambularon por las calles por las que jamás se imaginó que pasarían, y en donde las llamas que provenían del Palacio de Justicia no solo derrumbaron las esperanzas que nacieron con la firma de paz de los acuerdos en La Uribe, Meta, entre el gobierno y las Farc, sino que rememoraban el mismo fuego que para muchos fue la génesis de la violencia en Colombia, cuando las turbas enardecidas incendiaron el centro de Bogotá luego de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948.
J.R. Moehringer lo dijo: “El periodismo es el primer borrador de la historia”. Y fueron los cubrimientos, las notas de prensa y las primeras planas las que dieron pie para las creaciones de los libros y los relatos que reconstruyeron el antes, el durante y el después del holocausto del Palacio de Justicia. La revelación de los medios de comunicación sobre los planos que tenía la guerrilla del M-19 para tomarse el edificio 19 días antes fueron los primeros archivos que no solo sirvieron para hablar y repensar lo sucedido, también fueron relevantes para cuestionar la efectividad de la fuerza pública y del Estado a la hora de defender sus instituciones.
Manuel Vicente Peña, periodista investigativo, fue el primero en publicar un libro sobre aquellos hechos. En Las dos tomas, el autor recopiló las transcripciones de los militares del M-19 durante la toma, también cuenta detalladamente el cubrimiento de la prensa sobre el hallazgo del plan para tomarse el Palacio y narra uno de los momentos más polémicos: el partido entre Millonarios y Unión Magdalena que se transmitió para que la ciudadanía no pudiera ver por televisión lo que estaba ocurriendo en el centro de Bogotá entre la guerrilla y el Ejército. Entre otras razones, el libro ayudó para que el Consejo de Estado determinara que era una toma anunciada.
Casi que de manera simultánea se publicó La justicia en llamas, de Germán Hernández, cronista de la época que narró en doce capítulos lo que pasó en el edificio que ahora lleva el nombre del entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, víctima de la toma.
Un tercer libro que resultó fundamental, e incluyó la voz de una de sus protagonistas, fue Noches de humo, de Olga Behar. El testimonio de Clara Helena Enciso, guerrillera del M-19, sirvió para que la periodista colombiana escribiera un texto literario que tiene su base en la verdad, en una protagonista directa de los días previos y las 48 horas de la toma y la retoma, y si bien la obra carece de un contexto posterior y de una visión de los otros agentes del suceso, sí se posicionó como un libro fundamental por la inclusión de una voz testigo de la preparación y el desarrollo de los hechos por parte del Movimiento 19 de Abril.
Como bien lo señaló Laura Valbuena, una obra de teatro como La Siempreviva resultó ser un símbolo de lo trágico y lo traumático de esos días, de las familias que terminaron preguntándonse dónde estaban sus seres queridos y por qué la fuerza pública no les daba razón de ellos si justamente a varios los vieron salir con vida junto a militares y miembros del Ejército, institución en la que finalmente recae gran parte de la responsabilidad por las muertes y las desapariciones posteriores a la retoma.
“Sobre la responsabilidad y el respeto con las víctimas en el caso de abordar un tema como la desaparición forzada, eso es una elección de cada autor. Yo creo que como autores ellos tenían una importante responsabilidad al hablar del tema con respeto, y siento que lo hacen, así sean más ficcionales o fieles a la realidad en las obras, lo que más resalta es ese dolor plasmado, ese dolor en el que los familiares se pueden ver reflejados. Hay varios familiares que participaron en los procesos de creación de algunas obras, y siento que una de las grandes virtudes de este corpus literario sobre el tema que se logró agrupar fue justamente eso, que mientras desde el periodismo o la historia había unos enfoques dirigidos hacia otros lados, en las obras literarias se le dio prioridad a lo humano, a la tragedia, al empleado de la cafetería que tenía cuatro hijas. La historia y el periodismo no suelen ser tan enfáticos en este tipo de dramas particulares, y además no solo lo plasman de forma creativa y llamativa, sino que fueron una voz constante de denuncia sobre el tema desde los años en que incluso se negaba contundentemente la existencia de desaparecidos. Eso va más allá del mismo respeto y representó un gran apoyo desde la literatura hacia un drama terrible al que pocos prestaron atención por muchos años”, dijo Valbuena.
Miguel Torres, autor de La Siempreviva, y uno de los escritores que más ha aportado a la historia de Bogotá en el siglo XX, también habló sobre la relevancia de la literatura a la hora de intentar responder a las preguntas que quedan en el tiempo, no con la pretensión, de nuevo, de ser la versión oficial, pero sí buscando respuestas e invitando a quienes se acercan a estas obras a encontrar la verdad que se esconde en los anaqueles del tiempo y en los estrados del poder: “En primer lugar, en proporción a la magnitud de la tragedia me parece irrisoria la respuesta, no solo de los escritores, sino de los artistas colombianos en general frente a la grieta histórica que abrieron los luctuosos sucesos del 6 y el 7 de noviembre de 1985. Hay algunas obras de diversos géneros y son muy importantes; pero la trascendencia de esta tragedia que enlutó el alma del país reclama más. Lo que opino es que nuestra historia es un espacio ideal para explorar desde la literatura, por la oscuridad que la rodea. Los políticos, por ejemplo, dicen muchas mentiras para ocultar la verdad. Los escritores escribimos ficciones para buscarla. El escritor es un testigo de la historia. La gente se enfrenta contra el mundo todos los días. El mundo es dinámico, activo, arrollador, implacable. La mayoría de la gente no se pronuncia frente a la injusticia, la iniquidad, la humillación. Prefiere callar y resignarse. El escritor puede decir lo que piensa de ese enfrentamiento. Tiene una herramienta para hacerlo, que son las palabras. Además, es importante tener en cuenta que el enriquecimiento cultural se da cuando el arte se vuelve imprescindible para comprender las complejidades que trastornan a una nación. La Siempreviva amplifica los sucesos que marcaron la toma y la retoma del Palacio. Desde la obra, intentaba revelar una nueva forma de ver la tragedia. Quería plantear preguntas que suscitaran una profunda reflexión que nos indagara a fondo acerca de la violencia y la barbarie, la soledad y la desolación, el desquiciamiento y la locura que ha vivido, vive y sufre nuestro país”.
Si bien las obras periodísticas y literarias han abordado desde distintos ángulos y voces lo ocurrido en el Palacio de Justicia, uno de los temas más recurrentes es justamente el que se aborda en La Siempreviva: los desaparecidos. ¿Y por qué es, entonces, una de las temáticas que atraviesa la literatura sobre este acontecimiento? Porque en ella se expresa la preocupación de una sociedad por resolver las dudas, por llenar ese vacío que no ha podido ser solventado, no solo como una obligación con la verdad y las memorias de las víctimas, sino como un compromiso del Estado y sus instancias judiciales para revalidar la justicia en Colombia.
Vivir sin los otros, de Fernando González Santos; Las canciones del Palacio de Justicia, de Jorge Alejandro Medellín Becerra; Apocalipsis, de Mario Mendoza; Desaparición, de Gustavo Forero Quintero y Los once, de varios autores, son las obras literarias que han trabajado en su totalidad o en uno de sus capítulos el tema de los desaparecidos del Palacio de Justicia.
Muchos de estos libros surgieron después de dos décadas de la toma. Aunque las desapariciones y los acusados por los crímenes cometidos entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985 fueron preguntas que quedaron desde el momento mismo de los acontecimientos, fue en 2005, en la conmemoración de los veinte años del suceso, cuando muchos datos y detalles empezaron a salir a la luz. Con la publicación de Holocausto en el silencio, de Adriana Echeverry y Ana María Hanssen, se dio un nuevo impulso al estudio y análisis de las responsabilidades y el curso en el que se dieron los hechos. En el libro se recogió todo el fracaso de la justicia. Entre 1985 y el 2005 el tema del Palacio de Justicia pasó por todas las instancias y lo único que hubo fue la condena de la nación por el Consejo de Estado. Fue en ese entonces cuando el tema volvió a cobrar importancia. En esos veinte años el M-19 se desmovilizó y los perdonaron; a Belisario Betancur lo absolvió el Congreso. Lo único fue una sanción disciplinaria de la procuraduría al coronel Plazas Vega. Ese mismo año la Fiscalía retomó las incógnitas de los desaparecidos, porque era un crimen de lesa humanidad que no podía prescribir. Los medios de comunicación, para conmemorar los veinte años, revivieron todo lo que no había salido. Ahí empezó una nueva era y desde hace quince años surgieron otros libros como El palacio sin máscara, de Germán Castro Caycedo; El Palacio de Justicia, una tragedia colombiana, de Ana Carrigan; Palacio de Justicia: ni golpe de Estado ni vacío de poder, de Jaime Castro Castro; Prohibido olvidar: dos miradas sobre la toma del Palacio de Justicia, de Maureen Maya y Gustavo Petro; Entre la barbarie y la justicia, el holocausto del 6 de noviembre, de María Luz Arrieta, entre otros textos históricos y periodísticos.
Arrieta, que fue bibliotecaria de la Corte Suprema de Justicia entre 1979 y 1994, vivió momentos de angustia ese primer día de la toma. Aunque logró ser rescatada a tiempo, su libro es un testimonio directo de unas horas que perduran aún en su memoria, que son relevantes para que hoy en día afirme cuál es el rol de la literatura en este tipo de escenarios: “La literatura debe atenerse a la verdad únicamente, siendo un testigo integro sin dejarse engañar por falsos testimonios de personas interesadas en causar el mal. La literatura debe inmiscuirse en lo sucedido, así no sea totalmente, sino con base en algunos testimonios de personas que estuvieron presentes”.
Son varios libros y documentos, pero parecen no ser suficientes. Otro de los libros destacados, y hasta hace poco uno de los últimos asociados a la literatura que se escribió sobre el Palacio de Justicia fue Mañana no te presentes, de Marta Orrantia. La historia de Ramiro y Aurora expone una crítica, pero también varias ideas y recuerdos que pudieron ser de la autora sobre la época. Sobre esto, y para hacer mención al que quizás es el libro más reciente sobre la toma, le pregunté a Jairo Buitrago, autor de Viendo el fuego desde la terraza, cómo un libro de literatura infantil o juvenil (que parece ser el primero de esta categoría en partir del hecho para crear una historia) puede evocar un episodio tan traumático como lo fue el del Palacio de Justicia, hace 35 años. Esto respondió: “Yo creo que tergiversar la historia es un riesgo presente cuando se escribe ficción, pero yo no sabría cómo evitarlo. ¿No se escribe acaso también con apego emocional? Depende también de los puntos de la historia real que le interesan al escritor, lo que quiera ocultar o lo que quiera exaltar. En la literatura infantil o juvenil siempre ha existido la ficción histórica como entretenimiento, pero también ha formado una parte importante en la forja de la identidad de muchos lectores. Mi libro son recuerdos de la ciudad donde crecí y como la toma del palacio irrumpe con violencia en la vida cotidiana de unos niños. Justo antes de empezar a escribir no quise volver a ver documentales ni leer crónicas del hecho, porque quería apoyarme en mis propias vivencias y reflejar cómo yo lo veía (y lo viví) en mis años de colegio”.
La literatura no será suficiente para hablar y develar los aspectos humanos, políticos y sociales de lo acontecido el 6 y el 7 de noviembre de 1985, pero una cosa sí queda clara: en estos 35 años, y a lo largo de todo el tiempo que llevamos en guerra, el país ha visto literatura, teatro, pintura y arte, pero no justicia, y mucho menos una verdad de su parte, pues las certezas provienen, paradójicamente, de la ficción.