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La última cinta de Krapp

La historia del proceso de montaje de La última cinta de Krapp de Samuel Beckett, contada por su directora. La obra se estará presentando el 6, 7 y 8 de Marzo en el Teatro Libre del Centro.

Adriana Marín Urrego
06 de marzo de 2014 - 05:54 p. m.
La última cinta de Krapp

A Samuel Beckett lo apuñalaron una noche de 1938, justo al lado del corazón. Por cuestión de milímetros, de una mano que no tembló lo suficiente cuando penetró la carne, el señor Beckett no murió aquella noche, en una calle de París. “No lo sé, caballero. Me disculpo” fue la respuesta del proxeneta que atravesó su piel con el arma cuando el irlandés le preguntó por qué lo había hecho. Esa noche llegó a la casa de los amigos con los que había quedado de cenar con la gabardina ensangrentada y un elemento de más en su vestimenta.

Ellos lo llevaron al hospital y sobrevivió, por supuesto. De lo contrario no hubiera podido formularle la pregunta a su atacante. No sabemos si fue la herida la que le arruinó el juicio o si ya lo tenía arruinado desde antes, pero en vez de morirse de ese mal, encontró otro: el amor. Sussane Deschevaux-Dumesil llegó al hospital, movida por la noticia que apareció en los periódicos. Hubo varias conversaciones y uno que otro coqueteo de rigor y, no mucho tiempo después, era ella la que iba caminando, de editorial en editorial, con los manuscritos del escritor bajo el brazo. No fue ella la que lo hizo famoso, pero logró que lo publicaran. El mérito se lo ganó él, tan bien ganado, que se le otorgó el premio Nobel de Literatura en 1969.
Tal vez habré cruzado por esa calle parisina, la Rue de la Grande Chaumiere, o por el hospital donde Beckett estuvo recluido por dos meses, muchos años después de aquel suceso. Estaba en París gracias a un trabajo que conseguí como niñera, durante mis vacaciones. En ese entonces no conocía la historia del irlandés. No conocía su teatro, ni sus novelas, ni sus poemas. Había escuchado su nombre, una que otra vez, nada más que eso. Fue después de ese viaje que lo conocí, gracias a una edición de Esperando a Godot que llegó a mis manos. El amor incondicional de dos amigos, Didi y Gogo, que ven pasar la existencia al lado de un árbol, que esperan algo que nunca llega y que se acompañan, sobre todo. Me acuerdo de mi risa contenida, de mi emoción, sentada en una de las sillas de una biblioteca silenciosa. La vida me estaba cambiando, tal vez, entre los – vamos/ no podemos/ por qué/ porque esperamos a Godot / es cierto - y yo no me estaba dando cuenta.

Un par de años después, tuve la fortuna de visitar el Trinity College de Dublín, y de pararme bajo la puerta del teatro que nombraron en su honor. Caminé por las calles de la ciudad de la que salió exiliado, por ser un ateo en medio de tanto católico. Me había escapado de la universidad inglesa, en la que estaba estudiando de intercambio, para ir a Irlanda por un fin de semana. Y en ese octubre, en una Dublín cubierta de hojas rojas, yo sentía el peso de una ciudad que no tenía nada de especial más allá de haber sido el lugar de origen de Beckett. El suyo y el de tantos otros escritores que se aferraron al desconsuelo para narrar. Era el frío, que se alcanzaba a colar por entre la ropa, el whisky que no era suficiente para calmarlo y el peso de una Europa que había atravesado por dos guerras mundiales. Estaba devastada. Había dejado de creer en dioses y en hombres, había perdido la fe. Samuel Beckett escribió desde París, antes, durante y después de esas guerras, muchas veces en francés, pensando en esa suma de angustias, de vacíos, de existencias absurdas y yo caminaba por Dublín, muchos años después, aún con la sensación de vacío que él había evocado con su escritura, intentando dar con el paradero de su estatua, de su memoria. Su fantasma estaba en todas partes. En los pubs, en los museos, en los puentes, acompañando a los borrachos que caminaban junto al río.

La idea de Beckett se quedó ahí, sin olvidarse, pero sin recordarse del todo y fue Bob Wilson, no mucho más tarde, el que la despertó de nuevo. Trajo La última cinta de Krapp a un Festival Iberoamericano de Teatro y yo corrí a comprar la boleta apenas vi el nombre de Beckett en la programación. No había leído la obra cuando me senté entre los espectadores. Vi la cara blanca del personaje, sus manos, su pelo engominado, todo peinado hacia atrás. Vi la escenografía de metal. Unos estantes, una mesa, un magnetófono con sus cintas y el sonido de la lluvia y de los truenos. Sentí la incertidumbre de ese espacio, su frialdad, su lejanía.

Krapp, entonces, salió a comerse su banano. Paso por paso, torpe. Extrañado con sus mismos objetos, con sus mismas acciones, consigo mismo. Haciéndose zancadilla en cada movimiento, superando tropezones, desvíandose del camino, y regresando a él, sin olvidar nunca su objetivo. Para cuando sacó del cajón el segundo banano, después de haberse demorado lo que me pareció una hora comiéndose el primero, yo ya tenía las manos sobre la cabeza. No era posible algo así. Era increíble. Y, de ese modo, yo con las manos todavía sobre la cabeza y Bob Wilson sobre el escenario, fui entendiendo la historia de un viejo, Krapp, que graba una cinta cada cumpleaños, contando los recuerdos que tiene de ese año, pero que antes de grabarla escucha alguna que grabó en un cumpleaños anterior. Es su ritual. Esta vez, cumple 69 años y escucha una cinta de su cumpleaños número 39. Se escucha a sí mismo contar anécdotas de tres décadas atrás, sobre los momentos en los que pudo ser feliz, sobre los instantes que se le escaparon por entre las manecillas de su reloj de bolsillo. Dejó ir, seguramente, lo que pudo ser amor, pero ya no le importa.
¿O sí?

Beckett escribió esa obra en 1958, pensando en el viejo actor Patrick Magee, después de haberlo escuchado en un programa radial de la BBC, leyendo extractos de Molloy, una sus novelas: “Sí, trabajo. Solo que ya no sé cómo trabajar. Eso ya no importa, aparentemente. Lo que me gustaría ahora es hablar de las cosas que quedan, decir mis adioses, terminar de morir”. Y mientras que él oía su propia escritura en lo que le pareció una voz quebrada extraordinaria, se le iban ocurriendo nuevas palabras, palabras distintas, que se convirtieron, primero, en el Monólogo de Magee, y después resultaron, por un cambio de nombre, ser parte de La última cinta de Krapp.

“Acabo de escuchar a ese pobre hombre que tomé por mi hace treinta años. Difícil de creer que yo haya sido así de estúpido. Todo eso ya pasó, gracias a Dios (Pausa.) ¡Qué ojos tenía!” decía entonces el Krapp interpretado por Magee algunos meses después, frente a un magnetófono, sobre el escenario del Royal Court Theatre de Londres. La obra se había montado bajo la dirección de Ronald McWhinnie y se estaba presentando como apertura en una temporada de Final de Partida, otra obra del dramaturgo irlandés. Tuvo treinta y ocho presentaciones, esa vez, con ese actor. Después tuvo millones más, con muchos otros intérpretes alrededor del mundo. Se volvió un reto actoral en sí mismo: lo que todo actor, con cierta edad, y con cierta experiencia busca interpretar.

A Magee lo siguieron muchos otros, desde 1958 hasta el 2014. Y yo fui una de esas. No lo seguí como actriz, sin embargo, ni siquiera como directora. Decidí seguirlo desde la escritura, jugando a ser directora desde el papel. Quise decir cómo montaría yo una obra con acotaciones tan precisas como las de Beckett, un dramaturgo que no permitía que los directores modificaran nada de lo que él estipulaba. Ni una risa, ni un silencio, ni un segundo de una pausa. Yo quería buscar creatividad donde aparentemente no cabía y quería hacerlo, además, como mi proyecto de grado. Pero tenía un problema: quería graduarme de literatura. Mi propuesta de montaje tenía que ser – o partir, al menos de – un análisis literario. De otro modo no me hubieran dado un cartón.

“Pues, Adri, estudie las acotaciones” fue lo que me dijo Ricardo Camacho cuando golpeé en su oficina una mañana, tratando de buscarle una solución al problema. “Trátelas como si fueran una partitura. Usted ve que los músicos recurren a las mismas notas para tocar una pieza musical, pero a todos les suena distinto. Así se debe tratar a Beckett.” Entonces partí de esa idea, cogí las acotaciones que tiene la obra y las dividí, las estudié, las analicé y las clasifiqué. Y, como me resultó imposible meterlas en Cajas de Petri, para observar si reaccionaban como bacteria, tuve que diseñarlas en un gráfico sencillo. Tres círculos, cada uno dentro del siguiente. 1. El vacío existencial inherente al teatro de Beckett 2. Acción general: escuchar / grabar cintas 3. Secuencias de acciones: repeticiones, silencios, pausas, procesos mentales. Así, todo muy académico, como tenía que hacerse en ese momento. Y, contrario a lo que pensaba entre la lectura de días enteros y las angustias de los bloqueos escriturales, cuando imprimí la monografía y dejé dos copias argolladas en el Departamento de Literatura, no estaba odiando al señor Beckett. Lo estaba queriendo aún más. “Try again. Fail again. Fail Better”, aquella famosa frase de Worstward Ho fue la que me sirvió de máxima durante el proceso. Y caí, muchas veces, más de las que creí. Pero caí mejor.

Ya, con la propuesta de montaje lista, me atreví a seguir jugando. Era sólo un juego, pero necesitaba un compañero. Sabía, por supuesto, que iba a ser muy difícil que un actor viejo, experimentado, me dejara dirigirlo. Tampoco lo buscaba. Quería alguien que estuviera dispuesto a correr con el riesgo y a seguir un proceso y que supiera, por encima de todo, que yo aprendería a dirigir mientras que él intentaba representar uno de los personajes más difíciles en la historia del teatro. Así fue que llegué a Julián Guerra. Él había sido mi compañero teatral en el grupo de la universidad y era de esos actores que se hacen admirar. Lo admiré yo sobre el escenario, desde la primera vez que lo vi actuar y lo admiraron muchos otros, también, que aún lo hacen. Algunos incluso dicen que mi mayor fortaleza a la hora de dirigir es el actor. Y tal vez tengan razón. Tal vez tengan razón.

Empezamos entonces a trabajar. Yo estaba recién graduada y él estaba recién llegado de Australia. Él era antropólogo y yo era literata. Ninguno de los dos tenía trabajo y, más allá del teatro y de un extraño amor por Irlanda, no creíamos tener muchas cosas en común. Buscamos una traducción del texto y no encontramos una decente, así que decidimos empezar por ahí. De ese modo, “Thirty-nine today, sound as a bell, apart from my old weakness, and intellectually I have every reason to suspect at the . . . (hesitates) . . . crest of the wave--or thereabouts”, fue apareciendo en español en la pantalla de mi computador: “Treinta y nueve años hoy, fuerte como un roble, aparte de mi vieja debilidad, e intelectualmente tengo mis razones para suponer que... (vacila)... que he alcanzado la cresta de la ola –o casi”. Y los dos, sentados uno al lado del otro, con un pocillo de café al lado – el mío, con leche, no muy oscuro; el de él puro, demasiado puro – nos imaginábamos a Beckett al lado de Joyce, escribiendo lo que éste último le dictaba a su pupilo cuando sus ojos empezaron a fallar. Sin decirnos nada, seguíamos traduciendo, comiéndonos la cabeza entre los juegos con el lenguaje, entre las palabras que no podían traducirse solamente con diccionario. Jugábamos a ser Beckett, también, en su labor de traductor. Él, que se sentaba, tantas veces, con las obras que había escrito en francés, - “porque, decía, para romper con la forma del texto hay que alejarse de la propia lengua” -, y las traducía para que pudieran ser montadas en inglés. La última cinta de Krapp, para nuestra fortuna, la escribió en inglés directamente y nosotros intentamos acercarnos lo más posible a lo que él había escrito; respetando su neurosis, primero, y su memoria, después.

Luego vinieron los ensayos. Sabíamos que eran dos personajes los que teníamos que crear: un Krapp de 39 años y un Krapp de 69 años. La voz recia del más joven, que tenía que salir de un cuerpo activo y vital, y la voz quebrada de un anciano, en un cuerpo que está ya en su última decadencia. Teníamos que identificar ese cambio entre uno y otro y detallar las reacciones del anciano frente a lo que escucha, frente a lo que él mismo era, tantos años atrás. Y eso fue lo que hicimos.

Con el tiempo las conversaciones previas a los ensayos se iban convirtiendo en eternas discusiones que empezaban en Krapp y terminaban en nosotros, en las cosas que nos pasaban y en lo parecidas que eran con lo que le ocurría a Krapp. Llegaba Julián a ensayo y me decía: “Ya entendí. Ya entendí por qué Krapp hace esto, por qué hace lo otro”. Comprendimos lo humano que resultaba, lo real. Que ese viejito que estábamos creando era, al mismo tiempo, nosotros y todos los demás. Todos los que tenemos la facultad de recordar. Y mientras iba tomando forma, el cuerpo, las manos, la voz, nosotros nos íbamos formando con él. Entonces nuestras torpezas se incrementaban, las llaves se perdían y las cosas se caían. “Hoy me pasó lo más krappudo del mundo”, decíamos, y contábamos alguna historia de olvidos, de pérdidas, de confusiones. Al final, incluso, nuestras charlas se enredaban: él hablaba de una cosa y yo le respondía con otra, que en nada tenía que ver. Pero nos entendíamos, siempre. Y nos divertíamos sobre todas las cosas.

Los espacios entre el Krapp joven y el Krapp viejo los llenaba Laura Cortés, la encargada de la escenografía, con un cuaderno que iba construyendo a punta de recortes y de dibujos. Iba imaginando lo que sería la guarida de ese viejo, sus pantalones, su camisa. Y el café siempre, en las noches, los sábados por la mañana, que burbujeaba en una cafetera de metal, una, dos, tres veces por sesión. El mío con leche; el de él, puro, demasiado puro. Y el de Laura que nos acompañaba de vez en cuando. No hubiéramos sido nada sin esa cafetera. “Nuestro grupo se debería llamar La Cafetera de Krapp”, me dijo Julián un día. Yo me reí pero me interrumpí al segundo. Él estaba hablando en serio. Terminamos por llamarnos ‘La última cafetera de Krapp’, esperando que, más adelante, con un nuevo montaje, el nombre de la obra deje de confundirse con el nombre del grupo.

Nuestra versión de La última cinta de Krapp ya se presentó dos veces. Fueron dos de los días más estresantes y emocionantes que me ha tocado vivir. Pero ahora es algo distinto. En su peso, en su color. Los dos, Julián y yo, crecimos con el Teatro Libre a nuestras espaldas, con Héctor Bayona como director y Ricardo Camacho enseñándonos teatro desde el texto, como literatura. Gritamos de emoción cuando nos dijeron que una de las obras en las que actuábamos se iba presentar en ese lugar, hace ya varios años. Era Los Físicos de Friedrich Durrenmätt y yo interpretaba a un niño, George Luckács, que tenía una sola línea importante en toda la obra: “Yo quiero ser físico, papá”. La línea más feliz de toda mi historia teatral. Esa vez, entramos al teatro de puntitas, como si fuera un santuario y, cuando estuvimos dentro, corrimos por las escaleras que llevan al escenario y pasamos inmediatamente a los camerinos. Con un algo en el pecho que no nos dejaba respirar como solíamos, nos imaginábamos ahí, preparándonos, antes de salir a escena.

Ahora las cosas son distintas, claro. Hemos crecido. Pero esa sensación en el pecho regresó, muy parecida a la de la primera vez, cuando entramos al teatro ese sábado por la tarde a montar luces y escenografía. También estaba presente, sin embargo, una inevitable sensación de extrañeza. Ya no corrimos a mirar los camerinos ni a inspeccionar el teatro que nos había sido asignado. Nos quedamos quietos en el medio de ese escenario, tan grande, con todas nuestras cosas regadas por el espacio negro. El lugar sería de nosotros toda esa tarde y la mañana del día siguiente y yo no sabía qué hacer. Me sentía como el animal que invade un terreno que ha visto de lejos, pero que aún no ha reconocido del todo. Yo no solo había actuado esa vez sobre ese escenario, había visto clases ahí también, de movimiento, de voz, y había sido público en todas las obras del Libre desde que tengo memoria. Pero ese sábado, ahí, no reconocía ni siquiera las esquinas. Las veía distintas, ajenas, peligrosas.

“Ya no quiero ser físico, papá”, me dieron ganas de gritar, subir corriendo las escaleras, abrir la puerta de la calle y no volver nunca más. ¿A qué horas me había metido yo en todo esto? Pero cuando sentía que me iba a ganar el impulso, abrieron la puerta y apareció el productor. Los asuntos estaban saldados; los afiches, impresos; las invitaciones, enviadas, y el técnico, a nuestra entera disposición. No había nada que hacer. Esbocé una sonrisa y levanté el pecho, un par de palabras y listo. Empezamos a montar los estantes, la mesa, la máquina, el sonido, las luces. Una palabra acá, una pregunta allí. Una falla y su arreglo. Un ensayo final, completo, con todo… sin ningún problema. La obra estaba lista.

Quedando solo tres días para el estreno, salimos del Teatro Libre del centro cargando un afiche lleno de cintas. Lo pegamos bien al lado de la puerta, ahí, para que quedara registro. Para que todo el que caminara por esa calle y volteara de repente la mirada, por el sol, por un mosquito que molestó en la oreja, lo pudiera ver y tal vez le dieran ganas de ir a ver a Krapp. Y, de pronto, que fuera tanto el sol y tantos los mosquitos, y tantas las personas que voltearan la cabeza, que la sala se llenara, los tres días, las cuatro funciones.

Caminamos por toda la calle doce, buscando algún lugar en La Candelaria abierto para poder almorzar. Ninguno pensó que podía llegar alguien, un indigente cualquiera, borracho, con hambre, pedirnos plata y ante nuestra negación clavarnos un cuchillo al lado del corazón. No pensamos que su mano pudo haber temblado lo suficiente para tocar la fibra necesaria y dejarnos morir, desangrados, en pleno centro de Bogotá.
 

Por Adriana Marín Urrego

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