“La única cosa seria que hice en mi vida fue pintar”
El pintor Luis Caballero era, para los colombianos recién llegados a París en las últimas décadas del siglo XX, un orgullo y un ejemplo por su talento, su disciplina y el reconocimiento que tenía su apasionante obra en toda Europa.
Julio Olaciregui
La galería que exponía sus cuadros -enormes telas con cuerpos masculinos dibujados con rayas sueltas, vigorosas, abiertas hacia la ilusión del erotismo o quizás al borde del dolor- estaba situada en la rue des Beaux-Arts, a un paso de la escuela de arte más prestigiosa de Francia, al lado de otros marchands que vendían obras de Bacon o litografías de Miró y Chagall.
Lo conocí gracias al escritor e historiador de arte colombiano Álvaro Medina y lo volví a encontrar en una fiesta en casa de Saturnino Ramírez, pintor santandereano. Quise entrevistarlo y fui a su taller en la rue d’Alesia, situada en el distrito 14° de la ciudad de todas las tentaciones, así como describía a París el escritor irlandés James Joyce.
Caballero solía vestir chaqueta de cuero negro y bluyines. Su bigote y sus ojos soñadores y melancólicos me recordaban el rostro de Charles Chaplin. Parecía tímido y su voz era pausada. Tenía mucho humor y era algo irónico cuando se trataba de aclararle al visitante algo concerniente a su oficio. Se definía, sobre todo, como un dibujante y no como un colorista. “El color distrae de la forma”, afirmaba.
Se burlaba de la interpretación literaria de sus pinturas. Decía que no pretendía contar una historia, sino darles forma a unas imágenes: “El hombre solo, vivo, muerto, sufriendo, amando, a la vez bello y terrible”.
Si le interesa, lo invitamos a leer: Teatro Quimera: 35 años de teatro experimental en Colombia
Lo importante no es el cuento, el mito que nos imaginamos -“La Crucifixión, la Pietá, el Descendimiento de la cruz, el Cuerpo yacente”-, sino la manera como él lograba con sus trazos, con sus formas, con sus composiciones, hacernos entrar en la historia de la pintura occidental (Miguel Ángel, Caravaggio y Gericault) pasando por su cuerpo. La balsa de la medusa era una de sus obras preferidas.
Se la pasaba encerrado en su luminoso y cálido taller de paredes blancas, en el que podían verse reproducciones de cuadros de Velásquez, Goya, Giotto, Rembrandt. Pura sensualidad y misticismo.
“Sé que desde hace unos 20 años me repito por qué trato de hacer un cuadro que me emocione y que emocione al espectador. Cuando llegue a realizar el cuadro que tengo en la cabeza, cuando de verdad esté satisfecho, entonces dejaré de pintar. O tal vez haré retratos, paisajes”, me dijo ese día de noviembre de 1982.
Cuando se instaló en París, a finales de 1968, Caballero pasó unos cinco años sin mostrar lo que pintaba. Siempre reconoció lo mucho que le enseñaron, en Bogotá, el pintor Juan Antonio Roda, director de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de los Andes, y la profesora, crítica y novelista argentina Marta Traba.
A los 20 años ya había estado en la capital francesa estudiando en la Académie de la Grande Chaumiere, cerca de Montparnasse. Otros célebres alumnos de esta academia fueron Modigliani, Giacometti, Calder, Tamara de Lempicka, Balthus y los colombianos Óscar Rodríguez Naranjo, Ignacio Gómez Jaramillo y Feliza Bursztyn.
En Francia, Caballero descubrió la obra de pintores como Matthias Grunewald, Francis Bacon, Willem de Kooning y Roberto Matta. Tras recorrer una y cien veces el Louvre, el Prado y los museos de Florencia y Venecia, se soltó, se liberó. Su manera de dibujar parecía antigua y en cada cuadro buscaba expresar lo que sentía mientras amaba. Buscaba captar la belleza de los cuerpos que lo abrazaban con una dulce violencia.
En las cartas que enviaba en aquella época a Bogotá, en sus entrevistas, surgen casi tres décadas de intensa búsqueda, de feliz aprendizaje poseído, atreviéndose a echar a un lado las modas. Se volvió un hombre seguro. Su admirable vocación prendió. Comenzó a dar en el blanco, a emocionar al público, a vender sus obras.
De los periódicos que recibía de Colombia -“donde la violencia, el sexo y el deseo se sienten mucho más en la vida de todos los días”- recortaba las fotografías de los cuerpos muertos que aparecían tirados en las calles o en los descampados. Guardaba en una gaveta esas horrorosas imágenes y también fotos de muchachos desnudos de París amándose, y algunas estampas con los cuerpos de Cristo y San Sebastián.
“Violencia, erotismo, religiosidad, de ahí viene mi pintura. Lo que me interesa en estos documentos es no solo la parte representativa, sino también la fuerza plástica que tienen. Quisiera llegar en mi pintura a la misma fuerza de evocación”, escribió en el libro Hitos de una confesión (Museo de Bellas Artes, Caracas, 1991).
Caballero alcanzó en su obra esa armonía, esa perfección, esa verdad de los pintores clásicos. La serenidad de una pintura de otros tiempos, indestructible, más allá de las contingencias de la criatura acorralada y cotidiana que a veces somos.
“Pinto un día de una forma y otro día de otra. Y así seguiré siempre. A no ser que pare de pintar. Cosa que tampoco creo que llegue a ocurrir, porque entonces me moriría de aburrimiento”, dijo de manera premonitoria en una entrevista con el crítico de arte argentino Damián Bayon en enero de 1992.
Si le interesa, le sugerimos leer: Jacobo Celnik: “Toda la vida tiene música hoy”
Cuando cumplió 50 años, Luis Caballero se enfermó y dejó de pintar. “La única cosa seria que he hecho en mi vida fueron mis cuadros, y como ya no me salen, entonces ya no los hago, me quedo aquí sin hacer nada, no porque no quiera, sino porque no puedo… me tiemblan mucho las manos, no puedo ni escribir un número de teléfono, ahora mucho menos pintar”, nos dijo en diciembre de 1993.
“La gente insiste y me dice que cambie de estilo… pero no quiero cambiar de estilo. Imagínese usted que ahora me pusiera a pintar como uno de esos tipos abstractos que hacen manchas difusas, vagas… No quiero, no quiero que la pintura sea vaga, entonces por eso prefiero abstenerme. Usted dice que voy a tener una iluminación y voy a poder pintar de nuevo… porque tal vez usted es de los que creen que el arte es una cosa romántica. Esta historia del romanticismo de la pintura me pone de mal humor. En la vida real está bien ser romántico, mirar las nubes y los pájaros, enamorarse. Pero el arte es otra cosa. En mi caso es la pintura bien hecha a través de una serie de reglas, de técnicas. En realidad siempre he pensado que el arte es una cosa misteriosa que no se puede programar”.
“Hay algunos cuadros míos en las galerías que se venden bien… tengo algunos aquí en el taller… en Colombia no sé lo que dicen de mí, deben pensar que me estoy muriendo porque los precios han subido bastante. Deben decirse que hay que comprar ahora. En esta época de crisis casi nadie vende, yo sí… Desgraciadamente antes de enfermarme, hace un año y medio, mandé a hacer algunas reparaciones aquí en la casa y aproveché para botar a la basura unos cuadros viejos… ahora me gustaría tenerlos para poderlos vender”.
Luis Caballero regresó a Bogotá unos meses después y murió el 19 de junio de 1995. El premio de artes plásticas y visuales que lleva su nombre, creado por la Alcaldía de Bogotá, es el más importante del país. En 2019 llegó a su décima edición.
La galería que exponía sus cuadros -enormes telas con cuerpos masculinos dibujados con rayas sueltas, vigorosas, abiertas hacia la ilusión del erotismo o quizás al borde del dolor- estaba situada en la rue des Beaux-Arts, a un paso de la escuela de arte más prestigiosa de Francia, al lado de otros marchands que vendían obras de Bacon o litografías de Miró y Chagall.
Lo conocí gracias al escritor e historiador de arte colombiano Álvaro Medina y lo volví a encontrar en una fiesta en casa de Saturnino Ramírez, pintor santandereano. Quise entrevistarlo y fui a su taller en la rue d’Alesia, situada en el distrito 14° de la ciudad de todas las tentaciones, así como describía a París el escritor irlandés James Joyce.
Caballero solía vestir chaqueta de cuero negro y bluyines. Su bigote y sus ojos soñadores y melancólicos me recordaban el rostro de Charles Chaplin. Parecía tímido y su voz era pausada. Tenía mucho humor y era algo irónico cuando se trataba de aclararle al visitante algo concerniente a su oficio. Se definía, sobre todo, como un dibujante y no como un colorista. “El color distrae de la forma”, afirmaba.
Se burlaba de la interpretación literaria de sus pinturas. Decía que no pretendía contar una historia, sino darles forma a unas imágenes: “El hombre solo, vivo, muerto, sufriendo, amando, a la vez bello y terrible”.
Si le interesa, lo invitamos a leer: Teatro Quimera: 35 años de teatro experimental en Colombia
Lo importante no es el cuento, el mito que nos imaginamos -“La Crucifixión, la Pietá, el Descendimiento de la cruz, el Cuerpo yacente”-, sino la manera como él lograba con sus trazos, con sus formas, con sus composiciones, hacernos entrar en la historia de la pintura occidental (Miguel Ángel, Caravaggio y Gericault) pasando por su cuerpo. La balsa de la medusa era una de sus obras preferidas.
Se la pasaba encerrado en su luminoso y cálido taller de paredes blancas, en el que podían verse reproducciones de cuadros de Velásquez, Goya, Giotto, Rembrandt. Pura sensualidad y misticismo.
“Sé que desde hace unos 20 años me repito por qué trato de hacer un cuadro que me emocione y que emocione al espectador. Cuando llegue a realizar el cuadro que tengo en la cabeza, cuando de verdad esté satisfecho, entonces dejaré de pintar. O tal vez haré retratos, paisajes”, me dijo ese día de noviembre de 1982.
Cuando se instaló en París, a finales de 1968, Caballero pasó unos cinco años sin mostrar lo que pintaba. Siempre reconoció lo mucho que le enseñaron, en Bogotá, el pintor Juan Antonio Roda, director de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de los Andes, y la profesora, crítica y novelista argentina Marta Traba.
A los 20 años ya había estado en la capital francesa estudiando en la Académie de la Grande Chaumiere, cerca de Montparnasse. Otros célebres alumnos de esta academia fueron Modigliani, Giacometti, Calder, Tamara de Lempicka, Balthus y los colombianos Óscar Rodríguez Naranjo, Ignacio Gómez Jaramillo y Feliza Bursztyn.
En Francia, Caballero descubrió la obra de pintores como Matthias Grunewald, Francis Bacon, Willem de Kooning y Roberto Matta. Tras recorrer una y cien veces el Louvre, el Prado y los museos de Florencia y Venecia, se soltó, se liberó. Su manera de dibujar parecía antigua y en cada cuadro buscaba expresar lo que sentía mientras amaba. Buscaba captar la belleza de los cuerpos que lo abrazaban con una dulce violencia.
En las cartas que enviaba en aquella época a Bogotá, en sus entrevistas, surgen casi tres décadas de intensa búsqueda, de feliz aprendizaje poseído, atreviéndose a echar a un lado las modas. Se volvió un hombre seguro. Su admirable vocación prendió. Comenzó a dar en el blanco, a emocionar al público, a vender sus obras.
De los periódicos que recibía de Colombia -“donde la violencia, el sexo y el deseo se sienten mucho más en la vida de todos los días”- recortaba las fotografías de los cuerpos muertos que aparecían tirados en las calles o en los descampados. Guardaba en una gaveta esas horrorosas imágenes y también fotos de muchachos desnudos de París amándose, y algunas estampas con los cuerpos de Cristo y San Sebastián.
“Violencia, erotismo, religiosidad, de ahí viene mi pintura. Lo que me interesa en estos documentos es no solo la parte representativa, sino también la fuerza plástica que tienen. Quisiera llegar en mi pintura a la misma fuerza de evocación”, escribió en el libro Hitos de una confesión (Museo de Bellas Artes, Caracas, 1991).
Caballero alcanzó en su obra esa armonía, esa perfección, esa verdad de los pintores clásicos. La serenidad de una pintura de otros tiempos, indestructible, más allá de las contingencias de la criatura acorralada y cotidiana que a veces somos.
“Pinto un día de una forma y otro día de otra. Y así seguiré siempre. A no ser que pare de pintar. Cosa que tampoco creo que llegue a ocurrir, porque entonces me moriría de aburrimiento”, dijo de manera premonitoria en una entrevista con el crítico de arte argentino Damián Bayon en enero de 1992.
Si le interesa, le sugerimos leer: Jacobo Celnik: “Toda la vida tiene música hoy”
Cuando cumplió 50 años, Luis Caballero se enfermó y dejó de pintar. “La única cosa seria que he hecho en mi vida fueron mis cuadros, y como ya no me salen, entonces ya no los hago, me quedo aquí sin hacer nada, no porque no quiera, sino porque no puedo… me tiemblan mucho las manos, no puedo ni escribir un número de teléfono, ahora mucho menos pintar”, nos dijo en diciembre de 1993.
“La gente insiste y me dice que cambie de estilo… pero no quiero cambiar de estilo. Imagínese usted que ahora me pusiera a pintar como uno de esos tipos abstractos que hacen manchas difusas, vagas… No quiero, no quiero que la pintura sea vaga, entonces por eso prefiero abstenerme. Usted dice que voy a tener una iluminación y voy a poder pintar de nuevo… porque tal vez usted es de los que creen que el arte es una cosa romántica. Esta historia del romanticismo de la pintura me pone de mal humor. En la vida real está bien ser romántico, mirar las nubes y los pájaros, enamorarse. Pero el arte es otra cosa. En mi caso es la pintura bien hecha a través de una serie de reglas, de técnicas. En realidad siempre he pensado que el arte es una cosa misteriosa que no se puede programar”.
“Hay algunos cuadros míos en las galerías que se venden bien… tengo algunos aquí en el taller… en Colombia no sé lo que dicen de mí, deben pensar que me estoy muriendo porque los precios han subido bastante. Deben decirse que hay que comprar ahora. En esta época de crisis casi nadie vende, yo sí… Desgraciadamente antes de enfermarme, hace un año y medio, mandé a hacer algunas reparaciones aquí en la casa y aproveché para botar a la basura unos cuadros viejos… ahora me gustaría tenerlos para poderlos vender”.
Luis Caballero regresó a Bogotá unos meses después y murió el 19 de junio de 1995. El premio de artes plásticas y visuales que lleva su nombre, creado por la Alcaldía de Bogotá, es el más importante del país. En 2019 llegó a su décima edición.