La única forma de ser mujer en 1926
Esta semana, las luchas feministas han ocupado las conversaciones y hasta las calles, así que vale la pena sacar del baúl a “La chica danesa”, una película que, entre muchos otros temas, narra cómo Einer Wegener, un pintor que nunca se sintió como un hombre y entendió que su sexo no lo definía, comenzó a emular las formas y gestos de su mayor anhelo: ser una mujer en 1926.
Laura Camila Arévalo Domínguez
Generalmente, los silencios de Eddie Redmayne son mucho más valiosos que sus líneas. Sus parpadeos parecen trucos de magia: no necesita de nada más para comunicar su emoción o, mejor dicho, la emoción de su personaje. Está su respiración que, suave o intensa, termina por conseguir relajar o tensionar cada escena. Ni hablar de cuando elige que, para comunicar nerviosismo, pasar saliva es la mejor opción. Cada sonido de su cuerpo es un complemento invaluable para sus guiones. Para este caso, La chica danesa, película que se estrenó en 2015, la precisión de Redmayne contribuyó no solo a conseguir la empatía que buscaba con el personaje y la historia, sino también a generar preguntas sobre la feminidad y la infinidad de formas en las que ser mujer es posible.
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Generalmente, los silencios de Eddie Redmayne son mucho más valiosos que sus líneas. Sus parpadeos parecen trucos de magia: no necesita de nada más para comunicar su emoción o, mejor dicho, la emoción de su personaje. Está su respiración que, suave o intensa, termina por conseguir relajar o tensionar cada escena. Ni hablar de cuando elige que, para comunicar nerviosismo, pasar saliva es la mejor opción. Cada sonido de su cuerpo es un complemento invaluable para sus guiones. Para este caso, La chica danesa, película que se estrenó en 2015, la precisión de Redmayne contribuyó no solo a conseguir la empatía que buscaba con el personaje y la historia, sino también a generar preguntas sobre la feminidad y la infinidad de formas en las que ser mujer es posible.
El lunes pasado se conmemoraron muchas de las luchas feministas que se han dado a lo largo de la historia para reivindicar los derechos de las mujeres y su libertad para desarrollarse en los ámbitos que elijan. La posibilidad de abandonar las tantísimas imposiciones o estereotipos sobre cómo debería ser una mujer es una de las discusiones en las que suele haber reclamos que, además, no han cesado a pesar del paso de los años y el cambio de paradigmas: el rosado no tendría por qué ser el único color para identificar a las mujeres o a sus productos, no todas las mujeres son rubias, blancas y mucho menos delgadas o, mucho mejor, no todas las mujeres quieren ser rubias, blancas o delgadas. Hubo, hay y habrá algunas que decidan qué tan femeninas quieran ser o qué tanta masculinidad quieran explotar, sin que esto implique que se conviertan en “marimachas”, por mencionar alguno de los apodos que ganan aquellas que osan abandonar el “deber ser” de la “delicadeza propia de una mujer”.
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Esta delicadeza es uno de los temas que explora La chica danesa, película basada en la historia de Lili Elbe, la primera mujer transgénero de la que se tiene noticia. Antes de ser Lili, fue Einar Wegener, personaje interpretado por Eddie Redmayne. Gerda Wegener, interpretada por Alicia Vikander, es la esposa de Wegener. Los dos son pintores, él mucho más famoso que ella: la justificación que sugiere el guion de la película sobre la poca visibilidad de Gerda es su falta de foco o, más bien, la ausencia de alma/espíritu/sentido que tienen sus pinturas. Esto cambia cuando su esposo cambia: un día, visiblemente frustrada, Gerda le pide a su pareja que se ponga unas medias de mujer y pose para ella ya que la modelo, su amiga Oola Paulson –interpretada por Amber Heard– se retrasó y ella debe avanzar. Su esposo accede y, en una escena llena de sonidos y texturas, se activa un impulso que permaneció dormido por años y que esta vez Einar no podrá evitar: el impulso de ser él o, mejor, ella. El impulso de que sus anhelos, que no son otros a los de sentirse cómodo en el cuerpo que le dieron, broten y, entonces, pueda materializarse la persona que había sido escondida. El contacto de sus dedos con las medias que tuvo que ponerse y la mirada de reconocimiento, de finalmente saber quién es, hacen evidente su emoción al ver sus pies vestidos con las prendas que habría elegido desde que tuvo consciencia.
Einer, que ha vivido sus 22 años como un hombre, queda visiblemente conmovido. Al parecer, esta pulsión ya la había sentido antes, pero un detalle justifica su falta de insistencia: corría el año 1926. Pensar en que tal vez la naturaleza se había equivocado con él, era un absurdo que podría costarle mucho. Esta vez sería diferente: su esposa comienza a ver las señales de lo que tendría que enfrentar cuando al quitarle la ropa y a la mitad de un juego en el que pretendía seducirlo, descubre que su esposo tiene su camisón puesto.
Antes de hablar sobre la forma en la que Einer comienza a afinar su atención en los movimientos y gestos femeninos, habría que fijarse en Gerda, su esposa. Ella, que siente y demuestra un amor genuino por su pareja, termina (al principio sin darse cuenta) alentando la inminente transformación: le sugiere que, para que no padezca tanto los eventos sociales, se convierta en una mujer, que sería su prima para el resto de mortales, y que le permitiría esquivar los convencionalismos. Y a pesar de que termina por empujar su relación a la máxima desconexión romántica y la desaparición de la tensión sexual que había entre ellos, su grandeza es una máxima, que además regala esperanza sobre la condición humana: un amor incondicional como el de ella, que apoyó, cuidó y protegió a su esposo que ya no quería ser su esposo, sino su amiga, es tan escaso como su sensibilidad, finalmente materializada cuando Lili apareció y a quien comenzó a pintar. Fue en ese momento que sus pinturas comenzaron a venderse y que las galerías comenzaron a interesarse en ella para representarla.
Cuando Einer comenzó a abandonarse como hombre para retomar su pausada esencia, dejó que sus sentidos se deslizaran en ese nuevo rol, que para él era pura plenitud: ponerse un vestido o pintarse los labios lo hacía ver como un caballo desbocado al que acababan de liberar. La feminidad, que en 1926 solo era una, era para él excitación pura: se sentaba a fijarse en los ademanes de las suertudas a las que el género y el sexo les había coincidido. Las imitaba. Llegó a ir a los burdeles para fijarse en las formas de seducción que usaban prostitutas, y emulaba sus movimientos. Quería calcarlas. Su emoción llegaba al éxtasis cuando los gestos se encontraban con el sexo que anhelaba, pero que aún no tenía. Sus fantasías lo llevaban al límite cuando, en su cabeza y con una libertad absoluta, se convertía en una mujer que además tenía el órgano genital esperado por ella.
Cualquiera podría imaginarse que, además de amor, Lili sentía por Gerda algo parecido a la envidia: su esposa podía dedicarse a ser pintora, a ser algo más que de lo que ya era y de lo que daba por hecho: ser una mujer. En cambio ella, que cuando era Einer, un hombre socialmente admitido, se concentró en la pintura, ahora no tenía un foco distinto a su cambio. Su obra ya no podía verse en un lienzo, sino en un espejo. Tendría que dedicar su vida a ser una mujer y se habría conformado con cualquier oficio, sobre todo con uno que fuese hecho a la medida del género femenino. Sería fácil deducir que su anhelo era tan intenso y su convicción tan fuerte, que no le habría importado convertirse en una madre abnegada y sumisa si la operación que finalmente se hizo para cambiar su sexo, hubiese tenido éxito.
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Lili murió peleando y, por fortuna, se fue con la sensación de haberle ganado a la sociedad y haberse ganado a ella misma, que por años se impuso las sombras de una vergüenza reforzada por miles de médicos que, cuando buscó ayuda, le dijeron que su problema era el de la homosexualidad o la esquizofrenia. Sin ir muy lejos: que el problema era de ella, de su cabeza, de su locura.
Esta película, dirigida por Tom Hoper, recrea esta historia con ayuda de los melancólicos y envolventes paisajes daneses: no hay que hacer ningún esfuerzo para abstraerse en ese mundo nostálgico y frío que se apoya en el arte de esta producción. Los vestidos, los tonos, la música y las líneas que cuentan las vidas de Lili y Gerda engrandecen las luchas que emprenden. Y las engrandecen por esenciales: la vida, lo más importante, lo único, se sublima; algo que se difumina en la cotidianidad gobernada por labores más importantes a las de darse cuenta de la vida misma.