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«Negro», le dijo ella. «¡Negro!», fue lo primero que le dijo. Lo miró. Le pareció que era un muchacho, aunque sin duda había dejado de serlo. Pero la sorprendió más que nada cuando el negro se rio. Ahí lo vio como un niño. Y cuando la sobresaltó el temblor, el negro ya había crecido.
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Perdí la conciencia y a lo mejor aullé. Cuando volví en sí, la esperanza, la ilusión de ser otra y no esa que siempre había sido se desvaneció, se olvidó ante la urgencia de fumar un cigarro o ante las ganas de ir al baño. Así que fui, encendí la luz, me miré en el espejo sin verme. No tenía ganas de verme, o sí. Pero escuché a mi mamá decir: «Qué es lo que tanto te miras, ni que fueras tan linda». Y la negra abrió la puerta y me dijo que si uno pasaba mucho tiempo mirándose al espejo terminaba viéndose muerta.
Y yo que había pasado tanto tiempo con la negra, yo que le había susurrado tantas cosas al oído ya no sabía cuándo hablaba ella o cuando hablaba yo. Y se me dio por llorar por ella y por mí, sobre todo por ella, porque era mujer y debía ser terrible nacer mujer y creérselo. Lo único que hizo fue echarse a llorar y pedir ayuda. Yo la ayudé. Recorrí con mi mano el hueso de su antebrazo, tracé una línea vertical que fue a parar a sus dedos. Le dije: «Negra, qué quieres hacer». «Vivir», me respondió. Así que la tomé de la mano, fuimos al mar, mirándolo de frente le preguntamos quién era. El mar tras el oleaje de los años contestó: lo sabrán el día ulterior que sucede a la agonía.
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