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La utopía es una casa de tres pisos

Este texto fue escrito tras la visita de la Universidad de La Salle al corregimiento de El Capricho, donde la entidad trabaja en un proyecto de memoria, liderazgo y reconfiguración territorial.

Andrés Osorio Guillott
17 de noviembre de 2021 - 02:00 a. m.
La biblioteca de El Capricho, corregimiento ubicado a dos horas de San José del Guaviare.
La biblioteca de El Capricho, corregimiento ubicado a dos horas de San José del Guaviare.
Foto: Camilo del Real Hernández
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Un día de 1986, Yolanda Montenegro no aguantó la mano dura de su padre. La insatisfacción por varios años salió a flote y esa misma fuerza la llevó a tomar la decisión de huir de El Capricho, corregimiento de San José del Guaviare —se llama así porque para muchos quedarse en esa zona hace cinco décadas era eso: un deseo terco e impulsivo—. Aún muy joven, ese día se fugó a San José y de ahí a Bogotá, la ciudad de las expectativas y las oportunidades.

Yolanda se fue con Jesús, el menor de nueve hermanos. Con el paso del tiempo cada uno tomó caminos diferentes, pues ella llegó a Bogotá con el fin de culminar su bachillerato y así lograr ir a la universidad, algo que incluso hoy sigue siendo difícil para los jóvenes que habitan las zonas veredales del Guaviare. Por su parte, el hermano de Yolanda mantuvo la idea del negocio de la cocaína como una entrada paralela al supermercado que montó en el barrio Calima Norte.

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Desde la década de 1950, el departamento del Guaviare ha visto en distintos momentos la llegada y expansión de grupos armados ilegales, principalmente de guerrillas campesinas que se fueron asentando en el territorio procedentes de las regiones del altiplano cundiboyacense, los llanos y Tolima, entre otros, en un contexto de violencia partidista. Aunque desde entonces la tranquilidad es una quimera que aparece y desaparece, los peligros de la violencia se incrementaron con la bonanza cocalera.

Las bonanzas terminan siendo vaticinios de épocas oscuras. Las riquezas en Colombia no son sinónimo de prosperidad, sino de múltiples violencias que desencadenan ese fatídico círculo de las venganzas y de una guerra por el control de la tierra. Ese escenario se empezó a presentar en la década de 1970 y se extendió hasta los primeros años del nuevo milenio con la oferta y demanda de la cocaína, droga que sería el eje del crecimiento del narcotráfico en el territorio nacional y el medio para que muchos campesinos, dicho sea de paso, vieran en ese negocio una oportunidad para acumular ganancias que los cultivos de plátano, yuca, maíz o cacao no generaban en la misma magnitud.

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Jesús ya había logrado hacer varios negocios alrededor de la coca, incluso llegó a asociarse con Fabricio*, que fue determinante para lo que sucedió en 1999. Trece años habían pasado desde su llegada a Bogotá, y su vida transcurría entre las obligaciones que contrajo en la capital, la familia que había formado y los acuerdos que mantenía en los alrededores de San José del Guaviare.

Yolanda ya había tenido su primera hija en Bogotá y por ella abandonó sus estudios de Contabilidad. Ya había vivido en varios sectores de la ciudad y parecía que su vida se asentaba cada vez más en las calles grises e interminables que se extienden de cara a los cerros orientales.

Una tarde de 1999, Yolanda recibió una llamada en la que le informaron que su hermano había sufrido un accidente y sería trasladado a un hospital. La angustia se apoderó de ella y preguntó con insistencia dónde iba a estar para dirigirse inmediatamente hacia allá. Ella temía por la vida de Jesús, ya que meses antes había sido amordazado por otros hombres cerca al Salto del Tequendama.

La información que le dieron a Yolanda fue imprecisa, pero al final le hicieron saber que Jesús estaba en su hogar, en el mismo lugar donde tenía el supermercado en Calima Norte, muy cerca de una casa de tres pisos que él quería comprar para su familia y que soñaba con tenerla, pues en su pueblo las casas, antes de la llegada del cemento y el ladrillo, eran de madera y piso de tierra pisada, la mayoría de un solo nivel y con luz que se conseguía de plantas de acpm, pues el tendido eléctrico llegó al pueblo hasta hace unos seis años, aproximadamente.

Cuando Yolanda llegó, Jesús ya estaba muerto. Minutos antes él se encontraba trabajando y se preparaba para salir, pues Fabricio llegó a visitarlo y, al parecer, iban para otro punto de la ciudad. En el transcurso del día, cuenta Yolanda, el sicario había estado rondando el supermercado, pero ninguno sospechaba nada. Ella piensa que el atentado era para el socio de su hermano, pues de haber sido directamente para él, lo habría matado antes y no justo después de la visita que recibió. Ambos fueron asesinados por varios impactos de bala.

“Si mi hermano estuviera todos seríamos felices”, dijo Yolanda mientras tomábamos tinto y comíamos arepas de maíz pela’o al caer la tarde de un domingo en El Capricho. Y por él volvió, pues sus padres la convencieron de regresar y desde entonces no ha vuelto a salir de la zona en la que ahora dirige la biblioteca, un espacio que está ubicado en la entrada del corregimiento, que tiene una fachada de color azul hecha en metal, construida con contenedores que son usados para la exportación a gran escala, que está resguardada por claveles, rosas, margaritas y demás flores que también cubren su casa, que incluso se veían dibujadas en la camisa que llevaba el día que habló con nosotros.

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Yolanda sonríe muchas veces mientras habla. Es tan servicial como cualquiera de las personas que camina entre las seis o siete cuadras que componen la calle principal que atraviesa al corregimiento, que tiene postes que además de hacer su función en el alumbrado cumplen también como separadores viales para el contraflujo de vehículos y motocicletas. Su sonrisa denota su tranquilidad, pero también la picardía que no pierde. Ella dice que el perdón que viene del corazón se nota, y que lo que les hace falta a muchas personas es amor, que si ambas cosas no se tienen es muy difícil llevar una vida en paz.

Paz. Esa palabra que parece tan lejana en nuestro país, aunque nos aferramos a ella casi que obligándola a convertirse en realidad tras verla tan imposible de realizarse. Soñamos con ella y notamos las diferencias cuando llega para quedarse. “Esto es posible gracias a la paz”, se escuchó un día antes de hablar con Yolanda cuando se realizó un mercado campesino en el polideportivo de El Capricho. Carne de chivo, arepas de maíz, frutas, verduras y hasta gallos se vendieron en un día atípico, de mucha actividad. Sus habitantes y visitantes reconocen que ese ritmo no corresponde a la vida cotidiana, porque allá nada sucede, solo pasan los días, y que los corridos, rancheras y boleros que se escuchan en los billares y tiendas donde siempre hay alguien tomando cerveza son los paisajes de lo que parece ser un solo día con su sol y su luna, que ese ruido de la música es la fiebre por la llegada de la energía eléctrica hace seis años, que no se les ha bajado desde que gran parte de la tranquilidad volvió al lugar, dice también Yolanda entre risas.

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Y esa paz es la que permite soñar y hace que los domingos, mientras la mayoría de la población asiste a los ritos religiosos del catolicismo y el evangelismo, muchos niños salgan a jugar escondite, como le llaman ellos, a la lleva, fútbol o a montar bicicleta y luego pedir Bon Ice en las tiendas de las esquinas. Niños como Julián, Yeiner o Santiago, que cuando dejan la timidez y salen de los postes con los que se cubren mientras observan con curiosidad y hablan entre dientes por la pena, se atreven a imaginar otro Capricho y su porvenir. Sueñan con árboles, escuelas y una casa de tres pisos, así como la que soñó Jesús hace tiempo en Bogotá y no pudo tener por la violencia que lo alcanzó en la capital, como si fuera esa añoranza un rasgo característico de las utopías de un pueblo que busca su segunda oportunidad sobre la tierra y aún tiene casas de un solo piso, uno que otro hotel o almacén con dos niveles y una sola casa de tres que muchos ven con emoción, como si el desarrollo y el futuro fueran un espacio más amplio para vivir y más cercano al cielo que los ha visto huir del miedo para acercarse a la esperanza.

*Fabricio es un nombre producto de la ficción, pues la fiscalía encontró que tenía dos cédulas y no se sabe su nombre real.

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