La vida de Si Spiegel, el hombre que inventó el árbol de Navidad
Si Spiegel, piloto en la Segunda Guerra Mundial, no murió combatiendo, ni subido en un avión, ni atrapado en una base militar. Murió como un hombre pacífico; envuelto en una sábana tibia y blanca, con olor a cardamomo, vainilla y pino. Y lo hizo rodeado de su familia, en su cálida casa ubicada en Manhattan, a los 99 años; tres meses antes de alcanzar un siglo de vida; límite que solo podrá superar a través de la memoria de sus seres queridos abandonados en la Tierra, y de todos aquellos desconocidos que, año tras año, con singular fidelidad, arman un árbol de Navidad.
Juan Diego Forero Vélez
La muerte no tocó su puerta con cautela, no fue tímida ni sigilosa; fue mezquina y poco prudente, pero él ya estaba listo para enfrentarla. La edad fue preparándolo poco a poco, así que, cuando la parca llegó a su lecho, él la abrazó con una sonrisa en el rostro, o, al menos, así lo expresó su amiga Laurie Gwen Shapiro en un artículo para The Forward. “La última vez que lo vi, el 24 de diciembre de 2023, unos días antes de su fallecimiento, estaba muy delgado. Me dijo que el final estaba cerca y recordó su misión número 12 o 13 como piloto, mirándome a los ojos, como siempre. ‘Cuando tienes esa edad piensas que no vas a morir’”, le dijo, “‘crees que otros morirán, pero tú no, te consideras demasiado joven para eso. Llega un día en el que piensas que realmente puedes morir. A algunos les pasa antes y a otros después. Cuando me pasó a mí, me temblaron las rodillas y pensé, ¡vaya, qué estúpido soy!’”
Spiegel nació en la ciudad de Nueva York, en 1924, seis años después de que terminara la Gran Guerra; e ignorando, en ese momento, que una guerra futura sería la encargada de hacerlo madurar de forma prematura, con múltiples puntapiés, obscenidades y miedos incorregibles. Nació en medio de un positivismo nacional muy contagioso, con un montón de jazz sonando por todos lados, ropa interior con cremallera y discursos presidenciales por radio a todas horas. Y creció, hasta el metro con setenta centímetros, adorando a Franklin Delano Roosevelt, y a su voz seca y segura.
Conoció la guerra a través de la radio, en su pequeño apartamento ubicado en Greenwich Village, a unos pocos metros de la lavandería manual de su padre. Sus posesiones, en ese momento, eran escasas; una cama maltrecha, una mesa, más cubiertos de los necesarios para un solitario joven de 17 años, y una radio cuadrada por la que escuchó, en primicia, la desaparición de Amelia Earhart, la primera piloto en volar sola a través del océano Atlántico; y donde escuchó también la desesperación de los locutores al narrar el bombardeo a la base militar de Pearl Harbor.
Para cuando cumplió los 18 años, cargaba dentro de sí un fuerte deseo de enfrentar a los Nazis, que estaban masacrando sin piedad a su pueblo, a los judíos; pero no se lo dijo a nadie; ni a sus padres, ni a sus hermanos, ni a sus amigos, lo guardó en silencio, en su menudo cuerpo tembloroso.
Cuando se enlistó, sin embargo, en la Oficina de Reclutamiento de Times Square, lo mandaron, por su aspecto famélico, a un taller mecánico del cual huyó pensando que con “una llave inglesa sería incapaz de luchar contra Hitler”. De allí, decepcionado, partió rumbo a Mitchell Field, donde, por falta de competencia y gracias a su visión perfecta, lo aceptaron en el curso de pilotos.
Si Spiegel siempre tuvo un semblante tranquilo y frío, y una mirada calculadora. Luego de enlistarse se dirigió a Nuevo México, donde aprendió a conocer y maniobrar con gentileza el B17, un avión bombardero gigante en el que pasó los peores y algunos de los mejores momentos de su vida, junto a compañeros inolvidables que murieron antes que él; pero que aun así grabaron con tinta indeleble, en su mente, muchas historias sombrías y múltiples sonrisas cómicas.
Luego de 35 misiones; un montón de medallas por valentía; de haber sobrevivido meses en Polonia, luego de que el B17 que pilotaba sufriera serias averías; y de no poderse comunicar con su familia o amigos por mucho tiempo; y luego de haber sido considerado muerto por el ejército de los Estados Unidos, Spiegel fue recibido en Nueva York como un soldado más, uno resucitado, sí, pero uno sin importancia. No hubo tratos especiales, ni ascensos, ni trabajo. Después de la guerra las aerolíneas no recibieron a judíos y todo volvió a la normalidad. No había orgullo, ni agradecimiento, ni mucho menos un trato correcto.
Se divorció, y se volvió a casar en muy poco tiempo, con el amor de su vida, luego de la larga guerra que le quitó parte de su sonrisa. Su segunda esposa, Ikeda Motoko, una estadounidense de origen japonés que durante la Guerra que tanto afectó a Si estuvo confinada en un campamento rodeado de alambres de púas, en Wyoming, se apoderó de su lastimado corazón, y lo cuidó bien, hasta que falleció en el año 2000 de forma súbita.
Solía decir que ella era “capaz de cocinar en cualquier idioma y que preparaba mejor comida judía que su madre”.
Para el año 1950, Spiegel trabajaba para una fábrica que creaba cepillos de colores muy variados y vistosos, pero la venta no iba bien, e intentaron, a la desesperada, vender árboles de Navidad artificiales; cosa que no resultó bien porque las personas solían comprar pinos reales en aquella época, y porque, además, los que no lo hacían, compraban árboles metálicos, plateados y muy luminosos, no las pobres réplicas poco creíbles que fabricaban Spiegel y sus compañeros.
Sin embargo, Si Spiegel no se rindió. Le pidió a su jefe que le permitiera hacerse cargo del departamento que estaba a punto de desaparecer, y, sentado en el suelo, viendo un pino y estudiando su apariencia día y noche, casi sin parpadear, logró vender, en 1970, 800.000 árboles artificiales.
Pronto, Spiegel entendió que debía crear su propia empresa, American Tree and Wreath, la cual vendió en 1993 luego de encargarse, con sus propias manos, y con las mangas de su camiseta recogidas, de que el árbol de Navidad artificial fuera predominante en los hogares estadounidenses, y que, por ende, se sembrara, metafóricamente, en cada hogar del mundo. Sus hijos, cuando pequeños, tuvieron árboles reales, pero con el tiempo contemplaron en el centro de la sala las mejores creaciones de su padre, muy orgullosos.
En este momento, luego de su fallecimiento, el 21 de enero del 2024, casi el 80% de las familias de occidente tienen un árbol de Navidad artificial en casa, algo que parecía ridículo cuando Spiegel empezó con su alocada misión en 1970; número que, es probable, no pare de crecer jamás.
La muerte no tocó su puerta con cautela, no fue tímida ni sigilosa; fue mezquina y poco prudente, pero él ya estaba listo para enfrentarla. La edad fue preparándolo poco a poco, así que, cuando la parca llegó a su lecho, él la abrazó con una sonrisa en el rostro, o, al menos, así lo expresó su amiga Laurie Gwen Shapiro en un artículo para The Forward. “La última vez que lo vi, el 24 de diciembre de 2023, unos días antes de su fallecimiento, estaba muy delgado. Me dijo que el final estaba cerca y recordó su misión número 12 o 13 como piloto, mirándome a los ojos, como siempre. ‘Cuando tienes esa edad piensas que no vas a morir’”, le dijo, “‘crees que otros morirán, pero tú no, te consideras demasiado joven para eso. Llega un día en el que piensas que realmente puedes morir. A algunos les pasa antes y a otros después. Cuando me pasó a mí, me temblaron las rodillas y pensé, ¡vaya, qué estúpido soy!’”
Spiegel nació en la ciudad de Nueva York, en 1924, seis años después de que terminara la Gran Guerra; e ignorando, en ese momento, que una guerra futura sería la encargada de hacerlo madurar de forma prematura, con múltiples puntapiés, obscenidades y miedos incorregibles. Nació en medio de un positivismo nacional muy contagioso, con un montón de jazz sonando por todos lados, ropa interior con cremallera y discursos presidenciales por radio a todas horas. Y creció, hasta el metro con setenta centímetros, adorando a Franklin Delano Roosevelt, y a su voz seca y segura.
Conoció la guerra a través de la radio, en su pequeño apartamento ubicado en Greenwich Village, a unos pocos metros de la lavandería manual de su padre. Sus posesiones, en ese momento, eran escasas; una cama maltrecha, una mesa, más cubiertos de los necesarios para un solitario joven de 17 años, y una radio cuadrada por la que escuchó, en primicia, la desaparición de Amelia Earhart, la primera piloto en volar sola a través del océano Atlántico; y donde escuchó también la desesperación de los locutores al narrar el bombardeo a la base militar de Pearl Harbor.
Para cuando cumplió los 18 años, cargaba dentro de sí un fuerte deseo de enfrentar a los Nazis, que estaban masacrando sin piedad a su pueblo, a los judíos; pero no se lo dijo a nadie; ni a sus padres, ni a sus hermanos, ni a sus amigos, lo guardó en silencio, en su menudo cuerpo tembloroso.
Cuando se enlistó, sin embargo, en la Oficina de Reclutamiento de Times Square, lo mandaron, por su aspecto famélico, a un taller mecánico del cual huyó pensando que con “una llave inglesa sería incapaz de luchar contra Hitler”. De allí, decepcionado, partió rumbo a Mitchell Field, donde, por falta de competencia y gracias a su visión perfecta, lo aceptaron en el curso de pilotos.
Si Spiegel siempre tuvo un semblante tranquilo y frío, y una mirada calculadora. Luego de enlistarse se dirigió a Nuevo México, donde aprendió a conocer y maniobrar con gentileza el B17, un avión bombardero gigante en el que pasó los peores y algunos de los mejores momentos de su vida, junto a compañeros inolvidables que murieron antes que él; pero que aun así grabaron con tinta indeleble, en su mente, muchas historias sombrías y múltiples sonrisas cómicas.
Luego de 35 misiones; un montón de medallas por valentía; de haber sobrevivido meses en Polonia, luego de que el B17 que pilotaba sufriera serias averías; y de no poderse comunicar con su familia o amigos por mucho tiempo; y luego de haber sido considerado muerto por el ejército de los Estados Unidos, Spiegel fue recibido en Nueva York como un soldado más, uno resucitado, sí, pero uno sin importancia. No hubo tratos especiales, ni ascensos, ni trabajo. Después de la guerra las aerolíneas no recibieron a judíos y todo volvió a la normalidad. No había orgullo, ni agradecimiento, ni mucho menos un trato correcto.
Se divorció, y se volvió a casar en muy poco tiempo, con el amor de su vida, luego de la larga guerra que le quitó parte de su sonrisa. Su segunda esposa, Ikeda Motoko, una estadounidense de origen japonés que durante la Guerra que tanto afectó a Si estuvo confinada en un campamento rodeado de alambres de púas, en Wyoming, se apoderó de su lastimado corazón, y lo cuidó bien, hasta que falleció en el año 2000 de forma súbita.
Solía decir que ella era “capaz de cocinar en cualquier idioma y que preparaba mejor comida judía que su madre”.
Para el año 1950, Spiegel trabajaba para una fábrica que creaba cepillos de colores muy variados y vistosos, pero la venta no iba bien, e intentaron, a la desesperada, vender árboles de Navidad artificiales; cosa que no resultó bien porque las personas solían comprar pinos reales en aquella época, y porque, además, los que no lo hacían, compraban árboles metálicos, plateados y muy luminosos, no las pobres réplicas poco creíbles que fabricaban Spiegel y sus compañeros.
Sin embargo, Si Spiegel no se rindió. Le pidió a su jefe que le permitiera hacerse cargo del departamento que estaba a punto de desaparecer, y, sentado en el suelo, viendo un pino y estudiando su apariencia día y noche, casi sin parpadear, logró vender, en 1970, 800.000 árboles artificiales.
Pronto, Spiegel entendió que debía crear su propia empresa, American Tree and Wreath, la cual vendió en 1993 luego de encargarse, con sus propias manos, y con las mangas de su camiseta recogidas, de que el árbol de Navidad artificial fuera predominante en los hogares estadounidenses, y que, por ende, se sembrara, metafóricamente, en cada hogar del mundo. Sus hijos, cuando pequeños, tuvieron árboles reales, pero con el tiempo contemplaron en el centro de la sala las mejores creaciones de su padre, muy orgullosos.
En este momento, luego de su fallecimiento, el 21 de enero del 2024, casi el 80% de las familias de occidente tienen un árbol de Navidad artificial en casa, algo que parecía ridículo cuando Spiegel empezó con su alocada misión en 1970; número que, es probable, no pare de crecer jamás.