La voz y la vida y muerte de Salvador Allende en una novela chilena
Medio siglo después de la muerte del presidente de Chile, se publica “Allende. Una novela en cinco actos”, ficción en la que el escritor Carlos Tromben dialoga con el “compañero presidente” y profundiza en su dimensión humana. En librerías colombianas con el sello Ediciones B. Fragmento.
Carlos Tromben * / Especial para El Espectador
Primer acto
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Primer acto
ALLENDE HABLA
Compañera, muy buenos días, buenas tardes, buenas noches...
Adonde quiera que le llegue a usted mi voz, en onda corta o larga, quiero hacerle llegar un afectuoso saludo desde las regiones desconocidas.
En vida me dijeron de todo: pije relamido, gigoló mapochino, senador por La Habana. Por ahí se dijo que mi nombre verdadero, el que me puso mi madre al nacer, era Salvador Isabelino del Sagrado Corazón de Jesús. Un chiste entre amigos que después se usó en mi contra. (Recomendamos: Los 50 años del golpe de Estado de los militares chilenos contra el gobierno de Salvador Allende).
Me llamo Salvador y mis amigos me decían «Chicho». Para mis colaboradores y guardaespaldas fui el «doctor» y para mi pueblo, el «compañero presidente». Antes de gobernar un país y hablarles a las masas fui médico y solo tuve tres tipos de paciente: los locos, los muertos y mujeres durante el parto.
Cinco años pasé como interno en la Casa de Orates, compañera. Quizá, de no haber sido por la dictadura de Ibáñez, yo nunca hubiera salido de ahí y habría terminado mis días como un venerable experto en patologías mentales.
Debo aquí aclarar que, en esa época, una cosa era el manicomio, otra distinta el hospital psiquiátrico y una tercera el asilo. El hospital psiquiátrico era para los que recién se les estaban arrancando las cabritas para el monte. Para los alcohólicos y los toxicómanos estaba el asilo. El manicomio era el destino de los locos irrecuperables, de los peligrosos, los que te podían saltar encima y arrancarte la oreja de un mordisco. Esa era la sección que más me atraía.
Me tocó ver mujeres con delirios místicos, hombres que hablaban con las paredes o que repetían la misma frase durante horas. Otros que no hablaban nunca y se encontraban como en un estado de sueño, letárgicos, muertos en vida. Yo estaba obsesionado con saber si estos pobres infelices estaban condenados de nacimiento o habían enloquecido producto de traumas, accidentes o agresiones.
Muchos eran verdaderos peligros para la sociedad, otros eran sus víctimas. Yo me dediqué a los primeros, a los derechamente malos, los que habían cometido cosas abominables. Hice mi tesina sobre «higiene mental y delincuencia» y me fue estupendo. Calificación máxima.
Me creía el hoyo del queque con mi diploma de médico cirujano, pero cuando intenté buscar trabajo, me encontré con una pared infranqueable: ningún hospital me contrató, compañera. Concursé no sé cuántas veces, pero las juntas seleccionadoras me cerraban la puerta en las narices.
Estaba quemado por haber sido dirigente universitario durante esos meses agitados de 1931 y 1932, cuando obreros y estudiantes hicimos caer la dictadura de Ibáñez y se constituyó la breve y pintoresca República Socialista de Chile. Como no me dejaron ser médico de los vivos, terminé trabajando con los muertos.
Durante otros cinco años fui ayudante de anatomía patológica en el hospital de Valparaíso, donde aprendí que Chile era una carnicería, un matadero de hombres y mujeres, especialmente de pobres. Todos los días había un par de muertos por riña, alguna mujer estrangulada por el marido o el amante, un obrero triturado por una máquina o atropellado por un camión conducido por un borracho o un enajenado.
Hice cientos de autopsias y así me quedaron las manos de tanto aplicar el serrucho. Pese a este lóbrego oficio, guardo un recuerdo afectuoso de aquellos años y de este puerto que me vio crecer.
Qué nostalgia, compañera, de esos tiempos de idealismo cuando creamos el Partido Socialista, esos días en que salíamos a desfilar por Valparaíso con nuestros flamantes uniformes detrás del compañero Schnake, del compañero Grove, con el brazo izquierdo en alto y cantando La marsellesa a todo pulmón. Y al día siguiente, otra autopsia, otro pobre fiambre acuchillado, envenenado, muerto por asfixia, llorado por sus seres queridos o suicidado en la más triste soledad.
Mi vida era entonces un tango de no ser por los placeres de la vista y del paladar. Una buena cazuela de mi mama Rosa, un buen plato de empanadas con pebre, una conversación amena con los amigos, una ida a la piscina de Recreo, donde se reunían las niñas lindas de Viña del Mar. Yo era un fanático del deporte, hacía natación, corría, practicaba la meditación y la autosugestión. Tenía un cuerpo impecable, si bien poco espigado y algo corto de piernas.
Nunca me faltaron amigas ni me faltó el amor, compañera. En esos años juveniles falleció mi padre, con quien nunca tuve una relación cercana. Mi hermano mayor se inició en el gris oficio del derecho administrativo y yo pasé a ser prácticamente el único hombre de la casa.
Décadas después, cuando ya era un político reconocido, admirado y odiado, volví a vestir el uniforme de médico cirujano para entrar a una sala de operaciones. Ya no eran locos, toxicómanos ni criminales a los que les tomaba el pulso o preguntaba cómo se sentían. Ya no eran cadáveres tumefactos que pasaban por mis manos para establecer la causa de su muerte. Asumí voluntariamente retomar las herramientas de Hipócrates para ayudar a las hijas de mis amigas a dar a luz.
Hijas de mujeres a las que amé, madres de criaturas recién llegadas a este mundo tan absurdo, tan violento, tan injusto. Apliqué sedativos en trastornados, removí las entrañas de cadáveres, corté cordones umbilicales de criaturas que respiraban por primera vez. Ayudé a contener la locura, a explicar la muerte y a nacer la vida.
Agnóstico y a la vez respetuoso del misterio, siempre estoy disponible para conversar a través de macumbas, avemarías, sesiones de hipnosis o de espiritismo, cualquier mecanismo para cruzar el espacio y el tiempo que separa las dimensiones.
Gracias por invocar mi nombre, compañera. Yo nunca me hago de rogar. Sepa usted, compañera, que aquí en estas regiones tan tranquilas yo me aburro.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Ediciones B. Carlos Tromben nació en Valparaíso, Chile. Ha combinado la literatura con el periodismo de investigación. Sus ficciones históricas Huáscar, Balmaceda, Santa María de Iquique y Baquedano, además del libro de investigación Crónica secreta de la economía chilena, han sido éxito de ventas. Sus libros La señora del dolor, Pescado rabioso y El vino de Dios también son parte de nuestro catálogo. También publicó Guía para armar un complot con Rocamar Ediciones.