Las anotaciones de Paul Auster (Epifanías I)
Inauguramos con Paul Auster esta serie de textos sobre el momento en que algunos escritores decidieron dedicarse a la literatura. Un autógrafo que jamás se hizo realidad, y la certeza posterior de que nunca sería un deportista profesional, fueron algunos de los motivos del escritor estadounidense.
Fernando Araújo Vélez
Él mismo lo recordaría y lo escribiría decenas de veces, como para aferrarse a una razón que le diera sentido a los libros que había escrito, a sus cartas, a los borradores de cientos de cartas que jamás terminó y a las ideas sueltas que había ido dejando en pilas y pilas de libretas, y él mismo dijo también en decenas de charlas y de congresos que se había vuelto escritor porque una tarde, una muy triste tarde para él, había salido de su casa sin un lápiz y lo había necesitado. Entonces, juró por su nombre, Paul y su apellido, Auster, y hasta por su vida, que jamás volvería a salir a la calle sin un lápiz. “Como me gusta decirles a mis hijos, así fue como me hice escritor”.
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Él mismo lo recordaría y lo escribiría decenas de veces, como para aferrarse a una razón que le diera sentido a los libros que había escrito, a sus cartas, a los borradores de cientos de cartas que jamás terminó y a las ideas sueltas que había ido dejando en pilas y pilas de libretas, y él mismo dijo también en decenas de charlas y de congresos que se había vuelto escritor porque una tarde, una muy triste tarde para él, había salido de su casa sin un lápiz y lo había necesitado. Entonces, juró por su nombre, Paul y su apellido, Auster, y hasta por su vida, que jamás volvería a salir a la calle sin un lápiz. “Como me gusta decirles a mis hijos, así fue como me hice escritor”.
Eran los primeros días de la primavera de 1961. Auster tenía ocho años. Una de aquellas mañanas, sus padres le habían anunciado que en la noche irían al Polo Ground para ver a los Gigantes, que por aquellos tiempos jugaban en Nueva York, contra los Bravos de Milwaukee. Cuando se terminó el juego, sus padres, y unos amigos de ellos, y alguno que otro curioso, se quedaron charlando hasta que el estadio se vació. Entonces decidieron marcharse por la única puerta que aún estaba abierta. Bajaron por las escalinatas de las gradas, atravesaron algunos pasillos, y de pronto vieron a Willie Mays, recién salido de las duchas, vestido ya de traje y corbata para irse a su casa.
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Poseído por su amor al béisbol y a los Gigantes, por su veneración a Mays, salió a las carreras y le pidió un autógrafo. “Mays debía tener unos 24 años, pero fui incapaz de llamarle por su nombre de pila”, escribiría pasados muchos, muchos años. Por aquellos tiempos, era una asunto de respeto que las personas que no se conocían se llamaran por su apellido. Mays era tan, tan grandioso para Auster, y los Gigantes eran tan inmensos, y el béisbol era tan mágico, que no había espacio para Willys ni para diminutivos ni para fórmulas hechas y repetidas de supuestos acercamientos. “Pero claro, niño, ¿tienes un lápiz?”, le respondió Mays.
“Recuerdo que estaba tan lleno de vida, hasta tal punto rebosaba juventud y energía, que no dejaba de dar saltitos mientras hablaba”. Auster se tocó los bolsillos de su camisa y de su pantalón en busca del milagro de un lápiz, aún a sabiendas de que no tenía ninguno. De una u otra manera, aguardaba a que Mays sacara uno de algún lado. Entonces dejó de palparse y le preguntó a su padre, algo temeroso, si tenía un lápiz. Y ante su “no”, pasó a interrogar a su madre. Y llegó otro no, y después, múltiples no, no no, de los amigos de ellos, y de los amigos de los amigos. Nadie en aquel lugar tenía un lápiz. Un bendito y sencillo lápiz.
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“No quería llorar, pero las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas y no pude hacer nada para impedirlo. Y lo peor fue que seguí llorando en el coche hasta que llegamos a casa. Sí, estaba abatido, decepcionado, pero también irritado conmigo mismo por no ser capaz de controlar las lágrimas. No era ningún crío. Tenía ocho años, y se suponía que un muchacho de esa edad n debía llorar por algo así. No sólo no tenía el autógrafo de Willie Mays, sino que tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba y yo no había sabido dar la talla”. Auster divagó durante meses, perdido en su sensación de fracaso, con una sola promesa metida entre sus huesos, la de salir salir siempre con un lápiz en el bolsillo.
Con los años, diría una y otra vez que por aquellos tiempos no sabía lo que podía llegar a ocurrir con el lápiz, que solo tenía muy en claro que se sentía seguro si tenía uno. Cuando empezó a escribir, tiempo después, comprendió que algunas de sus ideas las había ido anotando en hojas sueltas, y también, que escribiendo podía ser Willie Mays, o ser él mismo con las capacidades de Mays, y romper con todos los récords de las Grandes Ligas y ser campeón de la Serie Mundial. En varias de sus novelas, como Mr. Vértigo o 4 3 2 1, incluyó pasajes, escenas cuyos protagonistas eran un pitcher venido a menos, un bateador ido a más o a mucho más, un segunda base anodino, un manager frustrado o un descolorido fanático.
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Y alguna vez dijo que se dedicó a escribir porque no había podido ser beisbolista o jugador de baloncesto. En una de sus cartas a J.M. Coetzee le escribió que si contara las horas que le ha dedicado a ver diferentes juegos en la televisión se sentiría muy culpable, y unas líneas adelante le explicaba que sentía un misterioso “placer culpable”, y que su pasión por los deportes, o por algunos, se había iniciado casi que con su vida. “Los deportes que me interesan y veo con frecuencia son aquellos que practicaba de pequeño. De ese modo se conoce y se entiende íntimamente el deporte, y por tanto es posible apreciar las hazañas, la destreza, a menudo deslumbrante, de los profesionales”.
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