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El tipo llegó al club de ajedrez en la ciudad de La Plata, casi casi a los trompicones. Rengueaba. Miraba hacia un lado y hacia el otro. Sobre todo, hacia atrás. Llevaba más de un año huyendo. Huía de aquellos a quienes llamaban La autoridad. Huía de sus fichas, soplones apostados en cada esquina, en cada bar. Huía de sí. Huía de los gobernantes, que habían dado orden de capturar y fusilar, si lo consideraban, a todo aquel que nombrara a Perón, que tuviera una imagen de Evita en su casa, que cantara el himno Perón, Perón… Buscaba a un hombre para que ese hombre contara la historia que él no sabía contar. Para que la escribiera. Lo encontró sentado ante una ventana, a punto de beber un trago más de cerveza. Lo tocó en el hombro. Aguardó un segundo a que el hombre se diera vuelta y le dijo: “Hay un fusilado que vive”.
El hombre se llamaba Rodolfo Walsh. Era traductor, corrector de estilo, buscador de historias, escritor de cuentos policiales. La frase, “Hay un fusilado que vive”, le dio vueltas, lo llevó a ese mismo lugar, seis meses atrás, cuando oyó una balacera, gritos, corridas, y salió a toda prisa hacia su casa, en medio del caos. “Mi casa era peor que el café —escribió después ese hombre, Rodolfo Walsh, en el prólogo de Operación Masacre— y peor que la estación de ómnibus, porque había soldados en las azoteas y en la cocina y en los dormitorios, pero principalmente en el baño, y desde entonces he tomado aversión a las casas que están frente a un cuartel, un comando o un departamento de Policía. Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: ‘Viva la patria’, sino que dijo: ‘No me dejen solo, hijos de puta’”.
Después, dijo, escribió, que no quiso recordar más, “Ni la voz del locutor en la madrugada anunciando que dieciocho civiles han sido ejecutados en Lanús, ni la ola de sangre que anega al país hasta la muerte de Valle. Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa, Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez? Puedo. Al ajedrez y a la literatura fantástica que leo, a los cuentos policiales que escribo, a la novela ‘seria’ que planeo para dentro de algunos años, y a otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo. La violencia me ha salpicado las paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire, pero es solamente el azar lo que me ha puesto eso ante los ojos. Pudo ocurrir a cien kilómetros, pudo ocurrir cuando yo no estaba”.
Valle era el líder de una revolución que pretendía derrocar al régimen que había derrocado a Juan Domingo Perón en septiembre de 1955. Él, y un almirante de apellido Tasco, y varios militares y civiles más, habían planeado la toma del poder el 9 de junio de 1956. Los descubrieron. Los fusilaron. El tipo rengueante que le dijo a Walsh que había un fusilado vivo lo llevó adonde el fusilado, Juan Carlos Livraga, cuando Walsh dejó de mentirse y comprendió que Valle y Perón y la revolución y los muertos sí le interesaban. Y el fusilado que vivía, por supuesto. “No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades —escribirá—. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga. Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte.
“Me siento insultado, como me sentí sin saberlo cuando oí aquel grito desgarrador detrás de la persiana. Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto. Así nace aquella investigación, este libro. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de ‘las suaves, tranquilas estaciones’. Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron”.
Livraga fue adonde un juez. Walsh lo acompañó. Se hizo pasar por un primo y, ante el juez, oyó parte de la historia. Que varios se habían reunido para oír por la radio la pelea de boxeo entre Eduardo Lausse y un peruano de apellido Loaiza por el título suramericano. Que gritaron, sufrieron y, al final, celebraron la victoria del argentino. Que se abrazaron, y entonces fue cuando llegaron los militares y comenzaron a repartir bolillazos y a empujar y a amenazar con pistolas y a preguntar por Tasco y por Valle. Se los llevaron en un camión a la comisaría de San Martín, Buenos Aires. Los interrogaron, y como en casi todos los interrogatorios, los asistentes escribieron lo que quisieron. La verdad de los sucesos solía terminar entre las teclas de aquellas viejas y duras máquinas de escribir, que sonaban y sonaban, tac-tac-tac, tac-tac-tac, entre el humo de decenas de cigarros, el sudor frío de los interrogados y el cinismo de los oficiales.
Entonces entró una llamada del comando superior del Ejército. El comisario Rodríguez Moreno respondió. Que el comandante Fernández Suárez daba la orden de fusilarlos. ¿Cómo?, repita, por favor. Que el teniente coronel Fernández Suárez dio la orden de fusilarlos. Rodríguez Moreno preguntó varias veces. No quería que fuera cierto lo que había oído, pero era cierto. Era terroríficamente cierto. Apenas cerró la comunicación, prendió un cigarrillo, y apenas lo apagó contra un cenicero, dándole vueltas y vueltas, llamó a sus subalternos y les ordenó que metieran a los presos en un camión. Mientras salían, uno, Livraga, o Juan Carlos Giunta, o Nicolás Carranza, cualquiera, preguntó a dónde los llevaban. Le respondieron que a La Plata. ¿Pero para qué? ¿Por qué? Silencio. Silencio y sus pasos y los empujones y el camión y otro camión detrás y el motor y la carretera y la noche y la oscuridad y los ladridos lejanos de los perros.
Silencio, más silencio y, sobre todo, miedo. Todo el miedo del mundo, porque aquellos detenidos sin razón sabían que no iban a La Plata. Lo supieron pocos minutos después de haber arrancado de la comisaría, porque iban por caminos difíciles, porque iban lento y no había carros por ninguna parte. No había gente. Luego, los fusilados que vivieron, supieron que los habían llevado al basural de José León Suárez. Livraga se lo dijo a Walsh, y Walsh fue con la periodista Enriqueta Muñiz. “Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que si en algún lugar de este libro escribo ‘hice’, ‘fui’, ‘descubrí’, debe entenderse ‘hicimos’, ‘fuimos’, ‘descubrimos’. Algunas cosas importantes las consiguió ella sola, como los testimonios de los exiliados Tróxler, Benavídez, Gavino. En esa época el mundo no se me presentaba como una serie ordenada de garantías y seguridades, sino más bien como todo lo contrario. En Enriqueta Muñiz encontré esa seguridad, valor, inteligencia que me parecían tan rarificados a mi alrededor”.
En el basural les dieron la orden a los apresados de que se bajaran del camión. Y los obligaron a caminar, perseguidos por la luz de las farolas y los rifles de los oficiales. Caminaron y mientras caminaban, comenzaron a recibir los disparos. Algunos se voltearon. Otros corrieron. Unos más cayeron desplomados. A unos, los remataron en el piso. Todos habían sido señalados de peronistas, y ser peronista era ser el enemigo (y en el fondo, el peligro para las oligarquías, que habían vuelto al gobierno para mantener su poder y excluir a quien no fuera como ellos y, más que nada, a quien no pensara y actuara como ellos). Meses más tarde, cuando Walsh escribió lo que había ocurrido, comenzó a deambular por Buenos Aires de editorial en editorial. Nadie quería publicar aquel relato. Nadie quería enfrentar a la dictadura de Pedro Eugenio Aramburu. Los periódicos de mayor tiraje jamás sacaron una línea sobre ninguna masacre. “Es cosa de reírse, a siete años de distancia, porque se pueden revisar las colecciones de los diarios, y esta historia no existió ni existe”, escribió Walsh en una de las tantas reediciones de su libro Operación Masacre.
Igual, el libro actuó, y actuó como pocos en la historia del periodismo. Actuó desde imprentas subterráneas, desde el anonimato, desde el voz a voz, desde la subversión. Se transformó en la verdad que el poder no quería que se supiera. Actuó. Se multiplicó por cientos de miles de ejemplares. Fue el primer libro de aquello que luego, diez años después, los norteamericanos llamaron periodismo literario, apropiándose del nombre, del género, de la historia, y robándose los créditos. Actuó y siguió actuando, para influir a miles de estudiantes y obreros indignados, que acudieron a la lucha y a las armas porque no encontraban otra manera de cambiar el mundo. Actuó, develó, hurgó, hirió, concientizó.
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