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“Me sentí libre. Y muy triste” dijo María Isabel, amiga de la protagonista de este libro, después de haber roto la relación con su padre. Son los lazos familiares imposiciones de las que nos cuesta liberarnos y, a pesar de que a veces lo logramos, eso nos quiebra un poco, nos hace sentir muy tristes…
Muchos vivimos las relaciones familiares de manera ambigua. Entre el amor, el deber y la culpa. Pero esas rupturas siempre duelen, aunque puede que esas heridas cicatricen. Conozco a varios hermanos que llevan veinte años peleados y siempre me pregunto qué pasará en esas almas. Cuando hay desavenencias, en el fondo siempre hay un dolor.
Esa dependencia agresiva entre Emilia y el marido. Hablemos de esa relación, que me imagino llena de espinas con algunos pocos espacios en los que, si ella (sobre todo ella) está de suerte, la espina no la hiere tanto, y entonces él contesta sin ira o desdén…
La palabra “dependencia” siempre me ha impactado muchísimo. Las relaciones de dependencia siempre tienen una parte enfermiza y creo que tiene que ver con esos vínculos familiares en general. Cuando es en la relación familiar y la agresión es permanente, se convierte en un círculo vicioso. El maltrato crea una dependencia: siempre se tiene la esperanza de que las cosas cambiarán, ¿por qué?, porque hay unos espacios de pequeñas felicidades, por decirlo así. Vuelve y se prende esa esperanza hasta que la realidad le confirma a la persona que eso no es verdad, que se está engañando.
A Emilia y a su marido les pasa esto en un viaje a Cuba, cuando ella, después de una señal engañosa, cree que hay alguna posibilidad de recuperar una relación demasiado deteriorada…
Sí, y es lo que hace que la gente vaya a esas terapias y salga con la ilusión de que sí pasará. Yo tengo una idea muy escéptica de las posibilidades de cambio de la gente. Y en algunas novelas he enunciado eso. La gente egoísta no logra ser generosa, la gente problemática no suele volverse serena.
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¿Por qué tiene una idea tan escéptica con respecto a las posibilidades de cambio de los seres humanos?
Porque soy muy vieja y ya lo sé. Porque he visto mucho. La gente puede esforzarse por hacer cambios, pero la naturaleza es muy difícil de modificar.
Hablemos de la rutina de los papás de Emilia, pero también de ella y su pareja: pesadas, repetitivas, predecibles, pero cómodas… Esas rutinas me hicieron pensar en lo hábiles que somos para hundirnos en nuestras frustraciones, y en lo difícil de salir de ahí…
Yo tengo, por ejemplo, un poema sobre la rutina y tengo la idea de que es algo a lo que uno se aferra y que, de alguna manera, los humanos necesitamos, pero se puede volver una cadena espantosa. En Donde nadie me espere una de las cosas que planteo es que el indigente no tiene rutinas y esa libertad es muy azarosa. Muy asustadora. No es lo mismo levantarse y tener tareas que hacer, que levantarse y tener el día en blanco, que es lo que le pasa al marido en esta novela. En cambio, Emilia se ha creado una adicción al trabajo para embotarse, para darle sentido a su vida, ya que las relaciones afectivas no la satisfacen. Me interesa mucho el término “ambigüedad”, que creo que atraviesa esta novela. En literatura, la ambigüedad siempre es una riqueza: lo que me interesa mostrar es el conflicto y no la resolución del conflicto. La perspectiva de toda la novela es la de Emilia, no es una narración en primera persona, pero sí desde sus pensamientos, para que el lector mire el mundo desde sus ojos, pero también la observe desde afuera. Ella vive su vida en medio de grandes ambigüedades: entre el deseo de compañía y soledad. Ese es el gran tema de los seres humanos y el de Milan Kundera, además. Mientras escribía esta novela lo recordé mucho sobre todo en La insoportable levedad del ser, que es el deseo de que alguien duerma con uno, no que se acueste con uno. Y la necesidad de salir de esa monogamia. Es una lucha entre la fidelidad y el deseo, por ejemplo. Entre el aburrimiento y la aventura.
Y esa ambigüedad puede estar atravesada por la culpa, que además también está muy presente en la novela…
Al final, ella se libera de eso, pero porque no quise mostrar un personaje sumido en la culpa. Creo que eso es lo peor que le puede pasar a un ser humano. Ella tiene la culpa con el padre porque no tiene suficiente tiempo para él, que ya es un anciano. Y ahí lo que estoy enunciando es el tema de la relación con los viejos, que siempre produce esa sensación de remordimiento. Por no estar suficientemente presente: entre la vida que nos ofrece tantas cosas para sentirnos vivos y la consciencia de que hay unos seres estáticos. Y eso te lo digo porque tengo padres ancianos, así que viajo, salgo, pero tengo la consciencia de que mis papás van a vivir muy poco. Y esa es una tristeza que acompaña a mucha gente.
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Es fácil indignarse con Emilia cuando se excusa por no visitar a su papá enfermo y anciano, pero también es sencillo reconocer que, casi siempre, dijo la verdad sobre su ausencia. Y pensé en una verdad dolorosa y difícil de aceptar: uno a veces no quiere ver a la familia…
Sí, y la culpa nace en esas disyuntivas entre, por ejemplo, la señora de 35 años que prefiere estar con los niños que con los viejos. O el de 25 años que tiene una fiesta y no quiere estar con ellos. Después de la culpa, viene la tristeza con la pregunta: ¿qué se yo realmente de mi papá o de mi mamá? Y a la inversa: por qué mis hijos no conversan conmigo. Yo soy más conocida de mis amigas que de mis hijos, y así se nos va la vida.
Tal vez porque es más fácil escuchar las frustraciones, los dolores, vacíos y confesiones de los demás, que de los familiares: el dolor de los seres amados podría resultar insoportable…
Los padres no les cuentan intimidades a los hijos, en parte, para preservar su papel de padres. Las familias están llenas de silencios y los hijos no se atreven a interpelar a los padres. Siempre queda una pequeña brecha. Conozco relaciones maravillosas de hijas con madres, por ejemplo, pero creo que esa es la excepción. Además, porque creo que no es tan recomendable el plan de la amistad absoluta. Me parece que la jerarquía ayuda a la relación.
Hay un diálogo entre Emilia y un viejo que se le acerca en un parque para hablar. Su hija le reprocha esa conversación: “Qué haces hablando con ese viejo cochino”, y Emilia recuerda esa frase que leyó: “El que envejece se vuelve feo. Feo es aquello que se odia”. Cómo le fue escribiendo sobre esa vejez tan incapacitante y sobre lo condescendencia…
Me interesó mucho en esta novela el tema del envejecimiento y leí muchas cosas. Esa frase está en un libro llamado Revuelta y resignación, de Jean Améry, y él habla sobre el envejecer. Ese libro, que es de una crudeza tremenda, dice que los viejos son feos y hay una especie de repulsión por el viejo. Pero por el otro lado, la compasión, que es un sentimiento muy mortificante. Hay una impotencia: haces lo que haces solo para calmar la consciencia. Vas y te sientas con el abuelito que está arrinconado en una fiesta, pero puede que ya ni siquiera pueda conversar, entonces estamos ante lo patético, lo irreversible. Una muerte anticipada. Ante eso, solo podemos reflexionar. La vida es cruel y últimamente me está interesando la literatura para mostrar eso.
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En su libro hay una frase: “Qué miedo nos da la indiferencia de un hijo. Y, finalmente, ¿qué debería esperar?, si solo soy su mamá”. Pensé en la idealización de ese rol o esa idea de relación perfecta entre los hijos y la madre…
La edulcoración de la familia. Las sociedades conservadoras y consumistas nos han hablado de una familia ideal en donde todo es homogéneo y hermoso. Creo que eso señala el abismo entre esa idealización, que se traduce en unos términos: mi mamita, papito, etc. Un lenguaje protector de cualquier perturbación. Sobre tu pregunta: cuando Daniel se murió, yo no sabía un montón de cosas de él. Hay cosas de los hijos que se nos escapan porque solo somos sus mamás. Es, además, una malinterpretación de la maternidad pensar que por ser sus madres merecemos todo. Ellos se tienen que separar de nosotras como los pajaritos, porque lo otro es una tiranía. La manipulación y la culpa: que se quedarán solas, que no las quieren, que las abandonaron, etc.
Hay una carta que Emilia quiere hacerle a su hija. Hablemos sobre esa lista de reproches, amores, confesiones, rencores o peticiones que muchos podrían tener guardada para alguien que aman, pero que también han odiado o los ha herido. ¿Usted cree que eso podría sanar algo? O que la libertad se logra en silencio y sin reclamos. ¿De dónde llegó la idea de esa lista de agravios?
Creo que hay seres que uno clausura para liberarse. Por ejemplo, un amigo que te ha hecho algo terrible. Puede que ese dolor te acompañe un tiempo, pero sabes que no puedes retomar esa relación porque estás demasiado herido. Y uno no siempre tiene que perdonar. A veces no hay que perdonar, pero cuando eso persiste, tiene que haber una lucha entre el amor y el orgullo, y a ver qué vence. Uno sí puede reparar. No es fácil, pero se da muy bien cuando hay mucho amor, cuando estás enamorado. El silencio, en general, hace daño y, sin embargo, en ciertos momentos de algunas relaciones es la única salida para no abrir más heridas.