Las máquinas del imperio (El teatro de la historia)
Los poderosos barcos de vela del siglo XVI son símbolos del poder humano sobre la naturaleza y de la conquista cristiana de buena parte del planeta.
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La torre de Babel, El triunfo de la muerte, La boda campesina y Juegos de niños, entre muchas otras de las famosas pinturas de Pieter Brueghel (1526-1569), nos permiten ver escenas de la vida cotidiana, paisajes, recordar acontecimientos importantes o recrear grandes preocupaciones de su tiempo. Aunque no siempre señalado, es frecuente que en sus pinturas se le dé cierta preponderancia a uno de los actores más importantes del Renacimiento europeo: los barcos de vela. De hecho, Brueghel es autor de una serie de grabados de grandes naves en el mar que permiten ver sus características y aparejos con minucioso detalle. Uno de estos grabados en particular me ha llamado la atención, tanto así que elegí la imagen como portada de uno de mis libros: Las máquinas del imperio y el reino de Dios. Si bien la imagen central del grabado es una nave que se mueve impulsada por favorables vientos de popa —alegoría del poder humano sobre las fuerzas de la naturaleza—, el tema central de la pintura lo definen dos figuras humanas en la parte superior que recuerdan el mito griego de la caída de Ícaro.
Recordemos: Dédalo, el gran inventor que quedó atrapado con su hijo Ícaro en la isla de Creta, encuentra una ingeniosa manera de salvar su vida y la de su hijo construyendo alas con plumas de aves pegadas con cera de un panal de abejas. El artificio funciona de maravilla, pero Dédalo le advierte a su hijo no abusar del poder de sus artificiales alas, ya que si se acerca al Sol el calor derretiría la cera. Ícaro, impetuoso y soberbio, no escucha a su padre, vuela demasiado alto y termina ahogándose en el mar.
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El Renacimiento fue, en gran parte, un tiempo de emancipación y de una renovada confianza en el poder de las artes humanas. Muestra de ello fueron, sin duda, los barcos de vela, un gran logro tecnológico que hizo posible la conquista europea de buena parte del planeta. No olvidemos que dos terceras partes de la superficie de la Tierra están cubiertas de agua, de manera que, desde el punto de vista geográfico, Océano sería un nombre más acorde para nuestro planeta. Sin embargo, la composición física de la Tierra tiene implicaciones mucho más interesantes para la historia que su nombre. La expansión humana y la conquista del mundo, el encuentro de culturas distantes, la creación de grandes sistemas comerciales y la consolidación de imperios con aspiraciones globales fueron posibles como consecuencia de uno de los logros humanos de mayor impacto en la historia humana: el dominio del mar.
Las naves que dominaron el comercio y la guerra en el mar Mediterráneo antes del siglo XVI fueron las galeras, embarcaciones veloces y eficientes que combinaron el uso de velas y la fuerza del viento con la fuerza humana de remeros prisioneros y esclavos. La ventaja de una nave de remos como la galera estaba en su capacidad de navegar en ausencia de viento o incluso en su contra. Su debilidad era la necesidad de una numerosa tripulación que, en su mayoría, se integraba de remeros que requerían abundante agua y comida. Mantener saludables a centenares de hombres en largas travesías implicaba el reto de llevar en el barco provisiones en cantidades difíciles de almacenar. Una galera podría requerir un número de pasajeros diez veces mayor al de los marinos requeridos para operar una carabela e incluso muy superior al número de marinos necesarios para maniobrar un gran galeón de tres mástiles. La optimización del uso del viento con diversos tipos de velas fue una innovación tecnológica que hizo posible controlar naves con tripulaciones mucho menos numerosas y, por ende, lograr travesías mucho más largas a las ya familiares rutas de los confines del Mediterráneo.
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De poco servirían estas poderosas máquinas sin una tripulación hábil y disciplinada y el conocimiento para cumplir con las exigentes tareas de la operación de un barco en condiciones insalubres de hacinamiento y con alimentos y bebidas limitadas. Pero, además, no hubiese sido posible llegar a lugares remotos separados por grandes océanos de no ser porque parte de la tripulación se compuso de pilotos entrenados en el uso de instrumentos como la aguja magnética que, con relativa precisión, indicaba la dirección del norte terrestre; relojes de arena, que permitieron tener alguna noción estandarizada del paso del tiempo y así poder calcular o, al menos, especular la velocidad y la distancia recorrida, y de instrumentos astronómicos como astrolabios y ballestillas, que permitieron buscar en el cielo la posición de los navegantes en un mar sin caminos ni señales.
Las que podríamos llamar las naves espaciales del siglo XVI fueron artefactos complejos, sin duda costosos, que sumaron los conocimientos de múltiples oficios centrados en los astilleros de centros comerciales de Europa. La ingeniería naval implicó el encuentro de hábiles carpinteros que conocieron y trabajaron con las maderas más adecuadas para construir sólidos cascos, timones y mástiles resistentes, además de los mejores fabricantes de clavos y herrajes metálicos, fuertes cuerdas del mejor cáñamo y, desde luego, el tejido de resistentes velas. Una larga tradición de ingeniería naval se materializó en el Renacimiento con la construcción de versátiles naves que, con tripulaciones no tan numerosas, sobrevivieron travesías de varias semanas o meses en alta mar.
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Los barcos de vela y las nuevas técnicas de navegación que se implementaron en la modernidad europea jugaron un papel central en profundos cambios en el orden político y económico mundial; permitieron la conquista europea de enormes territorios a lo largo de todo el planeta, el dominio y la explotación de millones de seres humanos de distintas razas y culturas, y el comercio y la movilización de millones de africanos esclavizados. La navegación trasatlántica estimuló la explotación minera y el comercio global de oro y plata, y facilitó el negocio de grandes cultivos de ultramar con productos agrícolas para mercados europeos como el azúcar y el tabaco. En pocas palabras, el dominio del mar consolidó un comercio que hizo posible una acumulación de riqueza, capital y poder político y militar sin precedentes.
Pieter Brueghel fue testigo del creciente poder de las artes humanas, pero también de la desmedida ambición de poder y los desmanes de los grandes príncipes de la Europa cristiana. El tema de la soberbia humana se repite en algunas de sus obras, tal vez la más famosa es La torre de Babel, cuya historia bíblica alude a la pretensión humana de controlar su destino, incluso más allá de la voluntad o providencia divina. Con estas pinturas y alegorías antiguas insertadas en contextos del siglo XVI, el artista parece advertir el riesgo del abuso del poder humano sobre la naturaleza y otros seres humanos. La poderosa nave, preparada para el combate con sus numerosos cañones, lleva en sus mástiles estandartes de un águila bicéfala, que nos recuerda el imperio católico de los Habsburgo, cuyo destino puede ser el mismo de Ícaro, que no supo poner límites a su poder.
*Profesor titular del Departamento de Historia y Geografía de la Universidad de los Andes.
Lecturas sugeridas sobre el hombre y el océano
Para complementar la información de este artículo del dominio del ser humano sobre el océano, sugiero leer un artículo que publiqué en 2013, titulado “Las máquinas del imperio y el reino de Dios”.
Adicionalmente, recomiendo el texto “Cruzar el Atlántico”, de Luis Martínez, publicado en 2004.
Finalmente, recomiendo a José María López Piñero, quien en 1986 publicó el texto titulado “El arte de navegar en la España del Renacimiento”.