Las máscaras de los “valientes sin rostro” de la Primera Guerra Mundial
En un momento cuando no existían los trasplantes de cara, Anna Coleman Ladd devolvía a soldados desfigurados su apariencia a través de máscaras que esculpía.
Andrea Jaramillo Caro
Los horrores de la guerra se miden en muertes y destrucción a gran escala. Con la Gran Guerra nos aseguramos de ello. Pero ¿qué fue de los hombres que pasaron días y meses en lo profundo de una trinchera? ¿Aquellos que portaron una herida no en sus brazos o piernas, sino permanentemente en sus rostros? Las repercusiones y el tabú alrededor de sus caras alteradas no eran fácil de asimilar, pero la escultora Anna Coleman Ladd se dio a la tarea de devolverles un ápice de su vida e identidad antes de la guerra a través de máscaras prostéticas.
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Los horrores de la guerra se miden en muertes y destrucción a gran escala. Con la Gran Guerra nos aseguramos de ello. Pero ¿qué fue de los hombres que pasaron días y meses en lo profundo de una trinchera? ¿Aquellos que portaron una herida no en sus brazos o piernas, sino permanentemente en sus rostros? Las repercusiones y el tabú alrededor de sus caras alteradas no eran fácil de asimilar, pero la escultora Anna Coleman Ladd se dio a la tarea de devolverles un ápice de su vida e identidad antes de la guerra a través de máscaras prostéticas.
Según el historiador estadounidense Jay Winter, fueron en total 280,000 los hombres que sufrieron de heridas faciales en Francia, Alemania y Gran Bretaña, Coleman hizo máscaras para 185 de ellos, pero ninguna sobrevivió como recuerdo de su trabajo. De acuerdo con un artículo de The Guardian, muchos de los soldados que regresaron de los frentes desfigurados se aislaban completamente de sus amigos y familiares, mientras otros buscaban en la muerte un escape a su nueva imagen.
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Es aquí donde entran a jugar un papel los prostéticos y escultores. Si bien, Coleman Ladd no fue pionera en esta técnica, pero si fue una de las más reconocidas. La artista estadounidense decidió apoyar los esfuerzos de la guerra desde este frente. Aunque su vida no siempre se encaminó hacia el servicio, el arte cobró relevancia para ella desde muy joven.
Nacida en Pensilvania en 1878, Anna Coleman Watts se educó en Europa. Entre Roma y París estudió escultura antes de casarse con el pediatra Maynard Ladd. Con su marido se mudaron a Boston donde estudió en la Escuela del Museo de Boston. Sin embargo, la escultura no fue su primera fuente de ingresos, a pesar de haber presentado “Los bebés tritones” en la exposición Panamá-Pacífico de 1915. Se dedicó durante años a la pintura, especialmente a los retratos, antes de volver a la escultura durante la guerra.
La cirugía estética no estaba tan desarrollada hace 100 años por lo que “el efecto psicológico en un hombre que debe atravesar la vida, como un objeto de horror tanto para él como para los demás, está más allá de toda descripción”, recuerda Fred Albee, un cirujano estadounidense que trabaja en Francia para la revista del Smithsoniano. “Es una experiencia bastante común que la persona inadaptada se sienta como un extraño en su mundo”.
Como parte de un decreto estaba prohibido que un matrimonio estuviera prestando servicio en una guerra al mismo tiempo, pero ni la ley detuvo a Coleman Ladd. Cuando a su esposo lo enviaron a la Oficina de Niños de la Cruz Roja Americana en Toul ella se preocupó por preguntarse cuál sería su aporte al esfuerzo de la guerra. Y en este afán por encontrar una forma de apoyar a la Triple Entente contactó al escultor británico Francis Derwent Wood.
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Wood tenía 41 cuando comenzó la guerra y por su edad le impidieron enlistarse, sin embargo, su experiencia como voluntario en diferentes hospitales lo llevó a crear en Londres el Departamento de Máscaras para Desfigurados Faciales. En este esculpía a punta de un metal delgado una máscara que cubría la parte desfigurada del rostro de un soldado y la pintaba para que se viera como él.
Anna Coleman Ladd se puso en contacto con Wood y para poder trabajar con él y perfeccionar las técnicas tuvo que pedir permiso al general Pershing para poder viajar a Francia. En París trabajó con la Cruz Roja Americana en el departamento del mismo nombre que había creado Wood. En la capital francesa, la escultora fundó el Estudio para Máscaras-Retrato.
Cuando migró a París en 1917 Ladd se reencontró con su esposo y fue gracias a él que pudo abrir su estudio. Siguiendo las instrucciones de Wood, se fue por los hospitales de París buscando posibles pacientes. Hombres sin nariz, con la piel quemada, sin mentón y muchos otros tipos de herida fueron los que vió la escultora. A su estudio llegaron cerca de 3.000 personas que le dieron el crédito a Anna Coleman Ladd por devolverles la dignidad. En su lugar de trabajo prohibió los espejos y se esforzó por crear un ambiente cómodo para quienes pedían su ayuda en el proceso de volver a la sociedad.
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Los “valientes sin rostro” de Coleman Ladd o sus familias le entregaban fotografías de ellos antes de la guerra y la artista los estudiaba para luego decidir el semblante y expresión que estos hombres cargarían por el resto de sus vidas. El segundo paso era crear un molde de yeso y luego, con plastilina y arcilla, hacía una prueba que era la que salía hacia la planta de producción donde se fabricaba una réplica de cobre galvanizado. Una máscara de rostro entero podía llegar a pesar 250 gramos y de medio rostro 100 gramos.
El proceso de refinamiento comenzaba una vez la máscara de cobre llegaba al estudio. Las soldaba para crear la forma de las cejas y los labios, en algunos casos dejaba un espacio entre los labios para que cupiera un cigarrillo o permitía que sus “valientes sin rostro” la personalizaran añadiendo elementos como un bigote o una barba, que les permitieran verse como antes o incluso cambiar de apariencia. Uno de los desafíos era encontrar el tono ideal para la pintura, en un inicio lo hacía con óleo, pero el efecto no era el mejor y así cambió a un esmalte lavable que lograba una apariencia más cercana a la piel. A sus máscaras añadía lentes para que fueran el soporte de esta nueva extremidad.
A pesar de haber hecho la labor con casi 200 hombres, cada una de sus máscaras tomaba aproximadamente un mes para completar y después de la guerra, la Cruz Roja Americana no pudo seguir sosteniendo el estudio.
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Anna Coleman Ladd sabía que sus obras no pasarían la prueba del tiempo, no estaban diseñadas para ser eternas. Sin embargo, sus creaciones ayudaron a los 185 soldados franceses a retomar una ínfima parte de su identidad previa a la guerra, les permitió volver a salir a las calles y mostrar su rostro, pues la única forma de mutilación que era socialmente aceptable era por extremidades, algunos de los soldados que escribieron a Ladd para agradecerle mencionaban que sus hijos ya no se atemorizaban al verlos y que sus esposas ya no los rechazaban. “Gracias a usted, puedo volver a vivir. Gracias a usted, no me he enterrado vivo en las profundidades de un hospital para discapacitados”, le escribió uno de ellos.
Más allá de su trabajo como escultora, Anna Coleman Ladd también escribió y publicó algunos libros y dejó manuscritos de obras teatrales sin producir. Terminada la guerra regresó a Estados Unidos y en los años siguientes fue galardonada con la Croix de Chevalier de la Legión de Honor de Francia y con la Orden Serbia de San Sava. De su trabajo se conservan las memorias, escritos y fotografías que dejó, sus máscaras son recordadas con videos y fotografías que cuentan la historia de su obra. Los soldados de la Primera Guerra Mundial corrieron con la suerte de tener a Anna Coleman Ladd para brindarles un nuevo rostro, la artista murió en 1939 en California luego de retirarse allí en 1936. Su legado ahora se conoce como “anaplastología”, la ciencia y arte de restaurar partes anatómicas faltantes o malformadas a través de medios artificiales.