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                                                                                                                                Contenido Patrocinado
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                                                                                                                                Las mil y una muertes de Maradona (II)

                                                                                                                                Maradona, morir y resucitar, caer y levantarse. Maradona, todo o nada. Maradona, voluntad más que talento, mucho más que talento e inspiración. Maradona, aprender de los errores, aunque nadie lo reconozca.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
                                                                                                                                Surge una y mil veces Diego Maradona de sus muertes y sus muertos, reventando los establecimientos con sus palabras e insultos, sus propuestas y protestas.
                                                                                                                                Foto: Archivo
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Le sugerimos leer Las mil y una muertes de Maradona I (Homenaje)

                                                                                                                                Maradona, eterno niño, “purrete” convertido en “cebollita”. Maradona y el barrio, las calles de polvo, las bandas, la mafia, el que se descuida muere y el que no aguanta se queda llorando, y más que llorar, se queda en la nada. Maradona, pueblo. Maradona, Villa Fiorito, donde las únicas leyes son la violencia y el fútbol. Maradona, cabecita negra, rulos, sudor, esfuerzo. Un día, a los 10 u 11 años, dice ante un noticiero perdido que sueña con ser campeón del mundo. Ha trabajado día tras día para serlo. Sabe, está absolutamente seguro de que si no trabaja no será nada. No basta con pegarle bien a la pelota ni gambetear a cinco rivales una sola vez. No basta con un gol de chilena ni con un sombrero.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Y en ese camino y por ese camino surge una y mil veces Diego Maradona de sus muertes y sus muertos, reventando los establecimientos con sus palabras e insultos, sus propuestas y protestas, como aquella de armar una especie de sindicato en el Mundial del 86 para que los partidos no fueran a la una de la tarde y el sol y la altura de México no perjudicaran tanto a los jugadores. Era un asunto de televisación, le dijeron. Horarios cómodos para Europa. Después el presidente de la Fifa, Joao Havelange, lo mandó callar. “Dígale al bocón de Maradona que no hable más”, dijeron que le susurró a Julio Grondona, luego vicepresidente de la Fifa. Maradona no se calló. Ni en aquel instante ni después. Su única arma era y fue el fútbol.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Jamás le perdonaron sus resurrecciones. Nada más arrogante que un drogadicto que se levanta y acusa, nada más despreciable que un “cabecita negra” de Villa Fiorito-Villa miseria proclamando “sus” verdades. Tanto ofendió Maradona a los aristócratas de barrio que hasta los intelectuales y políticos se dedicaron a rebatirlo en sus tesis y libros, como Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa en la segunda edición del Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano. Ni a ellos ni a los poderosos de siempre y sus señoras les cuadraba que un personaje que salía todos los días en los medios luciera tatuajes del Che, visitara a Fidel Castro y hablara con Hugo Chávez.

                                                                                                                                Ninguno había podido sepultarlo. Lo intentó Carlos Menem, cuando por tapar escándalos de narcotráfico en su gobierno lo mandó apresar a la vista de camarógrafos y curiosos, lo intentó Havelange y lo intentó Berlusconi como presidente del Milán. Lo intentaron cientos de miles de periodistas y fanáticos que llevados por el “deber ser” impuesto por los “santos” consideraban que él era un transgresor agresor. ¿Un peligro por sus palabras? Su rebeldía jamás declinó. En 2009, cuando Argentina clasificó al Mundial, les dijo de todo a varios periodistas. El triunfo, una vez más, como antes, era su venganza contra el mundo. La Fifa, una vez más también, lo suspendió y multó.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Surge una y mil veces Diego Maradona de sus muertes y sus muertos, reventando los establecimientos con sus palabras e insultos, sus propuestas y protestas.
                                                                                                                                Foto: Archivo
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Le sugerimos leer Las mil y una muertes de Maradona I (Homenaje)

                                                                                                                                Maradona, eterno niño, “purrete” convertido en “cebollita”. Maradona y el barrio, las calles de polvo, las bandas, la mafia, el que se descuida muere y el que no aguanta se queda llorando, y más que llorar, se queda en la nada. Maradona, pueblo. Maradona, Villa Fiorito, donde las únicas leyes son la violencia y el fútbol. Maradona, cabecita negra, rulos, sudor, esfuerzo. Un día, a los 10 u 11 años, dice ante un noticiero perdido que sueña con ser campeón del mundo. Ha trabajado día tras día para serlo. Sabe, está absolutamente seguro de que si no trabaja no será nada. No basta con pegarle bien a la pelota ni gambetear a cinco rivales una sola vez. No basta con un gol de chilena ni con un sombrero.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Y en ese camino y por ese camino surge una y mil veces Diego Maradona de sus muertes y sus muertos, reventando los establecimientos con sus palabras e insultos, sus propuestas y protestas, como aquella de armar una especie de sindicato en el Mundial del 86 para que los partidos no fueran a la una de la tarde y el sol y la altura de México no perjudicaran tanto a los jugadores. Era un asunto de televisación, le dijeron. Horarios cómodos para Europa. Después el presidente de la Fifa, Joao Havelange, lo mandó callar. “Dígale al bocón de Maradona que no hable más”, dijeron que le susurró a Julio Grondona, luego vicepresidente de la Fifa. Maradona no se calló. Ni en aquel instante ni después. Su única arma era y fue el fútbol.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Jamás le perdonaron sus resurrecciones. Nada más arrogante que un drogadicto que se levanta y acusa, nada más despreciable que un “cabecita negra” de Villa Fiorito-Villa miseria proclamando “sus” verdades. Tanto ofendió Maradona a los aristócratas de barrio que hasta los intelectuales y políticos se dedicaron a rebatirlo en sus tesis y libros, como Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa en la segunda edición del Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano. Ni a ellos ni a los poderosos de siempre y sus señoras les cuadraba que un personaje que salía todos los días en los medios luciera tatuajes del Che, visitara a Fidel Castro y hablara con Hugo Chávez.

                                                                                                                                Ninguno había podido sepultarlo. Lo intentó Carlos Menem, cuando por tapar escándalos de narcotráfico en su gobierno lo mandó apresar a la vista de camarógrafos y curiosos, lo intentó Havelange y lo intentó Berlusconi como presidente del Milán. Lo intentaron cientos de miles de periodistas y fanáticos que llevados por el “deber ser” impuesto por los “santos” consideraban que él era un transgresor agresor. ¿Un peligro por sus palabras? Su rebeldía jamás declinó. En 2009, cuando Argentina clasificó al Mundial, les dijo de todo a varios periodistas. El triunfo, una vez más, como antes, era su venganza contra el mundo. La Fifa, una vez más también, lo suspendió y multó.

                                                                                                                                No ad for you

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                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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