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Las músicas de Ricardo Gallo

El pianista bogotano es uno de los músicos colombianos más originales de la actualidad. Partiendo del jazz, ha construido una obra que escapa a las etiquetas.

Manuel Dueñas Peluffo
30 de abril de 2012 - 11:14 p. m.
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Hay tres nombres. Podrían ser más. Cuatro o cinco o seis. Pero son tres. Fundamentalmente tres.

Uno. Lo inspiraba George Gershwin, la posibilidad de tomar varios elementos y construir un lenguaje propio. El maestro era un mundo, una identidad. “Música que hablaba de un pueblo”, dice. Lo atraía el sonido del piano, la notable exploración, la totalidad. Lo atraía el jazz, también. Quería llegar a todo eso. Estaba a punto de empezar a estudiar música.

Dos. Una vez, en Cartagena, tocó con Etelvina Maldonado. Fue un episodio breve, feliz y asombroso. Lo impactó la relación de la cantadora con los músicos, su gran oído, la conexión con el tambor. “Sabía qué era lo que quería, cómo debía sonar y cómo pedir más”, recuerda. Descubrió una tradición elaborada, que viene de muy atrás, que forma parte de una historia. Comprendió que la música excedía sus límites formales (armonía, ritmo, melodía) y mencionaba una población. La señora Maldonado representaba un sector marginal, excluido, de la población. Su canto nunca fue un lugar ajeno.

Tres. Escuchó a John Coltrane, y con él escuchó una tradición. No fue el Coltrane estridente, sino el apacible. “Me gustó mucho la calidez”, confiesa. Aprendió a valorar la idea de tener una voz propia, la riqueza de una expresión genuina. Quiso seguir escuchando. Encontró otras expresiones, otras voces. Entendió que había que tener una.

Ricardo Gallo (Bogotá, 1978; pianista de jazz, compositor) habla de los tres, capítulos diminutos o episodios fundamentales, porque los tres lo han moldeado, han influido en su carácter, en su música. Podrían ser más. Andrew Hill, Bach, Lucho Bermúdez. Ligeti, Guns n’ Roses, Emilsen Pacheco. Miles Davis, Bartok, Encarnación Tovar. Sonny Rollins, Batata y Coleman Hawkins.

Una chalupa y un bambuco

Una pieza, El trueque, ilustra el estilo. La composición pertenece a Urdimbres y marañas (2007), su segundo disco. La chalupa, un ritmo originario de Palenque, evoca a Bogotá: el caos, la tensión, la ciudad gris y colorida. Sin embargo, la escritura de Gallo evita la postal, el mero acompañamiento rítmico. Lenguaje unitario, hay tanto de la urbe como de la tradición profunda.

“Pensé una escala como la de la gaita”, admite el pianista. “Casi escribí una melodía que pudiera tocar la gaita”.

El gesto es particular. Formado en la academia pura (graduado de la Universidad de North Texas y doctor en composición de Stonybrook), el bogotano ha construido su obra desde el reconocimiento absoluto. No hay jerarquías. En su caso, la música tradicional aporta tanta validez como el jazz u otras fuentes.

De padres tolimenses que tocaban y cantaban, esa visión podría estar mediada por un contacto temprano con los ritmos de los Andes colombianos. Con las fiestas familiares, la relación abarcó lo bailable: chucu-chucu, salsa, merengue, cumbia. Como una exposición obligatoria, o una educación sentimental o patriótica, o en definitiva una primera formación.

La historia inicial de Gallo no es prodigiosa. Luego de descubrir el jazz, inició estudios formales de música y piano a los 17 años, aunque con una base de teclado y guitarra. Las razones iban en dos direcciones: el sonido recién descubierto y la posibilidad de componer. Aquello último fue revelador: inmerso en la escritura, aprendiendo lo que lo atraía del siglo XIX y del XX, el pianista reafirmó un instinto por cruzar mundos e intereses.

En esa medida, la música contemporánea supuso la posibilidad de incorporar elementos colombianos, el escenario para exponer texturas. La obra Registros perdidos (2004), para gaita y electrónica, funciona como modelo. Motivo recurrente, la pieza está basada en una melodía tradicional del instrumento. Hay tensión, fuerza dramática, la convivencia particular de dos timbres (la madera y la máquina).

“Era natural hacerlo”, admite.

Cuando lo concibió con el jazz, algún camino estaba transitado. Desde luego, la otra música, aquella que lo fascinó por su “expresión inmediata”, guardaba sus propias exigencias. Ya no tendría que escribir un intercambio calculado, una ruta trazada sobre el papel. Ahora era un punto de partida. Una interacción viva y un cuarteto, el que desde aquel tiempo conforman el baterista Jorge Sepúlveda, el contrabajista Juan Manuel Toro, el percusionista Juan David Castaño y él.

Publicado Los cerros testigos (2005), su debut, Gallo esbozaba ya un lenguaje, unas maneras reconocibles. Renunciando al virtuosismo, el bogotano volcaba su interés en lo íntimo de las texturas, en lo profundo de cada ritmo, en una escritura que priorizaba los detalles y los orígenes. Un bambuco no era la pretensión de un bambuco, la foto turística de uno, sino la montaña, el acento campesino, la melodía humilde y sencilla, la cadencia y el baile.

“Es algo que me viene desde lo contemporáneo, más que de la academia”, define. Acerca la cara al grabador y certifica: “La academia del jazz es lo que se ha analizado del jazz, no lo que es el jazz”.

Para reafirmarlo, construiría un notable segundo registro (el mencionado Urdimbres y marañas), en el que las composiciones obedecen a ese mismo talante. Una de ellas, Remolino humano, fluctuando entre la chalupa y el garabato, ejemplifica un sábado de Carnaval: calor, sol, desfile, alegría, contradicción, fiesta, mar y gente.

‘Inseguridad democrática’, folclor imaginario

Ya desde el nombre (Resistencias), el disco es un gesto político. No del modo panfletario, por supuesto. Gallo propone una música de pocas etiquetas, cercana a lo inclasificable. “Sugerimos una resistencia a las categorías, a las limitaciones de la escena frente a las nuevas propuestas, a la invasión mediática, a la idea de que el desarrollo individual se opone al desarrollo colectivo”, escribe.

Inseguridad democrática es una balada lenta, emotiva. AIS, una tambora intensa, intrincada. Los títulos reflejan una sensación. “¿Qué tiene que ver con la música?”, se pregunta. “No sé, hay un sentimiento, no es algo descriptivo”.

El cuarteto que lidera implica un ejercicio de tolerancia. “Seguir comunicando que podemos entendernos entre personas diferentes”. Acerca de nuevo la cara al grabador: “Eso sigue siendo novedoso para algunas personas”.

El álbum, incluido por la revista Semana como uno de los mejores de ese año (2010), fue reseñado por la prestigiosa Downbeat. En el mismo texto, el crítico Peter Margasak elogia otro disco: The Great Fine Line.

Residiendo en Nueva York, Gallo comprendió que no podría trasladar la experiencia del cuarteto (cuyas obras, paradójicamente, empezó a escribir viviendo en Estados Unidos). Construyó entonces un quinteto de grandes nombres, contraparte principal de su proyecto colombiano: el trombonista Ray Anderson (su profesor en Stonybrook), el contrabajista Mark Helias, el saxofonista Dan Blake y, alternándose, los bateristas Satoshi Takeishi y Pheroan akLaff (baterista del legendario Cecil Taylor). Mientras lo armaba, leyó Un tal Lucas, el libro de Julio Cortázar: “Pero la música es una tierra de nadie donde poco importa que Turandot sea frígida o Seigfried ario puro”.

La idea ilustró, le dio forma a la experiencia. La música del álbum (publicado por el exquisito Clean Feed Records, sello independiente portugués) es deliberadamente abierta, distorsionada, como fragmentos que trazan una forma nueva. No hay nacionalidades, gentilicios, límites, fronteras. Apenas la música, la línea fina, borrosa, la exploración y el intercambio como dogmas, como obligaciones esenciales.

Y La piña blanca, una chirimía infinita, imaginaria, desplazada, universal, redondeándolo todo.

Cuenta Gallo que cuando Helias escuchó a Takeishi tocarla, exclamó:

“Ah, ¡un second line de Nueva Orleans!”

“¿Y usted le explicó que era en realidad una chirimía?”, le pregunto.

“No”, responde. “Eso es una tierra de nadie”.

* Manuel Dueñas Pelufo
 mduenas@elespectador.com

Por Manuel Dueñas Peluffo

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