Publicidad

Las posturas políticas y literarias de Julio Cortázar, tras 37 años de su muerte (Extractos literarios)

El 12 de febrero de 1984 falleció en París el escritor argentino Julio Cortázar. Sus conceptos de escritor y literatura fueron fuertemente cuestionados por autores como José María Arguedas. Presentamos una semblanza de la polémica con Arguedas y el cuento “Casa Tomada” para recordarlo.

12 de febrero de 2021 - 04:28 p. m.
Julio Cortázar en su apartamento en París, ciudad en la que vivió desde 1951.
Julio Cortázar en su apartamento en París, ciudad en la que vivió desde 1951.
Foto: Getty Images - Ulf Andersen

El escritor Julio Cortázar (1914-1984) fue profesor de escuela en la Argentina y traductor para la Unesco, oficio por el que pudo pasar los últimos años de su vida en París. A lo largo de su vida tuvo determinadas participaciones políticas, fue opositor del peronismo y apoyó la revolución cubana. En 1981 optó por la nacionalidad francesa, sin renunciar a la argentina, como un manifiesto en contra de la dictadura militar de Jorge Rafael Videla. Sin embargo, la coherencia de sus posturas fue cuestionada por escritores como, por ejemplo, el peruano José María Arguedas.

En un ensayo publicado por Cortázar el 10 de mayo de 1967 en la revista Casa de las Américas, que entonces dirigía el poeta cubano Roberto Fernández Retamar, Cortázar explicó su decisión del exilio en París y expresó lo que para él eran las raíces de lo latinoamericano y su relación con la literatura. Tres días después, Arguedas cuestionó el apoyo de Cortázar a la revolución cubana desde París y se refirió a la literatura no como una posibilidad latinoamericana sino, de cierto modo, transcultural. Los escritores también debatieron sobre la concepción de la escritura como profesión.

En una entrevista, Julio Cortázar manifestó: “De golpe me acuerdo de un tango que cantaba Azucena Maizani: `No salgas de tu barrio, sé buena muchachita, cásate con un hombre que sea como vos, etc.`, y toda esta cuestión me parece afligentemente idiota en una época en que por una parte los jets y los medios de comunicación les quitan a los supuestos `exilios` ese trágico valor de desarraigo que tenían para un Ovidio, un Dante o un Garcilaso, y por otra parte los mismos `exiliados` se sorprenden cada vez que alguien les pega la etiqueta (...). Hablando de etiquetas, por ejemplo, José María Arguedas nos ha dejado como frascos de farmacia en un reciente artículo publicado por la revista peruana Amaru. Prefiriendo visiblemente el resentimiento a la inteligencia, lo que siempre es de deplorar en un cronopio, ni Arguedas ni nadie va a ir demasiado lejos con esos complejos regionales, de la misma manera que ninguno de los `exiliados` valdría gran cosa si renunciara a su condición de latinoamericano para sumarse más o menos parasitariamente a cualquier literatura europea. A Arguedas le fastidia que yo haya dicho (en la carta abierta a Fernández Retamar) que a veces hay que estar muy lejos para abarcar de veras un paisaje, que una visión supranacional agudiza con frecuencia la captación de la esencia de lo nacional. Lo siento mucho, don José María, pero entiendo que su compatriota Vargas Llosa no ha mostrado una realidad peruana inferior a la de usted cuando escribió sus dos novelas en Europa. (...) Cuando usted dice que los escritores `de provincias`, como se autocalifica, entienden muy bien a Rimbaud, a Poe y a Quevedo, pero no el Ulises, ¿qué demonios quiere decir? ¿Se imagina que vivir en Londres o en París da las llaves de la sapiencia? ¡Vaya complejo de inferioridad, entonces! (...) A manera de consuelo usted agrega: `Todos somos provincianos, provincianos de las naciones y provincianos de lo supranacional` . De acuerdo; pero menuda diferencia entre ser un provinciano como Lezama Lima, que precisamente sabe más de Ulises que la misma Penélope, y los provincianos de obediencia folklórica para quienes las músicas de este mundo empiezan y terminan en las cinco notas de una quena”.

A propósito del natalicio de Charles Darwin, le sugerimos leer La teoría de la evolución en los colegios (Relatos y reflexiones)

Por su parte, José María Arguedas, respondió: “Con respecto a usted y los escritores que usted cita como exilados, yo nunca he manifestado duda ni sospecha; al contrario, he sentido un verdadero regocijo por haber creado ustedes -Fuentes es cosa aparte- precisamente en Europa obras que han conmovido e interesado en casi todo el mundo. ¿En qué se funda usted para asegurar que dudo y sospecho? ¿No será, digo yo, que a lo mejor es usted el único que duda y sospecha? (...) Ni Cortázar, ni Vargas Llosa, ni García Márquez son exilados. No sé de dónde ni de parte de quién surgió este inexacto calificativo con el que, aparentemente, Cortázar se engolosina. Ni siquiera Vallejo fue un verdadero exilado. A usted, don Julio, en esas fotos de Life se le ve muy en su sitio, muy `macanudo`, como diría un porteño. No es exilado quien busca y encuentra -hasta donde es posible hacerlo en nuestro tiempo- el sitio mejor para trabajar. A pesar de su pasión y muerte Vallejo escribió lo mejor de su obra en París y quién sabe no habría llegado a tanto si no se hubiera ido a Europa. Empiezo a sospechar, ahora sí, que el único de alguna manera `exilado` es usted, Cortázar, y por eso está tan engreído por la glorificación, tan folkloreador de los que trabajamos in situ y nos gusta llamarnos, a disgusto suyo, provincianos de nuestros pueblos de este mundo, donde, como usted dice, ya se intentaron y funcionan muy eficientemente, los jets, maravilloso aparato al que dediqué un jaylli quechua, un himno bilingüe de más de cinco notas como felizmente las tienen nuestras quenas modernas”.

Ante estas polémicas por las que Cortázar y Arguedas debatieron en ensayos, cartas e incluso entrevistas, por ejemplo, Mario Vargas Llosa opinó que había coherencia absoluta en los razonamientos de Cortázar. Por su parte, la académica Mabel Moraña describe en Cortázar cierta ligereza frente a nociones como lo local y la raza.

A propósito de los 37 años de la muerte de Julio Cortázar, presentamos el cuento Casa tomada (1951), del que Cortázar señaló que no se trataba de una alegoría a la dictadura militar sino de un sueño que tuvo. El cuento es del año en que comienza el exilio de Cortázar en París.

Le sugerimos leer la reseña Electra en “El acoso”, de Alejo Carpentier

***

Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Temas recomendados:

 

Mauricio(28025)12 de febrero de 2021 - 08:53 p. m.
Escrito por Julio Cortázar?
Mauricio(28025)12 de febrero de 2021 - 08:53 p. m.
Escrito por Julio Cortázar?
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar