Las proclamas del fuego
En su condición de insecto, Gregorio Samsa se pensó como hombre. Se sabía atrapado en la rutina de un despertador que lo sacaba de la cama al trabajo, porque de sus ingresos dependían sus padres y su hermana.
Alberto Medina López
Franz Kafka, el creador de ese abominable monstruo, parecía anticiparse en la ficción al horror que se venía en la realidad. La obra fue publicada en 1915, en plena guerra mundial, cuando el hombre sacó a flote toda su capacidad destructiva en un juego de ajedrez donde los dueños del mundo ponen a los soldados como carne de cañón de sus ansias de poder.
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Franz Kafka, el creador de ese abominable monstruo, parecía anticiparse en la ficción al horror que se venía en la realidad. La obra fue publicada en 1915, en plena guerra mundial, cuando el hombre sacó a flote toda su capacidad destructiva en un juego de ajedrez donde los dueños del mundo ponen a los soldados como carne de cañón de sus ansias de poder.
La metamorfosis ardió dieciocho años después en las llamadas “proclamas del fuego”, convocadas por el nazismo. El ministro de propaganda Joseph Goebbels y su comité de censura le aplicaron a las obras de Kafka una de las doce tesis contra el espíritu antialemán que rezaba: “El judío solo puede pensar en judío. Si escribe en alemán miente”. El pecado de Kafka como hombre era su origen judío y como escritor era el uso del alemán como idioma de su literatura.
El 10 de mayo de 1933, comenzó en Berlín una de las más grandes quemas de libros de la historia de la humanidad, a la que se unieron una veintena de universidades alemanas. Además de las obras de Kafka, ardieron los textos de Kant, Freud, Heinrich Mann y muchos más.
El escritor checo no vivió esas proclamas del fuego ni los horrores del nazismo, porque la muerte se lo llevó en 1924, cuando La metamorfosis ya sonaba como presagio de las almas arruinadas por el peso del Estado y de la sociedad.
El día que Gregorio Samsa no pudo levantarse porque le pesaba su cuerpo de insecto, el intendente, una especie humana que actuaba como jefe de personal, fue hasta su casa a reclamarle con el tono del autoritarismo su ausencia del trabajo. Una vieja deuda del padre esclavizaba al hijo.
A partir de ese momento, la novela desnuda la profunda crisis entre el hombre y la sociedad con sus reglas de juego. No someterse a esa tiranía del mundo era perderse en el abandono y el olvido. Y fue eso, precisamente, lo que vivió Gregorio Samsa.
La sociedad lo ignoró desde el instante en que dejó de trabajar, y la familia terminó echándolo al olvido. Al principio mantenían el cuarto limpio y despejado para que se moviera a sus anchas y su hermana le llevaba la comida. Después, en lugar de alimentos le daban los restos, y convirtieron su alcoba en cuarto de los chécheres.
“... arrastraba consigo hilachas, pelos y restos de comida en la espalda y en los costados...”.
En medio de estos síntomas de abandono, la familia Samsa había llegado al extremo del hastío y Gregorio era una pesadilla enclaustrada que todos querían olvidar.
“Cumplieron hasta el límite lo que el mundo exige de los desventurados; el padre iba a buscar el desayuno del insignificante empleado de banco, la madre se sacrificaba por las ropas de los extraños, la hermana corría de acá para allá tras el mostrador, a la orden del cliente…”.
Muchos libros se perdieron en manos de los nazis, incluidos los manuscritos que Kafka dejó en manos de Dora Diamant, su compañera de los últimos días, que le fueron arrebatados por la Gestapo.
A diferencia de esos textos perdidos, Max Brod, el gran amigo de Kafka, se negó a quemar los escritos que su amigo le había ordenado destruir tan pronto muriera y le ganó la partida a los censores, porque supo proteger el legado de uno de los genios universales de la literatura.