Las saqueadoras (Cuentos de sábado en la tarde)
Yolandita, como la apodaban los hinchas de su arrojo, era menuda y apasionada. Quienes la conocieron se asombraban no tanto por su belleza física como por esa manera de embellecer lo que hacía con la pasión de su naturaleza campeadora.
Luis Felipe Arango
Aída y Yolanda cruzaron la calle justo en la esquina de la estación de policía. Iban afanadas, algo desprevenidas por la soledad de la mañana. No adivinaban que Gabriela y alias Jawi iban parapetados siguiéndolas en un taxi. Los canallas llevaban ya días grabando el rastro de la pequeña Aída y de su valiente madre. Yolanda salía usualmente temprano en la mañana con la pequeña para llevarla hasta la escuela Santa Isabel, contígua a los bloques del cuartel. En los últimos días se le notaba circunspecta y las huellas de su rostro ya delataban el temor casi atávico entre los pobladores de esta provincia. Tenía razones para sufrir esa sensación de vértigo. Era la turbación de estar arriesgando la poesía de seguir siendo madre de sus cinco infantes. La angustia era premonitoria. Antes de que el águila arpía hiciera su último vuelo rapaz sobre los bosques lluviosos del Sinú para su acto final, Yolanda caería asesinada. Era un destino infausto para su familia por deambular de intrusa. Asumió un desafío muy desigual, feroz, al que nadie más se le había medido para preservar el honor filial y la dignidad de un patrimonio irrisorio de miles de campesinos.
Avanzaron con paso acelerado por una calle maltrecha cubierta de un recebo polvoriento y ardiente por el sol de enero. Se desviaron hacia la avenida del malecón y amainaron el ritmo cuando sintieron la brisa de la sombra de los almendros adornados por ríos de loros y nidos de garzas azules. Desde unas canoas puntudas meciéndose en el horizonte del río, los pescadores le agitan los brazos con galantería, mientras lanzan sus atarrayas para celebrar la subienda pasajera de yalúas y mojarras amarillas.
Al atravezar junto a la garita donde los policías tomaban fresco con unos civiles obesos que ya había visto custodiando ‘la fundación’, la asalta un presentimiento despiadado. La zozobra impregna de sudor su rostro yerto y siente que las pulsaciones en las manos están cargadas de tensión. Intempestivamente suelta la mano de Aída para evitar que la niña adivierta el latido que inflama sus venas. Pero no es precisamente el edificio de la policía el que le provoca semejante estremecimiento. Es la vecindad con aquel caserón desvencijado que disfraza una supuesta ‘fundación de paz’. Le produce mareo remover el oscurantismo que se oculta tras frontispicio tan fúnebre, justo en el epicentro del poder de la fiscalía y la policía. Dizque ‘instituciones’ creadas para proteger su vida y la de tantos amigos y paisanos indefensos baleados por reclamar sus derechos esenciales.
Yolandita, como la apodaban los hinchas de su arrojo, era menuda y apasionada. Quienes la conocieron se asombraban no tanto por su belleza física como por esa manera de embellecer lo que hacía con la pasión de su naturaleza campeadora. Para ella el amor en sus actos y relaciones era la fuerza y razón de ser de su existencia. Amaba a sus hijos y amaba su tierra, un pequeño solar que cultivaba con las manos callosas de su adorado Francisco. El amor existencial que fluía por su piel emanaba un carisma amable, acostumbrado a la bondad con los suyos. Simbolizaba la virtud femenina de tejer la urdimbre de la armonía y una disposición litúrgica a propiciar la ancianidad de los suyos, a veces olvidándose de sí. En la cultura arcaica del territorio Sinú, esta búsqueda de la paz interior y exterior que trazaba la andanza de Yolanda, era representada por el más paciente de los reptiles antediluvianos. La tortuga era la alegoría de ese camino que ella quería legar a sus hijos, y ellos se acostumbraron a imitarle su serenidad para encontrar el ritmo de la vida con naturalidad, sin afanes. Razón por la cual forjó esa aureola de educadora sin ser maestra y de líder sin ser polímata.
Por el andén de enfrente de la comandancia, caminaba Gabriela como intentando esconderse, con algo de nerviosismo. Había dejado oculto en un callejón sin salida a Jawi, con el taxi en que las seguían. Conocía ya de memoria esa rutina simple de su presa subversiva: de la casa a la institución educativa y de allí a prepararse para una espera de horas perpetuas, mientras Yolanda insistía infructuosamente para que la fiscal Yedis le atendiera su caso y le ordenara un esquema de seguridad. Pero el esfuerzo era inútil. Desalentada y algo frustrada pero no abatida, Yolanda continuaba su camino hacia el santuario de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya para ofrendar una letanía de plegarias que procuraran salvar su vida. Una vez Gabriela se cercioró de que la rutina del día escogido no ofrecía mayor alteración o indicio para abortar la operación contra Yolanda, ralentizó el paso a la altura del comando y se dirigió hacia la reja de entrada de la ‘fundación de paz’. Allí la esperaba una de las determinadoras del crimen. Sor Teresa le entregaría la pistola Sig Sauer 9 milímetros con la que Jawi cometerá el alevoso homicidio.
Dos días antes Gabriela estuvo visitando a Yolanda en un humilde albergue donde encontraron refugio luego de abandonar su parcela, intimidados por amenazas espantosas que recibieron en Leticia, corregimiento de Montería. Se bajó del vehículo, arrogante, escoltada por dos camionetas y cuatro matones que ya los vecinos habían visto merodeando por los alrededores del barrio Mi Ranchito. Cargaba bajo el brazo un mamotreto de papeles entre los que se incluía la escritura de Yolanda. Lázaro, el comedido Notario Segundo de Montería, le había organizado juiciosamente una documentación sutilmente amañada, a través de la cual el clan Castaño venía recuperando toda la tierra que había repartido en un simulacro de ‘reforma agraria privada.’ Dicha tramoya la montaron para burlar la persecución del gobierno de turno, cuando los americanos calentaron la exigencia de pedir en extradición a cuanto delicuente estuviera involucrado en el tráfico de drogas y de armas. El tramposo mecanismo, digno de truculentos mafiosos, consistía en que los Castaño incialmente despojaban a los campesinos y colonos de sus parcelas o baldíos, apropiándose ilegalmente de tierras que en su mayoría no tenían títulos de propiedad; una vez desalojados del territorio, el clan los convocaban nuevamente para escriturarles las tierras objeto del despojo con títulos fraudulentos y los sometían a unas condiciones inescrupulosas, imponiéndoles qué podían cultivar o criar y en qué momento debían hacerlo.
Pasados unos meses de la tal ‘reforma’, les prohibieron a los campesinos seguir cultivando yuca, plátano o cualquier otro alimento de pancoger y sólo les permitían engordar ganado de propiedad del capo, a cambio de un jornal miserable. Lo más calamitoso de esa pesadilla sobrevino cuando hombres peligrosamente armados comenzaron a intimidarlos, matando sus animales, gallinas, marranos, burros y destruyendo algunos de los cambuches en los que sobrevivían la mayoría de familias. Yolanda y Francisco se mantenían verticales en que no abandonarían su parcela, principalmente porque no tenían a donde escapar con cinco niños. Pero el secuestro, la tortura y asesinato del líder de vícitmas del despojo, Ermes Vidal, los convenció de que la muerte acechaba y debían huir de sus garras.
Con una entonación musical farisea, Gabriela le aconsejó a Yolanda que cesara de una vez por todas con su resistencia y se acogiera a la conveniencia de firmar. Sería la última advertencia del mandamás superior y parecía recomendable escuchar la admonición ahora, si no quería que su Francisco, ya viudo, lo hiciera unos días más tarde. En el papel se consignaba como deseo voluntario la intensión de vender el predio en la hacienda Santa Bárbara. Si Yolanda llegara a firmar, quedaría consumado el despojo de manera lícita. La rúbrica de un vendedor mediante escritura pública, significa que la venta del predio se hace de manera voluntaria y es legítima. Así sellaría el traspaso de la propiedad al nuevo dueño, que en este caso era nadie menos que la propia Gabriela, testaferra predilecta de los Castaño. Sólo en la zona de Leticia, más de mil hectáreas había logrado ‘recuperar’ esta arpía mediante la revictimización de miles de labriegos sin tierra.
Tan pronto entró al desvensijado caserón, escuchó la voz nasal de ‘la negra’ Sor Teresa dando órdenes. Le bramaba a algunos de sus secuaces para que alistara la munición de la Sauer 9. Cogió la carpeta de las escrituras de la mujer ingrata que no quizo firmar por las buenas y la destruyó en una caneca trituradora. No le harían perder más tiempo con tanta insistidera y esa misma noche se encargaría de dejar resuelto este caso. Le ofreció tinto a Gabriela y le advirtió que no quería errores o excusas para cumplir cabalmente el crimen de la tarde. Era este rigor en la letalidad de sus ejecuciones por el que sus hermanos la comparaban con la temida serpiente mapaná del Sinú. Su peligrosidad era venenosa al momento de atacar. Cuando Sor cogía entre dientes a alguna de sus presas, al igual que la serpiente, podía dejarlas por un tiempo libres mientras el veneno surtía su efecto; luego, sorpresivamente, las huele y se las devora. Yolanda era una presa de tamaño mayor y después de varios días el veneno ya había surtido efecto. Oronda, Sor se ufanaba de la rapacidad con la que hasta la fecha había contribuído a acumular un territorio aproximado de trescientas mil hectáreas, que convertían al clan familiar en una de las estructuras criminales más poderosas y temidas del país.
Yolanda regresó a su albergue provisional en las últimas horas del día, cuando desde lo más alto, sobre el río, se escuchaba el escalofriante graznido del imponente águila cordobesa. Como era su costumbre últimamente, corrió a cerrar puertas y ventanas para evitar que el pavor a los tempestades nocturnas la hicieran sentir que le faltaba poco tiempo para morir. Pero esa tarde, mientras caía el ocaso, poco antes de que envolviera la oscuridad total, ‘alias’ Jawi le apunta en la frente con su pistola 9 milímetros y aprieta el gatillo. Yolanda cae desgonzada sobre el barro mientras su rostro palidece, atribulado, y al interior del aposento se escucha el lamento horroroso de cinco niños.
Su rebeldía femenina había desencadenado un movimiento quimérico que amenazaba el poder patriarcal de la oligarquía tradicional aliada con el hampa emergente. Inconsciente de que en ella convivía una musa con semejante fuerza transgresora, se atreve a dejar atrás las convenciones inútiles del temor y la vergüenza. Como si se tratara de una representación de Antígona en el caribe, decide desafiar los métodos utilizados por el tirano Castaño para infundir miedo. Movilizando a más de dos mil de sus paisanos, logra sacudir un tinglado injusto y violento detentado por Sor Castaño tras el ardid de una ‘fundación de paz’.
Pero a diferencia de Antígona, Yolanda no aspira al heroismo, no sabe de heroínas. Sólo desea recuperar su chacra para disfrutar de una vida romántica en libertad. Hasta ahí su manifiesto político. Tanta insolencia ante la maldad del tirano la conducirá inevitablemente a la desgracia. Era una osadía mortal provocar los insoportables delirios megalomaníacos del poder y como en la tragedia griega, le acarreó un castigo atroz.
*En memoria de la lideresa Yolanda Izquierdo
Aída y Yolanda cruzaron la calle justo en la esquina de la estación de policía. Iban afanadas, algo desprevenidas por la soledad de la mañana. No adivinaban que Gabriela y alias Jawi iban parapetados siguiéndolas en un taxi. Los canallas llevaban ya días grabando el rastro de la pequeña Aída y de su valiente madre. Yolanda salía usualmente temprano en la mañana con la pequeña para llevarla hasta la escuela Santa Isabel, contígua a los bloques del cuartel. En los últimos días se le notaba circunspecta y las huellas de su rostro ya delataban el temor casi atávico entre los pobladores de esta provincia. Tenía razones para sufrir esa sensación de vértigo. Era la turbación de estar arriesgando la poesía de seguir siendo madre de sus cinco infantes. La angustia era premonitoria. Antes de que el águila arpía hiciera su último vuelo rapaz sobre los bosques lluviosos del Sinú para su acto final, Yolanda caería asesinada. Era un destino infausto para su familia por deambular de intrusa. Asumió un desafío muy desigual, feroz, al que nadie más se le había medido para preservar el honor filial y la dignidad de un patrimonio irrisorio de miles de campesinos.
Avanzaron con paso acelerado por una calle maltrecha cubierta de un recebo polvoriento y ardiente por el sol de enero. Se desviaron hacia la avenida del malecón y amainaron el ritmo cuando sintieron la brisa de la sombra de los almendros adornados por ríos de loros y nidos de garzas azules. Desde unas canoas puntudas meciéndose en el horizonte del río, los pescadores le agitan los brazos con galantería, mientras lanzan sus atarrayas para celebrar la subienda pasajera de yalúas y mojarras amarillas.
Al atravezar junto a la garita donde los policías tomaban fresco con unos civiles obesos que ya había visto custodiando ‘la fundación’, la asalta un presentimiento despiadado. La zozobra impregna de sudor su rostro yerto y siente que las pulsaciones en las manos están cargadas de tensión. Intempestivamente suelta la mano de Aída para evitar que la niña adivierta el latido que inflama sus venas. Pero no es precisamente el edificio de la policía el que le provoca semejante estremecimiento. Es la vecindad con aquel caserón desvencijado que disfraza una supuesta ‘fundación de paz’. Le produce mareo remover el oscurantismo que se oculta tras frontispicio tan fúnebre, justo en el epicentro del poder de la fiscalía y la policía. Dizque ‘instituciones’ creadas para proteger su vida y la de tantos amigos y paisanos indefensos baleados por reclamar sus derechos esenciales.
Yolandita, como la apodaban los hinchas de su arrojo, era menuda y apasionada. Quienes la conocieron se asombraban no tanto por su belleza física como por esa manera de embellecer lo que hacía con la pasión de su naturaleza campeadora. Para ella el amor en sus actos y relaciones era la fuerza y razón de ser de su existencia. Amaba a sus hijos y amaba su tierra, un pequeño solar que cultivaba con las manos callosas de su adorado Francisco. El amor existencial que fluía por su piel emanaba un carisma amable, acostumbrado a la bondad con los suyos. Simbolizaba la virtud femenina de tejer la urdimbre de la armonía y una disposición litúrgica a propiciar la ancianidad de los suyos, a veces olvidándose de sí. En la cultura arcaica del territorio Sinú, esta búsqueda de la paz interior y exterior que trazaba la andanza de Yolanda, era representada por el más paciente de los reptiles antediluvianos. La tortuga era la alegoría de ese camino que ella quería legar a sus hijos, y ellos se acostumbraron a imitarle su serenidad para encontrar el ritmo de la vida con naturalidad, sin afanes. Razón por la cual forjó esa aureola de educadora sin ser maestra y de líder sin ser polímata.
Por el andén de enfrente de la comandancia, caminaba Gabriela como intentando esconderse, con algo de nerviosismo. Había dejado oculto en un callejón sin salida a Jawi, con el taxi en que las seguían. Conocía ya de memoria esa rutina simple de su presa subversiva: de la casa a la institución educativa y de allí a prepararse para una espera de horas perpetuas, mientras Yolanda insistía infructuosamente para que la fiscal Yedis le atendiera su caso y le ordenara un esquema de seguridad. Pero el esfuerzo era inútil. Desalentada y algo frustrada pero no abatida, Yolanda continuaba su camino hacia el santuario de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya para ofrendar una letanía de plegarias que procuraran salvar su vida. Una vez Gabriela se cercioró de que la rutina del día escogido no ofrecía mayor alteración o indicio para abortar la operación contra Yolanda, ralentizó el paso a la altura del comando y se dirigió hacia la reja de entrada de la ‘fundación de paz’. Allí la esperaba una de las determinadoras del crimen. Sor Teresa le entregaría la pistola Sig Sauer 9 milímetros con la que Jawi cometerá el alevoso homicidio.
Dos días antes Gabriela estuvo visitando a Yolanda en un humilde albergue donde encontraron refugio luego de abandonar su parcela, intimidados por amenazas espantosas que recibieron en Leticia, corregimiento de Montería. Se bajó del vehículo, arrogante, escoltada por dos camionetas y cuatro matones que ya los vecinos habían visto merodeando por los alrededores del barrio Mi Ranchito. Cargaba bajo el brazo un mamotreto de papeles entre los que se incluía la escritura de Yolanda. Lázaro, el comedido Notario Segundo de Montería, le había organizado juiciosamente una documentación sutilmente amañada, a través de la cual el clan Castaño venía recuperando toda la tierra que había repartido en un simulacro de ‘reforma agraria privada.’ Dicha tramoya la montaron para burlar la persecución del gobierno de turno, cuando los americanos calentaron la exigencia de pedir en extradición a cuanto delicuente estuviera involucrado en el tráfico de drogas y de armas. El tramposo mecanismo, digno de truculentos mafiosos, consistía en que los Castaño incialmente despojaban a los campesinos y colonos de sus parcelas o baldíos, apropiándose ilegalmente de tierras que en su mayoría no tenían títulos de propiedad; una vez desalojados del territorio, el clan los convocaban nuevamente para escriturarles las tierras objeto del despojo con títulos fraudulentos y los sometían a unas condiciones inescrupulosas, imponiéndoles qué podían cultivar o criar y en qué momento debían hacerlo.
Pasados unos meses de la tal ‘reforma’, les prohibieron a los campesinos seguir cultivando yuca, plátano o cualquier otro alimento de pancoger y sólo les permitían engordar ganado de propiedad del capo, a cambio de un jornal miserable. Lo más calamitoso de esa pesadilla sobrevino cuando hombres peligrosamente armados comenzaron a intimidarlos, matando sus animales, gallinas, marranos, burros y destruyendo algunos de los cambuches en los que sobrevivían la mayoría de familias. Yolanda y Francisco se mantenían verticales en que no abandonarían su parcela, principalmente porque no tenían a donde escapar con cinco niños. Pero el secuestro, la tortura y asesinato del líder de vícitmas del despojo, Ermes Vidal, los convenció de que la muerte acechaba y debían huir de sus garras.
Con una entonación musical farisea, Gabriela le aconsejó a Yolanda que cesara de una vez por todas con su resistencia y se acogiera a la conveniencia de firmar. Sería la última advertencia del mandamás superior y parecía recomendable escuchar la admonición ahora, si no quería que su Francisco, ya viudo, lo hiciera unos días más tarde. En el papel se consignaba como deseo voluntario la intensión de vender el predio en la hacienda Santa Bárbara. Si Yolanda llegara a firmar, quedaría consumado el despojo de manera lícita. La rúbrica de un vendedor mediante escritura pública, significa que la venta del predio se hace de manera voluntaria y es legítima. Así sellaría el traspaso de la propiedad al nuevo dueño, que en este caso era nadie menos que la propia Gabriela, testaferra predilecta de los Castaño. Sólo en la zona de Leticia, más de mil hectáreas había logrado ‘recuperar’ esta arpía mediante la revictimización de miles de labriegos sin tierra.
Tan pronto entró al desvensijado caserón, escuchó la voz nasal de ‘la negra’ Sor Teresa dando órdenes. Le bramaba a algunos de sus secuaces para que alistara la munición de la Sauer 9. Cogió la carpeta de las escrituras de la mujer ingrata que no quizo firmar por las buenas y la destruyó en una caneca trituradora. No le harían perder más tiempo con tanta insistidera y esa misma noche se encargaría de dejar resuelto este caso. Le ofreció tinto a Gabriela y le advirtió que no quería errores o excusas para cumplir cabalmente el crimen de la tarde. Era este rigor en la letalidad de sus ejecuciones por el que sus hermanos la comparaban con la temida serpiente mapaná del Sinú. Su peligrosidad era venenosa al momento de atacar. Cuando Sor cogía entre dientes a alguna de sus presas, al igual que la serpiente, podía dejarlas por un tiempo libres mientras el veneno surtía su efecto; luego, sorpresivamente, las huele y se las devora. Yolanda era una presa de tamaño mayor y después de varios días el veneno ya había surtido efecto. Oronda, Sor se ufanaba de la rapacidad con la que hasta la fecha había contribuído a acumular un territorio aproximado de trescientas mil hectáreas, que convertían al clan familiar en una de las estructuras criminales más poderosas y temidas del país.
Yolanda regresó a su albergue provisional en las últimas horas del día, cuando desde lo más alto, sobre el río, se escuchaba el escalofriante graznido del imponente águila cordobesa. Como era su costumbre últimamente, corrió a cerrar puertas y ventanas para evitar que el pavor a los tempestades nocturnas la hicieran sentir que le faltaba poco tiempo para morir. Pero esa tarde, mientras caía el ocaso, poco antes de que envolviera la oscuridad total, ‘alias’ Jawi le apunta en la frente con su pistola 9 milímetros y aprieta el gatillo. Yolanda cae desgonzada sobre el barro mientras su rostro palidece, atribulado, y al interior del aposento se escucha el lamento horroroso de cinco niños.
Su rebeldía femenina había desencadenado un movimiento quimérico que amenazaba el poder patriarcal de la oligarquía tradicional aliada con el hampa emergente. Inconsciente de que en ella convivía una musa con semejante fuerza transgresora, se atreve a dejar atrás las convenciones inútiles del temor y la vergüenza. Como si se tratara de una representación de Antígona en el caribe, decide desafiar los métodos utilizados por el tirano Castaño para infundir miedo. Movilizando a más de dos mil de sus paisanos, logra sacudir un tinglado injusto y violento detentado por Sor Castaño tras el ardid de una ‘fundación de paz’.
Pero a diferencia de Antígona, Yolanda no aspira al heroismo, no sabe de heroínas. Sólo desea recuperar su chacra para disfrutar de una vida romántica en libertad. Hasta ahí su manifiesto político. Tanta insolencia ante la maldad del tirano la conducirá inevitablemente a la desgracia. Era una osadía mortal provocar los insoportables delirios megalomaníacos del poder y como en la tragedia griega, le acarreó un castigo atroz.
*En memoria de la lideresa Yolanda Izquierdo