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El papeleo
La exposición del Banco de la República inaugurada dos días antes de morir, que Luis había mandado de París de su taller de la rue d’Alésia a Bogotá en calidad de exportación temporal, había que devolverla a París o revertirla a exportación definitiva. Tocó hacer ese doble trámite, y luego otro más, nacionalizarla, puesto que Luis murió a los dos días de inaugurarse la exposición. Todo esto implicó nubes de papeles y montones de plata que naturalmente yo no tenía hasta que no se llevaran a cabo las sucesiones, porque hubo que hacer dos: una en París y otra en Bogotá. De manera que, para desatascar el asunto, el Banco de la República, a cambio de varios cuadros de gran valor, financió los gastos.
Quedó la obra de la exposición en poder del Banco y de paso yo también. El subgerente cultural, Darío Jaramillo, se ocupó de todos estos tejemanejes, con muy buena suerte, dada su admiración por Luis, y que Juan Camilo (asistente de Beatriz Caballero) fuera pupilo suyo y empleado mío.
El comodato
Con los cuadros en manos del Banco, Darío me propuso que hiciéramos un contrato de comodato, pues mientras no se definiera mi estado de heredera no me los podían entregar. Además, yo no tenía espacio, a pesar de lo grande que era el apartamento. En el Banco hicieron otra catalogación a partir de la que J. C. había hecho en París.
La acompañamos con fotos que desgraciadamente se perdieron en el Banco en algún cambio de funcionarios. La jefa de colecciones, la que sabía todo, era Faride Murillo, una mujer excepcional que había estudiado Artes en Ibagué. Antes de que se acudiera a las fotografías para registrar los cuadros, ella dibujó en la ficha de registro de entrada cada cuadro de Luis cuando se hizo la retrospectiva “Hitos de una confesión”, en el Banco en el 91, y viajó al Palacio de Bellas Artes de Caracas, con Beatriz González de curadora de Artes Plásticas del Banco.
Cuando me pedían ir a verificar, fotografiar, escoger o retirar los cuadros que mis hermanos y sobrinos quisieron, o a que me prestaran algunos para una exposición, Faride, con sus guantes blancos, manipulaba cajas con dibujos y sabía el código de cada óleo, cada carboncillo, cada tinta, su tamaño, técnica, fecha, en qué caja estaba guardado o en cuál parrilla estaba colgado, todo de memoria. Estar a su lado fue para mí todo un aprendizaje.
Dos sucesiones
Hubo que hacer dos sucesiones. Primero una en París, puesto que Luis había sido residente, pagado juiciosamente impuestos y estaba amparado por la Seguridad Social; la hizo un notario, que es lo que allá se estila: Mr. Corpechot, de corbatín, y su asistente muy blanco, muy rubio, muy eficiente. Aceptaron sin mayores complicaciones que el testamento fuera ológrafo (de puño y letra) y no haber sido registrado en notaría; y que él me dejara sus cuadros y todo a mí en vez de a su legítima mujer. María del Carmen mandó de Bogotá partidas de nacimiento, bautizo, matrimonio y defunción de papá y mamá y de Luis; Terry, todos los de su familia y de su matrimonio con Luis en Connecticut, todos debidamente traducidos y apostillados por los ministerios de Relaciones Exteriores.
Entonces se pudieron liberar las cuentas del banco Royal St. George que Luis había abierto a mi nombre. Yo las compartí miti-miti con Terry, y ella abrió una cuenta propia. No era cosa fácil de entender para un banco tan serio de grandes cuentas internacionales que hubiera deux madames Cabalrô (dos señoras Caballero) al mismo tiempo. Nosotras nos llamábamos les deux veuves milliardaires (las dos viudas multimillonarias). Pensamos escribir una comedia.
La sucesión de Bogotá la hizo mi abogado favorito (llegué a tener cinco): Francisco Vergara, quien me presentó Aseneth. Vergara resolvió lo de la falta del paso por notaría del testamento proponiéndoles a Terry, en cuanto viuda y heredera en primera instancia, según dispone la ley, y a mis hermanos María del Carmen y Antonio, herederos en segunda —lo mismo que yo— que renunciaran a sus derechos a mi favor, tal como había sido la voluntad de Luis. Ellos aceptaron hacerlo como lo más natural (“¿los Caballero no pelean? ¿Sus hermanos no odian a Chispa?”, le preguntaban a Antonio). Ambas sucesiones generaron, después de un año de gracia por parte del fisco, un aguacero de impuestos y mi pobre capital de titiritera se infló como de Nicolasín a Nicolasón.
¿Qué hacer con los cuadros?
Vino la hora de la gran pregunta, desde París nos la hacíamos. Yo había llamado a Antonio para que me ayudara a ver todos los cuadros que, al entregar el taller de Luis, puesto que era arrendado, con Juan Camilo los escondimos en la bodega de Mr. Lehalleur, diciendo que yo era L. Caballero, la artista. Él custodiaba obras de Calder y de otros artistas importantes. Juan Camilo se quedó juiciosamente varios meses allí con Cattie Minne catalogando las obras. Porque de ahí en adelante los cuadros de Luis empezaron a llamarse obras…
Loeb, el galerista de París, muy apersonado, nos propuso que hiciéramos un comité para manejar la obra: Alonso, Antonio, Juan Camilo, yo y quizás alguien más, pero Antonio inmediatamente dijo que no contáramos con él, que él era periodista y no le interesaba dedicársele a la obra de Luis. Alonso estaba lejos. Yo había quedado como si me hubiera caído un ascensor encima, y con mi sistema digestivo de rumiante digería lentamente la tarea que se me venía encima sin que Luis me lo hubiera pedido ni puesto condición alguna: “Para que haga con mis cuadros lo que quiera”.
He podido fumármelos en bazuco y él no me lo habría reclamado. En Bogotá también se habló de fundación, casa-museo, mucha cosa que afortunadamente no se llevó a cabo. Y con la plata, nadie fue capaz de aconsejarme cómo invertirla: ni el eminente y simpático abogado Jorge Humberto Botero, que me presentó Darío Jaramillo, ni el asesor financiero del Banco de la República, un joven apodado Arepa.
A su muerte, los distintos galeristas de Luis volaron todos a hacer exposiciones de homenaje, palabra tan gastada. Yo hice otro viaje a Europa para presentarme ante ellos en compañía de Juan Camilo, que seguía en París, y contarles que yo, junto con J. C., iba a hacerle frente a la obra de Luis. París, Berlín, Bruselas, Nueva York fue nuestro itinerario. Y a mi regreso a Bogotá, en lugar de los ladrones, esta vez me aguardaba Mayolo.
Encontré una llamada en el contestador del director de cine y televisión invitándome a su fiesta de cumpleaños. Yo había escrito un par de guiones con él, nos divertíamos mucho cuando a veces nos encontrábamos en fiestas. Me sentí muy halagada de que hubiera pensado en mí para invitarme y sentí pesar de haberme perdido de la fiesta, que después supe que fue apoteósica. Lo llamé a darle las gracias y entonces lo invité a almorzar. Ambos nerviosísimos. Pero cuando empezamos a bailar fue como si hubiéramos nacido bailando juntos. Desde ese día no nos volvimos a separar.
Exposición “Sin título: 1966-1968”
En 1997 hicimos una exposición en el Museo Nacional que llamamos “Sin título: 1966-1968” y que luego giró por los distintos museos del país. Estaban en la dirección Elvira Cuervo y Beatriz González de curadora; trabajamos con ella Juan Camilo y yo. Reunimos una gran cantidad de cuadros de esos años que estaban sobre todo en casas de parientes y amigos cercanos de esos tiempos. Coltejer prestó su políptico de la Bienal del 68, primera gran obra ambiciosa de Luis que culminó su época pop, el cual hubo que mandar a restaurar pues llevaba veintinueve años abandonado en una bodega en Medellín. Rodolfo Vallín y sus colaboradores lo restauraron.
Los paneles faltantes, que Luis no había mandado a la Bienal, fueron apareciendo como por milagro: dos en un cuarto de trastos en Tipacoque en medio del trasteo de Luis y Terry de cuando se fueron a París; Leland Northam, coincidencialmente, le ofreció en esos días al Banco de la República los dos paneles que Luis les había regalado a él y a Madriñán (a cada uno la mitad de cada panel de manera que no los pudieran separar), y el dieciochoavo llegó a la Garcés Velásquez rasguñado y desgarrado como un gato callejero, y con dos firmas como para que no quedara duda de que era un Caballero verdadero.
El doctor Ardila Lülle, dueño de Coltejer, fue comprando todos los paneles aparecidos. Mayolo hizo un video siguiendo paso a paso el montaje de la exposición, desde la maqueta como una casita de muñecas que hizo el museólogo con Beatriz González, la recogida de los cuadros en el taller de Vallín, en los altos de San Agustín, con Juan Camilo vigilante resguardado bajo un paraguas de un aguacerito bogotano pertinaz, la armada del políptico por los eficientes trabajadores del Museo Nacional, con un efecto psicodélico en la edición de Gerardo Otero, la colgada de los cuadros y una visita guiada de Beatriz, en la que dice que exponer en un museo es la consagración de un artista. Para eso Luis ya se había consagrado en museos de Holanda, varias ciudades de Francia, Caracas, etcétera.
De ahí en adelante me lancé otra vez a hacerle la persecutoria al doctor Ardila Lülle para que regalara esa obra tan importante a algún museo, cosa que finalmente hizo años después al Museo de Antioquia: una carta de Antonio fue el puntillazo final. Yo quedé feliz, convencida de que lo había donado, hasta hace poco, cuando descubrí que solamente lo había cedido en comodato. ¡Ay, los ricos!
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Taurus.