Las trampas de la memoria en ‘El olvido que seremos’

En el libro de Héctor Abad Faciolince, los eslabones que componen la cadena axiológica de los actos se rompen. Y en el recuerdo del niño, el padre se constituye en una especie de planeta expulsado de su órbita que gravita por lugares donde el color local desaparece.

Joaquín Robles Zabala
08 de febrero de 2024 - 03:22 p. m.
Hector Abad Faciolince publicó "El olvido que seremos" en 2006.
Hector Abad Faciolince publicó "El olvido que seremos" en 2006.
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El epígrafe que da inicio al libro de memorias de Gabriel García Márquez: ”la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”, se puede interpretar de dos maneras. Primero, como una forma de disculpa del autor ante la alteración de los hechos que nos va a contar. Segundo, los hechos no sucedieron como los cuenta la historia, sino como los concibe el cronista.

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Cuando leí “El olvido que seremos”, ese libro de Héctor Abad Faciolince, que algunos críticos insertan en el abanico de textos documentos y otros como una novela, me llamó la atención por el rompimiento que su autor hace de una axiología dominante que es como una huella dactilar en ese mundo idiosincrásico antioqueño. Es sabido que las ideologías no son características propias de un individuo, sino de una colectividad. Es sabido que ese mapa que es la conciencia colectiva de las sociedades no se puede borrar del conjunto de los sujetos como quien borra un tablero.

Para el filósofo e historiador norteamericano John Fiske, como para el francés Roland Barthes, un individuo que nace en los límites de una comunidad lingüística determinada, asimila la forma de habla y los elementos que conforman dicha lengua sin que esto le represente un gran esfuerzo. Lo mismo se podría afirmar del resto de las categorías de valor que giran como satélites en el marco de los otros componentes en los que se soporta la cultura. Y aunque un individuo se aleje del entorno en el que dio sus primeros pasos, muchos de los elementos asimilados permanecerán en él de la misma manera como la sal se ha incorporado a la estructura molecular del agua del mar.

El mismo García Márquez definía esta situación, en esa larga conversación con Plinio Apuleyo Mendoza, de la siguiente manera: “Nunca he sido y ni seré nadie más que uno de los trece hijos [aunque en realidad eran quince, afirma Jaime García] del telegrafista de Aracataca”. De manera que por mucho que se intente alejarse de esos patrones primarios, estos van a estar siempre allí, agazapados, como el instinto de los animales salvajes domesticados.

Las ideologías son grandes portadoras de significado. No solo definen la forma de pensamiento de los grupos sociales, sino también su comportamiento. Es por ello que el concepto de ‘berraquera’ que identifica a los antioqueños, no es una simple expresión acuñada por la tradición. Por el contrario, es una actitud que está presente en unos patrones coherentes y que se pone de manifiesto en cada una de las acciones de los grupos sociales asentados en esta región del país.

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La anécdota contada por un amigo escritor cuyo padre, un antioqueño de pura cepa, lo enroló en el Ejército para que dejara de estar leyendo libros tontos y escribiendo maricadas, nos pueden dar una idea de la posición que este señor tendrá ante temas tan delicados como el aborto, el matrimonio entre parejas del mismo sexo, raza o religión.

En el libro de Héctor Abad Faciolince, los eslabones que componen la cadena axiológica de los actos se rompen. Y en el recuerdo del niño, el padre se constituye en una especie de planeta expulsado de su órbita que gravita por lugares donde el color local desaparece. Sin embargo, ese color toma su textura cuando las referencias apuntan a otros personajes de la historia como los abuelos, tíos e incluso la madre, en los que se puede vislumbrar esas actitudes del ser antioqueño y que les permiten encajar satisfactoriamente en ese espacio de machos y de mujeres recias.

En un aparte de su texto, Abad Faciolince nos dice: “Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y, además, al final, soltaba una carcajada”. Más adelante afirma: “Él nunca nos golpeó, ni siquiera levemente, a ninguno de nosotros, y era lo que en Medellín se dice un alcahuete, es decir, un permisivo. Si por algo lo puedo criticar es por haberme manifestado y demostrado un amor excesivo, aunque no sé si exista el exceso de amor”.

No puedo asegurar que Héctor Abad Faciolince mienta en su relato, y no creo que lo haga porque la literatura, y en particular la novela, no se constituye en un manual de historia donde se requiere que los hechos sean lo más fiel posible a las circunstancias que les dieron vida. Lo que sí puedo asegurar es que los niños, como tal, tienen una visión distinta de los acontecimientos que posiblemente lo afectaron, que casi siempre difiere de la perspectiva que los adultos puedan tener de estos. E incluso, pueden diferir, en ángulo y visión, de un niño a otro. Aún más: de un adulto a otro.

Lo anterior, me trae a la memoria un hecho de mi infancia que involucra a mi hermano menor, pues en su cabeza hay un recuerdo de mi padre, quien una mañana de lluvia se levantó temprano y salió a la tienda de la esquina a comprar el desayuno. Mi hermano lo recuerda metido en la cocina preparando café con leche, friendo huevos, untándole una capa de mantequilla al pan que daría de comer a sus hijos. La anécdota se la contó a su mujer, quien, a su vez, un día me la contó a mí.

Intrigado por ese hecho que no estaba registrado en mi memoria, hablé con mis hermanos sobre esa mañana de lluvia en que José, mi padre, se metió a la cocina a prepararles alimentos a sus pequeños, pero nadie, ni remotamente, recordaba esa escena tierna del padre amoroso. Y no la recordaban por una razón sencilla: nunca había ocurrido, y no había ocurrido porque mi padre jamás aprendió a freír siquiera un huevo ni a prepararse un tinto.

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Algo similar nos contó, en el taller literario Candil de la Universidad de Cartagena, el desaparecido periodista y escritor Eligio García Márquez. Pues su hermano, en esa charla que sostuvo con Plinio Apuleyo Mendoza, y que luego fue publicado con el título de “El olor de la guayaba”, afirma, entre otras cosas, que su mítico y primer viaje a la capital de la República lo hizo solo, con un hatillo de ropa al hombro y un par de monedas en el bolsillo, cuando la verdad era totalmente opuesta a esa. Ya que ni viajó solo, ni le faltó plata en el bolsillo y su madre le había preparado un enorme baúl con sus cosas. Y en la capital era esperado por unos parientes que le tenían acondicionado una habitación con calefacción y unas buenas cobijas.

Creo que el novelista está en todo su derecho a crear sus mitos personales y ponerle a su relato los colores que considere pertinente. Creo que su propósito al escribir no es el de decir la verdad de los acontecimientos, ni tampoco construir castillos de arenas, porque la literatura, ya lo hemos dicho, no tiene como propósito ni una cosa ni la otra. Más allá de contar una historia, hay otros motivos que confluyen en el acto mismo de la escritura, y que el maestro Sábato definió como los fantasmas del escritor. Es probable que el padre de Abad Faciolince no haya sido el hombre que dibuja el relato, y que, al ser contrastado con otras miradas y otros recuerdos, seguramente la imagen empiece a sufrir fracturas. Pero la vida, como afirmó nuestro premio Nobel de literatura, no es lo que uno vivió, sino como la recuerda para contarla. Y esto, supongo, fue lo que el escritor antioqueño plasmó en las páginas de su best seller.

Si le interesan los temas culturales y quiere opinar sobre nuestro contenido y recibir más información, escríbanos al correo de la editora Laura Camila Arévalo Domínguez (larevalo@elespectador.com) o al de Andrés Osorio (aosorio@elespectador.com).

Por Joaquín Robles Zabala

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