Las venganzas de Iréne Némirovsky
Con la muerte ante sus ojos, Iréne Némirovsky escribió Suite Francesa. El 13 de julio de 1942, el ejército francés la detuvo en su casa. La llevó al campo de concentración de Pithiviers, y luego, el 17 de julio, a Auschwitz. Fue asesinada el 17 de agosto. En el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, recuperamos este artículo que narra la vida de la escritora.
Fernando Araújo Vélez
Escribía con odio, como si las letras fueran su madre, Fanny Némirovsky, que la había abandonado a su suerte para mirarse al espejo, a las decenas de espejos de su mansión una y otra y otra vez, y salir en las noches con el primer hombre que se encontrara.
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Irene Némirovsky se encerraba en su cuarto y escribía, con odio, sabiendo que entre sus letras iba a vengarse de la señora Fanny, como la llamaba, del mundo, de los rusos que detestaban a los judíos, de los banqueros con los que se la pasaba su padre, don León Némirovsky, y también de los judíos, su sangre y su ascendencia, quienes consideraban que lo único que existía en la vida era el dinero. “¡Ah, cómo odio vuestros melindres de europeos! -escribió en un aparte de su novela Los perros y los lobos-. Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo llamo dinero! ¡Se trata de otras palabras para designar las mismas cosas!”.
Ella también usó otras palabras, muchas otras palabras para tratar de verter en sus textos todos y cada uno de sus rencores. Aislada, casi que abandonada a convivir con una nodriza, se pasaba el día entero y parte de las noches leyendo y escribiendo, vestida de niña siempre, pues su madre no quería que fuera mujer para que no le gritara con su ser mujer todos sus años, sus arrugas, sus derrotas. A los 18 años ya tenía listo su primer libro, una historia corta, Le vin de solitude, en el que decía: “En su corazón alimentaba un extraño odio hacia su madre que parecía crecer con ella (…). Jamás decía ‘mamá’ articulando claramente las dos sílabas, que pronunciaba con dificultad entre sus labios apretados; pronunciaba ‘má’, una especie de gruñido apresurado que arrancaba de su corazón con esfuerzo y con un sordo y melancólico dolorcillo”.
Unas páginas más adelante, escribió “‘La venganza es mía’, dijo el Señor. ¡Ah, pues qué se le va a hacer, no soy una santa, no puedo perdonárselo! ¡Aguarda, aguarda un poco y verás! ¡Te haré llorar como tú me hiciste llorar a mí…! ¡Espera y verás, mujer!”. Con el paso de los días, de los años, de los insultos y el abandono, de las venganzas calladas, de las lecturas de Óscar Wilde, de la fijación por El retrato de Dorian Grey, de las vacaciones en la Costa Azul, en Barritz o en Hendaya, de soportar que sus padres se alojaran en palacios y a ella la enviaran con su aya a una cabaña alejada, Kiev, su ciudad, Ucrania y Rusia fueron viviendo el hambre y la autocracia del zar, Nicolás II, y las muertes, millones de muertes en el campo y en las ciudades y en los campos de batalla, y en octubre de 1917, la Revolución bolchevique.
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Los datos puntuales señalarían que la Revolución, o la segunda revolución, luego de aquella de 1905 por la que Rusia se volvió constitucional, se inició el 23 de febrero de 1917, marcado como el Día Internacional de la Mujer. “Fue programada una marcha por las calles de la ciudad —anotaría Catherine Merridale en su libro El tren de Lenin—, pero había peligro de que la asistencia fuera reducida y principalmente femenina. ‘Hay que enseñar a la gente trabajadora a tomar las calles’ —le escribía Shlyapnikov a Lenin—, pero no hemos tenido tiempo”. Añadía en varias ocasiones que también había perdido su imprenta; los bolcheviques no podían guiar a nadie sin un manifiesto y un montón de panfletos. Pero otras facciones veían la oportunidad para una campaña propagandística.
“Un opúsculo de la Mezharaionka, recogido en las memorias de Shlyapnikov, era claramente inequívoco: ‘El gobierno es culpable —proclamaba—. Comenzó la guerra, y es incapaz de ponerle fin. Está destruyendo el país, y vuestra hambre es su responsabilidad… Basta ya. Abajo el gobierno criminal y la banda de ladrones y asesinos. Viva la paz’. Si el tiempo hubiera continuado siendo inhóspitamente frío, si la ciudad hubiera recibido un suministro de harina suficiente, o incluso si los lavabos de los lugares de trabajo hubieran sido caldeados para descongelar las tuberías, las huelgas probablemente no habrían sido tan masivas. Pero la mañana del jueves 23 de febrero, las mujeres de las fábricas de algodón de Vyborg no tenían el ánimo para llegar a una solución de compromiso”.
Y con el hambre y el miedo y la rabia adheridos a sus vestidos se lanzaron a la calle y fueron juntando a otras mujeres y a miles de hombres, e incluso soldados, y todos atravesaron el río Neva y siguieron su rumbo hacia las zonas ricas de Petrogrado, y a la mañana siguiente los 50.000 eran 500.000, que habían llegado desde pueblos vecinos en trenes o a pie o a caballo, y algunos líderes improvisaban candentes discursos, incendiarios discursos, y al unísono el pueblo aplaudía, ovacionaba a los oradores y cantaba la Marsellesa o la Internacional. Los bolcheviques acusaban a los mencheviques del caos, y viceversa, pero a todos les convenía el desorden, y entre todos, ninguno podía saber con exactitud lo que había ocurrido, pues los manifestantes se habían tomado los periódicos.
Dos días más tarde, los regimientos militares se unieron a los huelguistas y arrasaron con los depósitos de artillería. Cada vez había más armas, más gente que pedía, exigía, que se fuera el zar y se acabara la guerra, y más miedo entre las altas clases. La revolución caminaba, ondeaba banderas rojas, gritaba y cantaba y se dirigía a los gritos hacia el palacio del Táuride, una extravagante edificación construida por un multimillonario en el siglo XVIII, donde estaban afincados los poderes del gobierno. En la noche, el Táuride era una mezcla de obreros, líderes clandestinos, intelectuales y aristócratas que se insultaban, se ofendían y corrían de salón en salón. Sobre las siete de la tarde, el pueblo se había tomado el palacio, que comenzaba a ser del Soviet del pueblo.
La Revolución de octubre también era, en parte, una venganza de Iréne Némirovsky, aunque no la hubiera celebrado, y aunque hubiese tenido que exiliarse con sus padres primero en Finlandia, más tarde en Suecia, y luego en París. En Francia, con 20 años, empezó a vivir una especie de vida loca, como reacción a sus años de quietud y de soledad en San Petersburgo. Los Némirovsky habían pasado de la absoluta riqueza a la desesperación, a vivir durante varios días a punta de papas y sardinas y viejas chocolatinas, durmiendo en el piso de un departamento en Moscú, y volvieron luego a su antigua opulencia de banqueros omnipotentes por los contactos occidentales que tenía don León. Con sus contactos, y por ellos, Iréne se metió en lo más profundo del mundo literario francés.
Publicó David Golder, su primera novela, una historia de tintes judíos que fue aclamada por la crítica y por los escritores parisinos. El 22 de enero de 1930, ella misma le decía a una amiga a quien había dejado de frecuentar: “¿Cómo se le ocurre suponer que pueda olvidarme de mis viejas amigas a causa de un libro del que se hablará durante 15 días, y que será olvidado con la misma rapidez, como se olvida todo en París?” Pocos la olvidaron. Iréne Némirovsky se convirtió en una celebridad. En una promiscua celebridad: “He pasado una semana completamente loca: baile tras baile; todavía estoy un poco embriagada y me cuesta regresar a la senda del deber”, decía. Bebía vino y champán. Bailaba. Iba de hombre en hombre. “Al parecer, flirteo demasiado, y está muy mal enloquecer de ese modo a los chicos”.
En una de aquellas farras, conoció a Michel Epstein. En 1926 se casó con él. Tuvieron dos hijas, Denise y Elisabeth, a quienes llevaron a Issy-l’Éveque. Soplaban vientos de guerra. Más vientos de guerra. Los nazis ocuparon parte de Francia. Promulgaron sus leyes contra los judíos. Los convirtieron en parias. “En octubre de 1940 se promulga una ley sobre los ‘ciudadanos extranjeros de raza judía’. Estipula que pueden ser internados en campos de concentración o estar bajo arresto domiciliario”, como escribió Myriam Anissimov. Iréne Némirovsky temía lo peor. Escribía, leía, caminaba todos los días, volvía a escribir y a leer y a escribir. Publicaba sus cuentos en un periódico llamado Gringoire, y firmaba como Pierre Nérey o Charles Blancat. Tenía que llevar la estrella de David pegada en sus ropas. Era señalada, escupida, perseguida.
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Su única manera de decir lo que ocurría era escribiendo, y escribía en hojas cada vez más pequeñas, con letra cada vez más diminuta para que le alcanzaran las resmas que le llevaba su marido. Francia, el colaboracionismo, los nazis, los vendidos, los intelectuales, las prostitutas, las mujeres de alto abolengo, los tipos de la calle, los delatores, los cobardes. Y la masa. La masa entregada, colaboracionista, que apostaba su vida, solo su vida, contra todos los vejámenes y humillaciones. La masa contra ella. La masa contra la justicia. Con la muerte ante sus ojos, escribió Suite Francesa. “Para levantar un peso tan enorme, Sísifo, se necesitaría tu coraje. No me faltan ánimos para la tarea, más el objetivo es largo y el tiempo, corto”, decía el prefacio. El tiempo fue corto. La vida fue corta. “Querido amigo… piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas”, le dijo en una carta a su editor en Albin Michel.
El 13 de julio de 1942, el ejército francés la detuvo en su casa. La llevó al campo de concentración de Pithiviers, y luego, el 17 de julio, a Auschwitz. Fue asesinada el 17 de agosto. Su marido la seguía esperando, al lado de sus dos hijas. Exigía que le pusieran un puesto en la mesa a la hora de las comidas, y le enviaba cartas a las autoridades. Incluso, le escribió al mariscal Pétain para solicitarle que le informara dónde estaba su esposa. Le respondieron a los golpes, llevándoselo también a Auschwitz, donde murió en noviembre. Sus hijas comenzaron a deambular por Francia y por Europa, de subsuelo en subsuelo, de campo en campo, de casa en casa, de convento en convento, de mano en mano, llevando consigo el manuscrito de su madre, el último de sus manuscritos. Su última verdad.
Cincuenta y seis años más tarde, cuando su madre murió, Denise y Elisabeth Némirovsky abrieron la caja fuerte de su casa. Sólo había dos libros: David Golder y Jézabel, firmados por Iréne Némirovsky.
Escribía con odio, como si las letras fueran su madre, Fanny Némirovsky, que la había abandonado a su suerte para mirarse al espejo, a las decenas de espejos de su mansión una y otra y otra vez, y salir en las noches con el primer hombre que se encontrara.
Lo invitamos a leer Edith Eger: “Si sobrevivo hoy, mañana seré libre”
Irene Némirovsky se encerraba en su cuarto y escribía, con odio, sabiendo que entre sus letras iba a vengarse de la señora Fanny, como la llamaba, del mundo, de los rusos que detestaban a los judíos, de los banqueros con los que se la pasaba su padre, don León Némirovsky, y también de los judíos, su sangre y su ascendencia, quienes consideraban que lo único que existía en la vida era el dinero. “¡Ah, cómo odio vuestros melindres de europeos! -escribió en un aparte de su novela Los perros y los lobos-. Lo que denomináis éxito, victoria, amor, odio, ¡yo lo llamo dinero! ¡Se trata de otras palabras para designar las mismas cosas!”.
Ella también usó otras palabras, muchas otras palabras para tratar de verter en sus textos todos y cada uno de sus rencores. Aislada, casi que abandonada a convivir con una nodriza, se pasaba el día entero y parte de las noches leyendo y escribiendo, vestida de niña siempre, pues su madre no quería que fuera mujer para que no le gritara con su ser mujer todos sus años, sus arrugas, sus derrotas. A los 18 años ya tenía listo su primer libro, una historia corta, Le vin de solitude, en el que decía: “En su corazón alimentaba un extraño odio hacia su madre que parecía crecer con ella (…). Jamás decía ‘mamá’ articulando claramente las dos sílabas, que pronunciaba con dificultad entre sus labios apretados; pronunciaba ‘má’, una especie de gruñido apresurado que arrancaba de su corazón con esfuerzo y con un sordo y melancólico dolorcillo”.
Unas páginas más adelante, escribió “‘La venganza es mía’, dijo el Señor. ¡Ah, pues qué se le va a hacer, no soy una santa, no puedo perdonárselo! ¡Aguarda, aguarda un poco y verás! ¡Te haré llorar como tú me hiciste llorar a mí…! ¡Espera y verás, mujer!”. Con el paso de los días, de los años, de los insultos y el abandono, de las venganzas calladas, de las lecturas de Óscar Wilde, de la fijación por El retrato de Dorian Grey, de las vacaciones en la Costa Azul, en Barritz o en Hendaya, de soportar que sus padres se alojaran en palacios y a ella la enviaran con su aya a una cabaña alejada, Kiev, su ciudad, Ucrania y Rusia fueron viviendo el hambre y la autocracia del zar, Nicolás II, y las muertes, millones de muertes en el campo y en las ciudades y en los campos de batalla, y en octubre de 1917, la Revolución bolchevique.
Si gusta leer más de Cultura, le sugerimos: Diez libros para entender el Holocausto
Los datos puntuales señalarían que la Revolución, o la segunda revolución, luego de aquella de 1905 por la que Rusia se volvió constitucional, se inició el 23 de febrero de 1917, marcado como el Día Internacional de la Mujer. “Fue programada una marcha por las calles de la ciudad —anotaría Catherine Merridale en su libro El tren de Lenin—, pero había peligro de que la asistencia fuera reducida y principalmente femenina. ‘Hay que enseñar a la gente trabajadora a tomar las calles’ —le escribía Shlyapnikov a Lenin—, pero no hemos tenido tiempo”. Añadía en varias ocasiones que también había perdido su imprenta; los bolcheviques no podían guiar a nadie sin un manifiesto y un montón de panfletos. Pero otras facciones veían la oportunidad para una campaña propagandística.
“Un opúsculo de la Mezharaionka, recogido en las memorias de Shlyapnikov, era claramente inequívoco: ‘El gobierno es culpable —proclamaba—. Comenzó la guerra, y es incapaz de ponerle fin. Está destruyendo el país, y vuestra hambre es su responsabilidad… Basta ya. Abajo el gobierno criminal y la banda de ladrones y asesinos. Viva la paz’. Si el tiempo hubiera continuado siendo inhóspitamente frío, si la ciudad hubiera recibido un suministro de harina suficiente, o incluso si los lavabos de los lugares de trabajo hubieran sido caldeados para descongelar las tuberías, las huelgas probablemente no habrían sido tan masivas. Pero la mañana del jueves 23 de febrero, las mujeres de las fábricas de algodón de Vyborg no tenían el ánimo para llegar a una solución de compromiso”.
Y con el hambre y el miedo y la rabia adheridos a sus vestidos se lanzaron a la calle y fueron juntando a otras mujeres y a miles de hombres, e incluso soldados, y todos atravesaron el río Neva y siguieron su rumbo hacia las zonas ricas de Petrogrado, y a la mañana siguiente los 50.000 eran 500.000, que habían llegado desde pueblos vecinos en trenes o a pie o a caballo, y algunos líderes improvisaban candentes discursos, incendiarios discursos, y al unísono el pueblo aplaudía, ovacionaba a los oradores y cantaba la Marsellesa o la Internacional. Los bolcheviques acusaban a los mencheviques del caos, y viceversa, pero a todos les convenía el desorden, y entre todos, ninguno podía saber con exactitud lo que había ocurrido, pues los manifestantes se habían tomado los periódicos.
Dos días más tarde, los regimientos militares se unieron a los huelguistas y arrasaron con los depósitos de artillería. Cada vez había más armas, más gente que pedía, exigía, que se fuera el zar y se acabara la guerra, y más miedo entre las altas clases. La revolución caminaba, ondeaba banderas rojas, gritaba y cantaba y se dirigía a los gritos hacia el palacio del Táuride, una extravagante edificación construida por un multimillonario en el siglo XVIII, donde estaban afincados los poderes del gobierno. En la noche, el Táuride era una mezcla de obreros, líderes clandestinos, intelectuales y aristócratas que se insultaban, se ofendían y corrían de salón en salón. Sobre las siete de la tarde, el pueblo se había tomado el palacio, que comenzaba a ser del Soviet del pueblo.
La Revolución de octubre también era, en parte, una venganza de Iréne Némirovsky, aunque no la hubiera celebrado, y aunque hubiese tenido que exiliarse con sus padres primero en Finlandia, más tarde en Suecia, y luego en París. En Francia, con 20 años, empezó a vivir una especie de vida loca, como reacción a sus años de quietud y de soledad en San Petersburgo. Los Némirovsky habían pasado de la absoluta riqueza a la desesperación, a vivir durante varios días a punta de papas y sardinas y viejas chocolatinas, durmiendo en el piso de un departamento en Moscú, y volvieron luego a su antigua opulencia de banqueros omnipotentes por los contactos occidentales que tenía don León. Con sus contactos, y por ellos, Iréne se metió en lo más profundo del mundo literario francés.
Publicó David Golder, su primera novela, una historia de tintes judíos que fue aclamada por la crítica y por los escritores parisinos. El 22 de enero de 1930, ella misma le decía a una amiga a quien había dejado de frecuentar: “¿Cómo se le ocurre suponer que pueda olvidarme de mis viejas amigas a causa de un libro del que se hablará durante 15 días, y que será olvidado con la misma rapidez, como se olvida todo en París?” Pocos la olvidaron. Iréne Némirovsky se convirtió en una celebridad. En una promiscua celebridad: “He pasado una semana completamente loca: baile tras baile; todavía estoy un poco embriagada y me cuesta regresar a la senda del deber”, decía. Bebía vino y champán. Bailaba. Iba de hombre en hombre. “Al parecer, flirteo demasiado, y está muy mal enloquecer de ese modo a los chicos”.
En una de aquellas farras, conoció a Michel Epstein. En 1926 se casó con él. Tuvieron dos hijas, Denise y Elisabeth, a quienes llevaron a Issy-l’Éveque. Soplaban vientos de guerra. Más vientos de guerra. Los nazis ocuparon parte de Francia. Promulgaron sus leyes contra los judíos. Los convirtieron en parias. “En octubre de 1940 se promulga una ley sobre los ‘ciudadanos extranjeros de raza judía’. Estipula que pueden ser internados en campos de concentración o estar bajo arresto domiciliario”, como escribió Myriam Anissimov. Iréne Némirovsky temía lo peor. Escribía, leía, caminaba todos los días, volvía a escribir y a leer y a escribir. Publicaba sus cuentos en un periódico llamado Gringoire, y firmaba como Pierre Nérey o Charles Blancat. Tenía que llevar la estrella de David pegada en sus ropas. Era señalada, escupida, perseguida.
Si gusta leer más de Cultura, le sugerimos: La historia detrás del poder de Angela Merkel (II)
Su única manera de decir lo que ocurría era escribiendo, y escribía en hojas cada vez más pequeñas, con letra cada vez más diminuta para que le alcanzaran las resmas que le llevaba su marido. Francia, el colaboracionismo, los nazis, los vendidos, los intelectuales, las prostitutas, las mujeres de alto abolengo, los tipos de la calle, los delatores, los cobardes. Y la masa. La masa entregada, colaboracionista, que apostaba su vida, solo su vida, contra todos los vejámenes y humillaciones. La masa contra ella. La masa contra la justicia. Con la muerte ante sus ojos, escribió Suite Francesa. “Para levantar un peso tan enorme, Sísifo, se necesitaría tu coraje. No me faltan ánimos para la tarea, más el objetivo es largo y el tiempo, corto”, decía el prefacio. El tiempo fue corto. La vida fue corta. “Querido amigo… piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas”, le dijo en una carta a su editor en Albin Michel.
El 13 de julio de 1942, el ejército francés la detuvo en su casa. La llevó al campo de concentración de Pithiviers, y luego, el 17 de julio, a Auschwitz. Fue asesinada el 17 de agosto. Su marido la seguía esperando, al lado de sus dos hijas. Exigía que le pusieran un puesto en la mesa a la hora de las comidas, y le enviaba cartas a las autoridades. Incluso, le escribió al mariscal Pétain para solicitarle que le informara dónde estaba su esposa. Le respondieron a los golpes, llevándoselo también a Auschwitz, donde murió en noviembre. Sus hijas comenzaron a deambular por Francia y por Europa, de subsuelo en subsuelo, de campo en campo, de casa en casa, de convento en convento, de mano en mano, llevando consigo el manuscrito de su madre, el último de sus manuscritos. Su última verdad.
Cincuenta y seis años más tarde, cuando su madre murió, Denise y Elisabeth Némirovsky abrieron la caja fuerte de su casa. Sólo había dos libros: David Golder y Jézabel, firmados por Iréne Némirovsky.